Introducción
En 1895, en Londres, lo personal se volvió político porque un dramaturgo irlandés confió demasiado en su suerte. A comienzos de año, Oscar Wilde era aclamado en todo Londres. Tenía poderosos amigos entre la élite intelectual, política y social. Poco a poco iba ganando un inmenso respeto como dramaturgo y artista, tras haber adquirido notoriedad en la década de 1880 por su ingenio y su mariposeo social. Podía hacer lo que le placiera. Escribía sus obras deprisa y sin esfuerzo; él mismo parecía moverse con el mismo espíritu entre la intimidad de su vida familiar y, cuando se aburría de eso, la vida en hoteles y lugares extranjeros. Era capaz de tratar con los grandes y bondadosos y luego pasar el tiempo placenteramente con hombres jóvenes de una clase social diferente, en general inferior a la suya. Asimismo, podía continuar su romance con el joven y hermoso lord Alfred Douglas, también llamado Bosie, a quien había conocido cuatro años antes, e intentar ignorar las quejas del padre de Douglas, el marqués de Queensberry, que estaba convencido de que su hijo estaba siendo corrompido. Estaba en la cumbre de su fama y su gloria; debía de parecer intocable. No obstante, en mayo estaba en la cárcel, abandonado por la mayoría de sus amigos, con la reputación arruinada y su nombre convertido en sinónimo de corrupción y maldad, mientras que el marqués de Queensberry se mostraba plenamente justificado. Wilde, cuya vida familiar se destruyó, fue declarado en bancarrota y se disponía a cumplir una pena de una severidad inimaginable.
En los años siguientes, cualquiera que escribiera sobre Oscar Wilde parecía haber conocido una faceta diferente de él. W.B. Yeats, por ejemplo, recordaba al Wilde casado a finales de la década de 1880.
Vivía en una casita en Chelsea que el arquitecto Godwin había decorado con una elegancia que le debía algo a Whistler […] Recuerdo vagamente un salón blanco con grabados de Whistler, colgados en unos paneles blancos, y un comedor todo blanco: las sillas, las paredes, la repisa de la chimenea y la alfombra, excepto una tela roja en forma de diamante colocada en medio de la mesa debajo de una estatuilla de terracota […] Tal vez fuera demasiado perfecto en su unidad […] y recuerdo haber pensado que la perfecta unidad de su vida allí, con su hermosa esposa y sus dos hijos pequeños, sugería alguna composición artística deliberada.
El hijo pequeño de Oscar Wilde, Vyvyan, también recordaba aquellos años, cuando su padre era «un verdadero camarada» de él y su hermano, «de una naturaleza tan aniñada que se deleitaba con nuestros juegos […] Cuando se cansaba de jugar, nos entretenía narrando cuentos de hadas, o relatos de aventuras, de los que tenía una reserva inacabable».
Entre los escritores de literatura infantil que admiraba Wilde, según su hijo, estaba Robert Louis Stevenson, cuyo libro El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde apareció en 1886, el año del nacimiento de Vyvyan. En aquella época, como escribió Karl Miller en su libro Dobles, «se declaró un ansia de pseudónimos, máscaras, nuevas identidades y nuevas concepciones de la naturaleza humana». Así, cuando Wilde se embarcó en la creación de sí mismo y de su personaje Dorian Gray, estaba siguiendo un ejemplo muy arraigado en el espíritu de la época.
En aquella época, en torno a la publicación de la novela de Wilde El retrato de Dorian Gray en 1891, Londres era el lugar donde muchos artistas —incluidos W.B. Yeats, George Bernard Shaw, Joseph Conrad y Henry James— dejaban que florecieran y además se multiplicaran su doble personalidad y su obra llena de yoes enmascarados, agentes secretos, copartícipes secretos y secretos sexuales. En Londres, Wilde era al mismo tiempo un inglés y un irlandés, un aristócrata y un patriota irlandés, un hombre de familia y un hombre que jamás parecía estar en casa, un diletante y un artista entregado. Adondequiera que fuera, dejaba atrás, en algún desván de su cabeza, un yo opuesto que había desechado recientemente.
Todos los hombres, subrayó W. B. Yeats durante aquel mismo período, tienen «algún lugar, alguna aventura o alguna fotografía que son la imagen de su vida secreta». se le ocurrió la idea del relato «La vida privada», en el que el sociable escritor que se encontraba en el salón al mismo tiempo estaba solo mientras su otro yo trabajaba en su estudio. En aquellos años, el escritor era dos personas o no era nadie.
Los sentimientos de un escritor también podían reflejarlo. James temía y envidiaba por igual a Oscar Wilde. Temía el hecho de que Wilde fuera irlandés al tiempo que se afanaba por ocultar que sus propios abuelos eran de origen irlandés o habían nacido en Irlanda; temía la homosexualidad de Wilde al tiempo que se afanaba por aniquilar la suya propia; envidiaba la sociabilidad de Wilde al tiempo que anhelaba una soledad cada vez mayor; y envidiaba el público de Wilde al tiempo que se lamentaba por los menguantes beneficios de su propia obra.
En febrero de 1895, cuando la desastrosa obra teatral de James Guy Domville fue retirada y remplazada por La importancia de llamarse Ernesto de Wilde, James escribió a su hermano: «Creo que la farsa de Oscar Wilde que siguió a Guy Domville es un gran éxito, y con sus dos éxitos fulgurantes en cartel a la vez debe de estar amasando una fortuna». De repente, había conseguido ser rico y pobre a la vez.
«Wilde —escribió Declan Kiberd— fue el primer gran artista que desacreditó la idea romántica de la sinceridad y la remplazó por el imperativo más oscuro de la autenticidad: vio que al ser fiel a un único yo, un hombre sincero podía ser falso con media docena de otros yoes.» En retrospectiva puede parecer acertado, si se considera que la carrera de Wilde fue constante, planificada y meditada a conciencia, como un relato o una obra de arte. No obstante, si consideramos a Wilde durante los pocos meses antes de que fuera a la cárcel, como debió de aparecer ante sus contemporáneos o, de hecho, ante sí mismo, su vida y su obra se revelan más bien accidentales y contradictorias, dictadas por fuerzas y sentimientos fuera de control, y desencadenadas por una serie de acciones y decisiones que podrían haber sido muy diferentes.
Como escribió en 1938 George Bernard Shaw, que conoció a Wilde durante sus años de fama como dramaturgo: «No debe olvidarse que, a pesar de que por cultura Wilde era un ciudadano de todas las capitales civilizadas, de raíz era un irlandés muy irlandés, y, como tal, un extranjero en todas partes menos en Irlanda». Henry James compartía con Wilde la fascinación por las maneras y las costumbres de aquella clase. Y todos aquellos escritores compartían un ingrediente esencial con la gente en cuyo país se habían establecido: el dominio de la lengua inglesa. Para ellos constituía una especie de coartada que les permitía brillar en las páginas y los escenarios, y les daba inmensas posibilidades para la invención y el disfraz. El viaje de un yo al otro les confería su estilo; su estilo, a su vez, les ofrecía un trato sencillo con los ingleses. El problema radicaba en el término medio.
Los padres de Oscar Wilde también estaban inmersos en ambigüedades; eran miembros de una clase dirigente irlandesa que, a través del trabajo del padre como anticuario y del nacionalismo y la poesía de la madre, había ofrecido su fidelidad tanto a la Irlanda del pasado, anterior a la invasión inglesa, como a la Irlanda del futuro, que sería independiente de Inglaterra. Pertenecían a un distinguido grupo de aristócratas y bohemios protestantes irlandeses que lograron seguir siendo la clase dirigente en Irlanda y una clase divertida en Londres, mientras perseguían, directa o indirectamente, la destrucción del poder inglés en Irlanda.