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Francis Scott Fitzgerald - Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año

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Francis Scott Fitzgerald Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año

Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año: resumen, descripción y anotación

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Francis Scott Fitzgerald

Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año

ePub r1.0

Titivillus 06.05.16

Fitzgerald se casó con Zelda en 1920, y a lo largo de su vida ganó mucho dinero tanto por su trabajo en la industria cinematográfica como por sus artículos, cuentos y novelas. También derrochó mucho dinero y tardó años en aprender a gestionar sus ganancias o, por lo menos, contener los gastos.

Presentamos aquí reunidos dos artículos autobiográficos, dos brillantes muestras de su refinado talento, las crónicas de sus intentos fallidos de ahorrar, ambos publicados en 1924 en el Saturday Evening Post. En Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año, un retrato irónico y representativo de la clase media norteamericana, los Fitzgerald se mudan a las afueras de Nueva York y compran un libro de contabilidad en el que Zelda registra minuciosamente cada recibo en un intento desesperado de ahorrar. El éxito de ese primer artículo le animó a escribir una secuela: Cómo sobrevivir con casi nada al año. Esta vez la familia Fitzgerald se embarca rumbo a Europa donde creen que podrán vivir bien con poco dinero.

Cierra el libro el artículo «La declaración de la renta de F. Scott Fitzgerald» firmado por el profesor William J. Quirk y publicado en la revista The American Scholar.

CÓMO SOBREVIVIR CON 36.000 $ AL AÑO

Este artículo se escribió para The Saturday Evening Post, donde fue publicado el 5 de abril de 1924. Tal y como se sugiere —al menos veladamente—, tiene su origen en los seis meses de trabajo vertiginoso, de noviembre de 1923 a abril de 1924, durante los cuales Fitzgerald produjo once relatos y ganó algo más de 17.000 $ para pagar las deudas que había acumulado a lo largo del año anterior, y en particular a raíz de la producción de El vegetal. «La verdad es que el invierno pasado trabajé como un mulo —le contaba a Edmund Wilson en una carta—, pero casi todo era bazofia, y a punto estuvo de partirme el corazón y acabar con mi salud de hierro». Este comentario no es más que una expresión exagerada del deseo de ser un escritor serio y un hombre ordenado que siempre anidó en Fitzgerald. La desenfadada sensación de impotencia como uno de los «nuevos ricos» que se desprende del artículo es casi igual de exagerada, en parte, sin duda, porque ese tono era el adecuado para el Post, pero también porque su característico sentido de la naturaleza representativa de su caso particular y su aguda penetración en las actitudes del grupo al que representaba requerían esa clase de ironía.

Pocos son los autores que han logrado plasmar tan bien la impotencia cómica del nuevo rico en nuestra sociedad cambiante y —por esa misma razón— sometida a la etiqueta. Qué bien entiende la seducción del éxito («¡Anda ya, era imposible que yo fuese pobre: vivía en el mejor hotel de Nueva York!»), qué bien sabe que la mayoría de los nuevos ricos son «jóvenes afables un tanto desmejorados» con modales perfectos, con qué claridad comprende lo absurdo de los presupuestos que le permiten a uno «comprar el periódico del domingo una vez al mes o subscribirnos a un anuario». Es la historia real de un grupo (apenas se le puede llamar una clase en una sociedad en la que ningún grupo es lo suficientemente estable como para adquirir continuidad) al que, en un momento u otro, casi toda la sociedad estadounidense ha pertenecido, aunque a menudo de un modo menos espectacular y, por lo tanto, menos completo desde el punto de vista clásico que Fitzgerald.

CÓMO SOBREVIVIR CON CASI NADA AL AÑO

—Muy bien —dije esperanzado—, ¿cuánto suma en total el mes?

—Dos mil trescientos veinte dólares con ochenta y dos centavos.

Era el quinto de cinco largos meses durante los cuales habíamos probado todas las estratagemas que conocíamos para situar la cifra de los gastos fuera de peligro, por debajo de la cifra de ingresos. Habíamos conseguido comprar menos ropa, menos comida y menos caprichos; de hecho, lo habíamos conseguido todo salvo ahorrar dinero.

—Es mejor rendirse —sugirió mi mujer con pesimismo—. Mira, aquí hay otra factura que ni siquiera he abierto.

—Eso no es una factura: tiene un sello de Francia.

Era una carta. La leí en alto y, cuando hube terminado, nos miramos el uno al otro revolucionados y expectantes.

«No sé por qué no se viene todo el mundo aquí —decía—. Ahora mismo estoy escribiendo en una pequeña fonda de Francia en la que acabo de darme un festín de reyes regado con champán por la absurda cantidad de 61 centavos. Aquí vivir cuesta diez veces menos. Desde donde estoy sentado veo los picos cubiertos de los Alpes elevándose tras un pueblecito que ya era viejo cuando Alejandro Magno vino al mundo…».

La tercera vez que leímos la carta ya íbamos de camino a Nueva York en nuestro coche. Cuando, media hora más tarde, irrumpimos en el despacho de la naviera llevándonos por delante un buró y estampando al chico de los recados contra la pared, el encargado alzó la vista con moderado asombro.

A LA RIVIERA A AHORRAR

—No digan ni una palabra —nos cortó—. Son los duodécimos que vienen esta mañana, y me conozco el paño. Acaban de recibir una carta de un amigo que está en Europa y les cuenta lo barato que es todo, y quieren zarpar ahora mismo. ¿Cuántos van a ser?

—Con una niña —le dijimos sin aliento.

—¡Bien! —exclamó al tiempo que se ponía a repartir una baraja de naipes sobre el escritorio—. Las cartas dicen que afrontan un viaje largo e inesperado, que la enfermedad los acecha y que pronto conocerán a muchos hombres y mujeres de tez oscura que no les desearán ningún bien.

Cuando le tiramos por la ventana con todas nuestras fuerzas su voz llegó volando hasta nosotros desde algún punto entre la planta dieciséis y la calle:

—Salen dentro de una semana, de mañana en ocho días.

Ahora bien, cuando una familia se va al extranjero a economizar no va a la exposición colonial de Wembley ni a los juegos olímpicos; de hecho, ni siquiera se molesta en pasar por Londres o París, qué va: se va pitando a la Riviera, que es la costa meridional de Francia, famosa por ser la región más barata y más hermosa del mundo. Además, nosotros íbamos a la Riviera en temporada baja, que es algo así como ir a Palm Beach en julio.

Cuando la temporada de la Riviera termina, a finales de la primavera, todos los británicos y estadounidenses acaudalados se trasladan a Deauville y Trouville, y las casas de juego, los sombrereros y joyeros de moda y los ladrones de guante blanco echan todos a una el cierre a sus establecimientos y se van al Norte, siguiendo el rastro de sus presas. Los precios caen en el acto. Los naturales del país, que han estado viviendo de arroz y pescado durante todo el invierno, salen de sus cuevas, se compran una botella de tinto y se dan un pequeño chapuzón en ese mar azul que les pertenece.

Para dos derrochadores rehabilitados la Riviera en verano era música celestial. Dejamos, pues, nuestra casa en manos de seis corredores de fincas y zarpamos hacia Francia entre los aplausos ensordecedores de una muchedumbre de amigos en el muelle (ambos nos despidieron frenéticamente con la mano hasta que nos perdimos de vista).

Nos sentimos como si hubiésemos escapado del despilfarro y el ruido, así como de todos los extremos desquiciados por los que habíamos campado durante cinco años convulsos, del tendero que nos acechaba, de la niñera que nos acosaba y de la pareja que llevaba nuestra casa y nos conocía demasiado bien. Partíamos rumbo al Viejo Mundo para darle un nuevo ritmo a nuestras vidas, con la convicción real de que habíamos dejado atrás para siempre a nuestros antiguos yos… y con un capital de poco más de siete mil dólares.

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