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Francis Scott Fitzgerald - El crucero de la Chatarra Rodante

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Francis Scott Fitzgerald El crucero de la Chatarra Rodante

El crucero de la Chatarra Rodante: resumen, descripción y anotación

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El verano de 1920 F Scott y Zelda Fitzgerald tres meses de casados y hartos - photo 1

El verano de 1920, F. Scott y Zelda Fitzgerald, tres meses de casados y hartos de la tediosa Nueva Inglaterra, deciden jubilar su destartalado coche para embarcarse en un simulacro de odisea desde Connecticut a Alabama en busca de las «galletas y melocotones» propios de la infancia de Zelda. El crucero de la Chatarra Rodante, documenta una desventurada y simpática picaresca salpicada por momentos cómicos, desesperación y peligro de muerte, donde el coche resulta ser tan recalcitrante e impulsivo como sus pasajeros.

Francis Scott Fitzgerald El crucero de la Chatarra Rodante ePub r10 Titivillus - photo 2

Francis Scott Fitzgerald

El crucero de la Chatarra Rodante

ePub r1.0

Titivillus 09.08.17

Título original: The Cruise of the Rolling Junk

Francis Scott Fitzgerald, 1924

Traducción: Enrique Murillo

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Introducción El primer automóvil que F Scott y Zelda Fitzgerald poseyeron fue - photo 3

Introducción

El primer automóvil que F. Scott y Zelda Fitzgerald poseyeron fue el Marmon de segunda mano que compraron tras su boda en la primavera de 1920. Ninguno de los dos era un conductor experimentado, y Zelda lo destripó al estrellarlo contra una bomba de incendios. El 15 de julio de 1920 los Fitzgerald partieron de Westport (Connecticut) hacia Montgomery (Alabama) en el Marmon.

En el mes de junio de 1922 Fitzgerald terminó «un serial de viaje de veinticinco mil palabras, humorístico de punta a cabo, para el Post»; pero The Saturday Evening Post rechazó este relato. En el mes de septiembre Fitzgerald le dijo en una carta a Harold Ober, su agente: «Me pasé un mes trabajando en La Chatarra Rodante y aunque comprendo que desde el punto de vista técnico no es ninguna proeza, odiaría la perspectiva de regalarlo por 200 dólares. Creo que lo mejor será que me lo devuelvas, y en uno o dos meses quizá lo convierta en un cuento o tal vez algún día lo incorpore a una obra más larga». Más adelante, en octubre o noviembre, Fitzgerald le remitió a Ober una versión de 17.000 palabras, que le fue vendida finalmente por 300 dólares a la revista Motor, del grupo Hearst, que publicó el texto en tres entregas, de marzo a mayo de 1924. El auténtico «Expenso» fue vendido en Montgomery, y las fotos que ilustraron el artículo fueron hechas con un coche que posiblemente sea un Nash.

El crucero de la Chatarra Rodante es mucho más y mucho mejor que un simple resto nostálgico de obra menor fitzgeraldiana. Aparte de estar excelentemente escrito, nos proporciona una valiosa visión del otro lado de los años veinte norteamericanos; Fitzgerald, devoto creyente del éxito y el brillo, se enfrenta aquí al tosco provincianismo del Sur y sus Calles Mayores. El crucero de la Chatarra Rodante es, además, un documento de historia social, una «aventura automovilística» de la época en que los viajes en coche eran auténticas aventuras. Carreteras sin asfaltar, ausencia de moteles y de tarjetas de crédito… y la posible aparición, tal vez, de bandidos enmascarados entre Fredericksburg y Richmond.

Matthew J. Bruccoli

I

El sol, que había estado golpeando ligeramente mis párpados cerrados durante una hora, me aporreó de repente los ojos con potentes y cálidos martillazos. La habitación quedó inundada de luz, y las diluidas frivolidades del empapelado lloraron el florido triunfo del mediodía. Desperté en Connecticut y volví a la normalidad.

Zelda estaba despierta. Obvio, pues al cabo de un instante entró en mi cuarto cantando a voz en grito. Me gusta escuchar a Zelda cuando canta bajito, pero cuando lo hace gritando suelo ponerme yo a cantar también a gritos, para defenderme. De modo que empezamos a cantar una canción que hablaba de galletas. La canción contaba que allá en Alabama la gente desayuna galletas, lo cual hace que todos sean muy guapos y agradables y alegres, mientras que aquí, en Connecticut, todo el mundo come huevos y bacon y tostadas, lo cual hace que sean todos muy ceñudos y aburridos y desdichados, en especial cuando son personas que de pequeños fueron criados a base de galletas.

De manera que al final la canción terminó, y le pregunté a Zelda si le había pedido a la cocinera…

—Ni siquiera sabe qué es una galleta —me interrumpió quejumbrosamente Zelda—, y, en fin, ojalá pudiese al menos comerme unos melocotones.

Entonces se me ocurrió una idea alocada y de un brillo espectacular.

—Me vestiré —dije con voz afónica—, bajaremos y nos meteremos en el coche, que por lo que veo quedó ayer noche abandonado en el patio, pues te tocaba a ti el turno de guardarlo, pero estabas demasiado ocupada para hacerlo. Nos sentaremos en el asiento delantero, y nos iremos hasta Montgomery, Alabama, y allí comeremos galletas y melocotones.

Me quedé muy satisfecho en cuanto comprobé que ella estaba todo lo impresionada que yo esperaba. Pero se limitó a mirarme fijamente, fascinada, y dijo:

—No podemos. Ese coche no llegará tan lejos. Además, no deberíamos hacerlo.

Comprendí que esto no eran más que simples formalidades.

—Galletas —dije en tono insinuante—. ¡Melocotones! Rosados y amarillos, suculentos…

—¡No sigas! ¡No!

—Un sol cálido. Les daremos una sorpresa a tus padres. No les escribiremos avisando que vamos para allá, y así, dentro de una semana, podemos frenar delante de la puerta de su casa y decir que, como en Connecticut no encontrábamos comida, hemos decidido bajar hasta allí y zamparnos unas gall…

—¿Estaría bien el hacerlo? —suplicó Zelda, exigiendo estímulos imaginativos.

Comencé a trazar un cuadro etéreo en el que nos deslizábamos hacia el sur por los centelleantes bulevares de muchas ciudades, y luego por tranquilos caminos y fragantes valles cuyas ramas de madreselva nos enredarían el cabello con sus blancos y dulces dedos, para más adelante entrar en polvorientos pueblos rurales, en donde, con ojos asombrados, pintorescas jovencitas de anchos sombreros de paja contemplarían nuestro paso triunfal…

—Sí —objetó ella pesarosa—, si no fuera por el coche.

Y es así como llegamos a la Chatarra Rodante.

La Chatarra Rodante nació en primavera de 1918. Era de la altiva marca Expenso, y durante su infancia costaba algo más de tres mil quinientos dólares. Por supuesto, aunque nominalmente fuese y se esforzara por ser todo lo Expenso que su nombre indicaba, de forma extraoficial era la Chatarra Rodante, y era en esta segunda forma como la habíamos comprado varias veces. Una vez cada cinco años, aproximadamente, algunos fabricantes sacaban una Chatarra Rodante, y los vendedores, sabedores de que somos del tipo de personas a las que hay que venderles las Chatarras Rodantes, venían a vernos inmediatamente.

Pues bien, esta Chatarra Rodante en particular dio lo mejor de sí misma antes de llegar a nuestras manos. Más concretamente, una vez se le rompió el espinazo y la reparación no fue del todo satisfactoria, y los problemas resultantes hacían que cojeara marcadamente hacia un lado; también padecía diversas dolencias estomacales de tipo crónico, así como astigmatismo de ambos faros. No obstante, a su horripilante y tranqueteante modo, era un automóvil rapidísimo.

En cuanto a sus apéndices, la pobre Chatarra Rodante había cuidado tan poco de sí misma que prescindía de todas las herramientas con las solas excepciones de un decrépito gato y una manivela que, adecuadamente aplicada, podía llevar a efecto la sustitución de una rueda con el neumático pinchado o deshinchado por otra con el neumático en buen estado.

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