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Emmanuel Carrère - Una novela rusa

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Emmanuel Carrère Una novela rusa
  • Libro:
    Una novela rusa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2007
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Una novela rusa: resumen, descripción y anotación

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El tren rueda, es de noche, hago el amor con Sophie en la litera y ella es ella. Los compañeros de mis sueños eróticos suelen ser difíciles de identificar, son varias personas a la vez sin tener la cara de ninguna, pero aquella vez no, reconocí la voz de Sophie, sus palabras, sus piernas abiertas. En el compartimento del coche cama donde hasta entonces estábamos solos entra otra pareja: el señor y la señora Fujimori. Ésta se nos une, sin remilgos. El entendimiento es inmediato y muy risueño. Sostenido por Sophie en una postura acrobática, penetro a la Fujimori, que pronto experimenta un rapto de placer. En ese momento, el señor Fujimori nos comenta que el tren ya no avanza. Está detenido en una estación, quizá desde hace un rato. Inmóvil en el andén iluminado con lámparas de sodio, un miliciano nos observa. Corremos las cortinas a toda prisa y, convencidos de que el miliciano va a subir al vagón para pedirnos cuentas de nuestra conducta, nos apresuramos a ponerlo todo en orden y a vestirnos para estar dispuestos, cuando él abra la puerta del compartimento, a asegurarle con el mayor aplomo que no ha visto nada, que lo ha soñado. Todo sucede en una mezcla excitante de aturdimiento y de risa tonta. Sin embargo, explico que no hay motivo de risa: corremos el riesgo de que nos detengan, nos lleven al puesto mientras el tren parte y Dios sabe lo que sucederá después, se perderá nuestro rastro, palmaremos sin que nadie nos oiga gritar en un calabozo subterráneo en el fondo de este pueblecito fangoso de la Rusia profunda. Sophie y la Fujimori se desternillan aún más al oír mis inquietudes, y al fin yo también río con ellas.

El tren se ha detenido, como en el sueño, a lo largo de un andén desierto pero vivamente iluminado. Son las tres de la madrugada, en alguna parte entre Moscú y Kotelnich. Tengo la garganta seca, dolor de cabeza, he bebido demasiado en el restaurante antes de partir a la estación. Con cuidado de no despertar a Jean-Marie, tendido en la otra litera, me infiltro entre las cajas de material que atestan el compartimento y salgo al pasillo, en busca de una botella de agua. En el vagón restaurante donde, unas horas antes, nos hemos ventilado los últimos vodkas, ya no sirven. La luz se reduce a una lamparita por mesa. Cuatro militares, que han tomado sus precauciones, siguen no obstante la juerga. Cuando paso junto a ellos me ofrecen un vaso que declino y, al seguir avanzando, reconozco a Sasha, nuestro intérprete, desplomado sobre su asiento y roncando fuertemente. Me siento un poco más lejos, calculo el desfase horario, medianoche en París, no es demasiado tarde, intento llamar a Sophie para contarle este sueño que me parece extraordinariamente prometedor pero el móvil no tiene cobertura y entonces abro mi libreta y lo anoto.

¿De dónde salen los Fujimori? No me lo pregunto mucho tiempo. Es el nombre del presidente peruano, de origen japonés, sobre el cual había un artículo en Libération esta mañana. Lo he leído en el avión, en diagonal: los asuntos de corrupción que acaban de costarle el cargo no me apasionan. En la página de enfrente, en cambio, otro artículo me ha intrigado. Hablaba de unos japoneses desaparecidos cuyas familias estaban convencidas de que los habían secuestrado y retenido en Corea del Norte, algunos desde hacía treinta años. Ningún hecho reciente explicaba este artículo, del que cabía preguntarse por qué aparecía aquel día y no algún otro, e incluso aquel año en vez de otro: no había habido una manifestación organizada por las familias ni un aniversario ni un elemento nuevo en el expediente, archivado desde hacía mucho tiempo, si es que alguna vez había estado abierto. Daba la impresión de que el periodista había entablado por azar, en el metro, en un bar, relación con gente cuyo hijo o hermano había desaparecido sin dejar rastro en los años setenta. Para afrontar el horror de la incertidumbre, esas personas se habían contado esta historia y luego, mucho después, se la habían contado a un desconocido que a su vez la contaba. ¿Era una historia verosímil? ¿Había tal vez, a falta de pruebas, presunciones que la sostuvieran, una argumentación, al menos? Me parece que de haber sido yo el redactor jefe del periodista le habría pedido que llevara más lejos su investigación. Pero no, él informaba solamente de que unas personas, unas familias, creían que sus parientes desaparecidos estaban presos en campos de Corea del Norte. Muertos o vivos, ¿cómo saberlo? Lo más probable era que muertos, de hambre o a causa de los golpes de los carceleros. Y si aún vivían, no debían de tener ya nada en común con los jóvenes a los que se había visto por última vez treinta años antes. Si les encontraban, ¿qué podrían decirles? Y ellos, ¿qué dirían? ¿Era deseable encontrarlos?

El tren se ha puesto en marcha, atraviesa bosques. No hay nieve. Los cuatro militares se han ido a dormir por fin. En el vagón restaurante donde tiemblan las lamparillas sólo quedamos Sasha y yo. En un momento de la noche, Sasha se agita y se incorpora a medias. Su cabezota con el pelo revuelto surge de detrás del respaldo del asiento. Me ve escribiendo sentado a una mesa y frunce el entrecejo. Le dirijo una pequeña señal aplacadora, como diciendo: vuelve a dormir, todavía hay tiempo, y él se queda dormido, sin duda seguro de que ha soñado.

Cuando fui cooperante en Indonesia, hace veinticinco años, circulaban entre los viajeros historias horripilantes y en su mayoría ciertas sobre las cárceles donde encierran a la gente a la que han detenido con droga. En los bares de Bali siempre había un barbudo con una camiseta sin mangas contando que él se había librado por los pelos y que un amigo suyo, menos afortunado, purgaba en Bangkok o Kuala Lumpur ciento cincuenta años de muerte lenta. Una noche en que hablábamos de esto desde hacía horas, con una indiferencia feroz, un tipo al que yo no conocía contó otra historia, quizá inventada, quizá no. Era la época en que existía aún la Unión Soviética. El tipo explicaba que cuando tomas el transiberiano está estrictamente prohibido bajarse en el itinerario, apearse por ejemplo en una estación para hacer turismo mientras esperas el siguiente tren. Ahora bien, parece ser que a lo largo de la vía férrea hay ciudades perdidas donde se encuentran unos hongos alucinógenos excepcionales: la historia, según el público, puede contarse modificando el reclamo: alfombras muy raras y muy baratas, joyas, metales preciosos… Así que algunos audaces se arriesgan a desoír la prohibición. El tren para tres minutos en una pequeña estación de Siberia.

Hace un frío que pela, no hay ciudad, sólo cabañas: una zona siniestra, fangosa, que parece despoblada. Sin hacerse notar, el aventurero se apea. El tren parte, él se queda solo. Con su mochila a la espalda, abandona la estación, es decir, el andén de tablones podridos, chapotea en los charcos, entre empalizadas y alambradas, y se pregunta si en realidad ha sido una buena idea. El primer ser humano con el que topa es una especie de gamberro degenerado que le sopla a la cara un aliento espantoso y le suelta un parlamento cuyos matices se pierden (el viajero sólo habla unas palabras de ruso, y lo que habla el vándalo quizá no sea ruso), pero el sentido general es claro: no puede pasearse así, va a detenerle la policía. ¡Milicia!… ¡Milicia! Sigue un torrente de palabras incomprensibles, pero, con ayuda de la mímica, el viajero comprende que el vagabundo le ofrece hospedarle hasta el próximo tren. No es una propuesta muy atrayente, pero no tiene alternativa y quizá, en definitiva, se presente la ocasión de hablar de hongos o de joyas. Sigue a su anfitrión y entra en un cuchitril infecto, calentado por una estufa humeante, donde están reunidos otros tipos aún más patibularios. Sacan una botella de matarratas, beben, hablan mirando al forastero, repiten a menudo la palabra milicia, es la única que él reconoce y, con razón o sin ella, se imagina que hablan de lo que sucederá si cae en manos de la milicia. No se librará de una buena multa, ¡oh, no!, todos se ríen a mandíbula batiente. No, no volverán a verle nunca. Aunque le esperen en la terminal, en Vladivostok, se percatarán de su ausencia y punto. Por más escandalera que armen su familia, sus amigos, nunca lo sabrán, nunca intentarán averiguar dónde desapareció. El viajero trata de razonar consigo mismo: quizá no es en absoluto lo que dicen, quizá hablan de las mermeladas que hacen sus abuelas. Pero no, sabe muy bien que no es así. Sabe muy bien que hablan de la suerte que le espera, ya ha comprendido que más le habría valido caer en manos de esos milicianos corruptos con que le amenazan tan jovialmente, que de hecho

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