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Emmanuel Rodríguez - Por qué fracasó la democracia en España

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Emmanuel Rodríguez Por qué fracasó la democracia en España
  • Libro:
    Por qué fracasó la democracia en España
  • Autor:
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    ePubLibre
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    2015
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Por qué fracasó la democracia en España: resumen, descripción y anotación

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1. La democracia antes de la democracia
I

Un chico espera en las verjas de la fábrica. La «culebra», una larga fila de trabajadores recorre cada uno de los puestos de trabajo, no hay nadie a quien convencer. Al fin salen. Están todos. Varios cientos marchan en dirección a la parroquia de San Francisco. Es tres de marzo de 1976 y es día de huelga general en Vitoria.

El conflicto había comenzado con el invierno. En las grandes empresas los convenios terminaron a finales de año, constreñidos por un nuevo decreto de congelación salarial con fecha de 14 de noviembre. Contra los topes salariales, contra la ofensiva patronal, los obreros de las principales fábricas acordaron una plataforma unitaria, común a todas las empresas, a todos los trabajadores. La tabla no era muy distinta a las que por esas fechas se decidía en otros rincones de la geografía peninsular: subidas lineales de 6000 pesetas mensuales, jornada laboral de 40 horas, jubilación a los 60 años, 100% del salario en caso de accidente, reducción de los escalones salariales, Seguridad Social a cargo de la empresa… La plataforma era la conclusión de un complejo proceso de asambleas de fábrica y sección. Una tarea ardua y laboriosa en la que de una u otra manera habían participado casi todos los obreros de la ciudad.

El año comenzó con los primeros paros. El 9 de enero, Forjas Alavesas se declaró en huelga. En apenas unas horas, el conflicto se había extendido a las principales fábricas: Mevosa, Aranzabal, Gabilondo, Ugo, Orbegozo… Gasteiz, en euskera, o Vitoria, en la lengua de sus fundadores, correspondía entonces con la imagen de una ciudad-fábrica típicamente fordista. En 1960 tenía poco más de 70 000 habitantes. En 1976 había alcanzado la cifra de 170000. Pertenecía a la categoría de los nuevos núcleos industriales que se confirmaron durante el tardofranquismo: Pamplona, Burgos, Valladolid, Sagunto, Vigo, Cádiz, Getafe, también Madrid. En aquellos años, se produjo el reclutamiento en masa para trabajar en las fábricas gobernadas por el ritmo de las cadenas de montaje. Se estaba formando una nueva clase obrera, sin cualificación, sin los legados y tradiciones de oficio, sin apenas experiencia industrial.

En Vitoria, el primer conflicto de cierta entidad se produjo tan tarde como en 1972. Explotó en la fábrica Michelín, la multinacional del neumático. Tan reciente era entonces la Gasteiz industrial que apenas dio tiempo para que cuajara la organización obrera local. El Partido Comunista, el de mayor implantación en España, casi no tenía cuadros, un puñado de militantes dispersos por las fábricas de la ciudad. Comisiones Obreras, vehículo principal del movimiento obrero, carecía del esqueleto organizado para dirigir y «ordenar» semejante conflicto.

La organización de la huelga del invierno de 1976 bebió, no obstante, de las mismas fuentes que habían dado origen a comisiones en otros tantos puntos del país. Desde el mes de enero, las asambleas eligieron «comisiones representativas». El primer punto del conflicto estaba en el reconocimiento de estos organismos por parte de la patronal. La afirmación de la organización asamblearia debía quebrar la legalidad del sindicato vertical. A la plataforma reivindicativa se añadió pronto la dimisión de los jurados de empresa.

Los trabajadores pelearon desde el principio por encontrar un órgano de coordinación y este fue a coincidir con la llamada «asamblea de conjunto». Se intentaba con ello que la dirección del movimiento no dejara a nadie fuera. La asamblea reunía a los trabajadores de todos los centros en huelga y se convocaba dos veces por semana.

A finales de enero, los paros rebasaron los márgenes de la industria. Paró la banca, se formaron comités de estudiantes y asambleas de mujeres. También el comercio empezó a colaborar con los huelguistas. En los días de huelga, manifestaciones y piquetes recorrían calles y avenidas que se encogían ante aquellas concentraciones. El 9 de febrero comenzaron las detenciones y con ellas los primeros despidos. El 16, la «asamblea de conjunto» decidió su respuesta: una huelga general por la libertad de los detenidos y la readmisión de los despedidos. La represión se radicalizó —«politizó», se decía entonces— el conflicto. Los detenidos fueron liberados rápidamente, pero la intransigencia patronal motivó otro día de huelga general; esta vez, para el 26 de febrero.

Convocadas con regularidad, las asambleas analizaban la evolución de la coyuntura, preparaban cada movimiento, avanzaban hasta las mínimas transiciones de fase en el enfrentamiento. Su masividad y la importancia de sus decisiones las estaban convirtiendo en contrapoderes reales. La gramática del momento expresó así la gravedad del envite: «Lo que estaba en juego era un problema de poder a poder, el poder obrero frente al poder burgués».

Dos de marzo, las asambleas de fábrica preparan otra huelga general. Se convoca para el día siguiente. La beligerancia de la policía con los piquetes apunta un salto de escala en el enfrentamiento. Durante la madrugada, los paros vienen seguidos de enfrentamientos, cargas policiales, nuevas detenciones. En Zaramaga, barrio que todavía hace las veces de símbolo obrero, se convoca de nuevo asamblea general. Se decide la continuidad de la huelga, las nuevas acciones 5000 personas son muchas para la iglesia de San Francisco, está abarrotada. Fuera, la policía rodea el edificio. Disparan sobre las ventanas. Caen los cristales. Los botes de humo envenenan el aire. Los obreros salen de la iglesia, despavoridos. En la puerta los guardias golpean. Se escuchan disparos. Es fuego real. Más de cien heridos. Cinco muertos. Pedro Martínez Ocio, Francisco Aznar Clemente, José Castillo, Romualdo Barroso Chaparro, Bienvenido Pereda. Ninguno supera los 33 años. Todos obreros industriales.

¿Nervios? ¿Sin órdenes claras? Es lo que dijo la prensa y también Manuel Fraga. Los «peores días» de su carrera política como ministro de Gobernación, los pasó en la República Federal de Alemania. Estaba en viaje diplomático, anunciaba el programa de reforma de la Transición. Y así se hizo.

La noche del 3, en realidad toda la semana, fue una sucesión de gestos de reconciliación y combates callejeros. Enfrentados a la amenaza de una nueva huelga, la patronal cedió a las «demandas sindicales». Fraga y Martín Villa, quienes debieron pasar por responsables de la carnicería, visitaron a los enfermos, dieron a los medios de comunicación escenas de condolencia. Mientras, las detenciones continuaron implacables. Ningún perdón a los «actos de violencia callejera». Poco a poco, se consiguió la vuelta al trabajo. En unos pocos días, las asambleas, el «soviet» de Fraga, el «contrapoder obrero» había sido erradicado.

El dramatismo de los hechos de Vitoria dio curso a un amplio movimiento de solidaridad: medio millón de trabajadores en País Vasco y Navarra, y una cifra indeterminada en el resto del país. Allí donde el movimiento amenazó con desbordarse la policía se empleó con violencia. Así ocurrió en Pamplona donde la huelga del día 4 acabó en fuertes enfrentamientos.

II

Vitoria fue mucho más que Vitoria. Fue el capítulo más avanzado de la mayor oleada de huelgas del franquismo. Durante el invierno de 1976, más de un millón de trabajadores participaron en distintos conflictos de extensión y duración variable. El Baix Llobregat, Sabadell, las cuencas mineras de Asturias, los astilleros de Gijón, Málaga, Sevilla, el cinturón industrial de Madrid y los principales servicios de la capital, la construcción y el metal de Barcelona, la construcción de Valladolid, el metal de Valencia… Quizás en ningún otro momento se estuvo tan cerca de una situación de huelga general: masiva, prolongada, de salida incierta.

Cuando se considera la extensión y la radicalidad del movimiento, este parece coincidir casi —y el matiz es importante— con una idea largamente acariciada por la izquierda: la huelga general política. Desde los años cincuenta, el PCE, y con él todos los grupos de vocación obrerista, se habían arremolinado ante una particular alegoría del final del franquismo. El Minotauro, se decía, acabará rendido ante el ímpetu de una gigantesca huelga general. La imagen exaltaba la fuerza unánime del pueblo trabajador: un movimiento de rechazo general que había de entregar los edificios del Estado, todavía caldeados por la actividad del día anterior, a los representantes legítimos del nuevo régimen, democrático o socialista, según las preferencias de quien se tratase.

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