Los créditos fotográficos aparecen entre paréntesis.
1. Una recreación del mapa del mundo de Ptolomeo (Corbis)
2. Constantinopla a mediados del siglo XVI (Ann Ronan Picture Library/Heritage Images)
3. La bahía de Batavia, Indias Orientales Holandesas (Ann Ronan Picture Library/Heritage Images)
4. Grabado que conmemora la derrota de Tipú Sultán (Corbis)
5. La entrada del comodoro Matthew Perry en el puerto de Tokio (Corbis)
6. Soldados franceses durante la Rebelión de los bóxers (Corbis)
7. Mahatma Gandhi durante la «Marcha de la sal» en la India, 1930 (Corbis)
8. Ensayo nuclear, islas Marshall, 1952
9. Banderas en la plaza de Tiananmen (Corbis)
L ISTA DE MAPAS
1. El mundo islámico en 1450
2. La China de los Ming
3. El Imperio portugués en Asia
4. La expansión rusa, 1462-1600
5. La expansión otomana, h. 1600
6. La expansión mogola
7. La expansión Ching hasta 1760
8. Imperio mogol, h. 1700
9. Gran Bretaña y Francia en Norteamérica, h. 1750
10. La expansión rusa hasta 1815
11. La India en 1805
12. Norteamérica en 1860, con las principales vías férreas incluidas
13. La India en 1857
14. China en 1860
15. La expansión de Egipto, 1821-1879
16. La apertura de África a partir de 1870
17. Apostaderos y bases de la marina británica
18. La expansión japonesa hasta 1914
19. Oriente Próximo en 1914
20. La crisis de la guerra, 1918
21. Oriente Próximo tras 1918
22. El avance japonés en China
23. Los límites del poder nazi en 1942
P RÓLOGO
L a muerte de Tamerlán en 1405 fue un punto de inflexión en la historia universal. Tamerlán fue el último de la serie de «conquistadores del mundo» pertenecientes a la tradición de Atila y Gengis Kan que trataron de someter a toda Eurasia —la «isla mundo»— al dominio de un único e inmenso imperio. No habían pasado aún cincuenta años de su muerte cuando los Estados marítimos del Lejano Oeste euroasiático, con Portugal en vanguardia, comenzaron a explorar las rutas navales que habrían de convertirse en los nervios y arterias de grandes imperios marítimos. Esta es la historia de lo que ocurrió a partir de ese momento.
Es un relato que nos resulta familiar hasta que lo examinamos más de cerca. El ascenso de Occidente a la supremacía global por la vía del imperio y la preeminencia económica es una de las piedras angulares de nuestro conocimiento histórico, y nos ayuda a ordenar nuestra visión del pasado. En muchos de los relatos al uso parece poco menos que inevitable, la ruta principal de la historia, que convirtió a todas las alternativas en carreteras secundarias o callejones sin salida. Al disolverse los imperios europeos, en su lugar aparecieron nuevos Estados poscoloniales, a la vez que la propia Europa se convertía en parte de «Occidente», una liga de ámbito mundial bajo el liderazgo de Estados Unidos. En parte, este libro pretende mostrar que el tiempo transcurrido desde la época de Tamerlán hasta la nuestra ha sido mucho más disputado, confuso y azaroso de lo que sugiere esa leyenda. Esto es algo suficientemente obvio de por sí, pero de lo que se trata es de demostrarlo colocando a Europa (y a Occidente) en un contexto mucho más amplio: entre los proyectos de construcción de imperios, Estados y culturas de otras partes de Eurasia. Solo así es posible aprehender cabalmente el curso, la naturaleza, la magnitud y los límites de la expansión europea, y apreciar algo más claramente los orígenes de nuestro mundo contemporáneo.
Este libro no se habría podido escribir sin el enorme volumen de textos nuevos aparecidos en los últimos veinte años, tanto sobre historia «global» como sobre las historias de Oriente Próximo, la India, el Sudeste asiático, China y Japón. Por supuesto, no ha sido solo en tiempos recientes cuando los historiadores han insistido en una perspectiva global del pasado; al fin y al cabo, se trata de una tradición que se remonta a Heródoto, y en la mayor parte de las historias yace oculta una serie de conjeturas acerca de lo que se supone que sucedió en otras partes del mundo. El estudio sistemático de los vínculos entre distintas partes del mundo es, sin embargo, algo relativamente reciente. «El estudio del pasado solo puede ser válido cuando se comprende plenamente que todos los pueblos tienen historia, que sus historias devienen de forma concurrente y en el mismo mundo y que el acto de compararlas es el principio del conocimiento», escribe Frederick Teggart en su Rome and China (Berkeley, 1939). Este reto fue asumido a una escala monumental por W. H. McNeill en The Rise of the West [El ascenso de Occidente], cuyo título no da una idea de su asombrosa amplitud de espectro y sutileza intelectual. En los últimos años, han aumentado en una medida enorme los recursos dedicados a la historia global y no occidental. El impacto económico, político y cultural de la «globalización» es una de las razones, pero quizá hayan sido igualmente importantes los efectos de diásporas y migraciones (que crearon una tradición histórica móvil y «antinacional») y la liberalización parcial de muchos regímenes (el caso más señalado sería el de China) en países en los que la historia se había venido tratando como propiedad privada del Estado. Las nuevas perspectivas, nuevas libertades y nuevos públicos lectores, deseosos de extraer nuevos significados de la historia, han alimentado una vasta producción de literatura histórica. El efecto de todo ello ha sido abrir nuevas ventanas a un pasado que antes solo parecía accesible por una única ruta, la historia de la expansión europea. Se ha vuelto mucho más fácil que hace una generación ver que la trayectoria a través de la que Europa llegó al mundo moderno compartía muchos rasgos con los cambios sociales y culturales ocurridos en otras partes de Eurasia, y que el acceso de Europa a la primacía fue posterior, y bastante más matizado de lo que a menudo se nos hace creer.
Mi deuda con el trabajo de otros historiadores resultará evidente por las notas que acompañan cada capítulo. Mi primera experiencia de la fascinación de contemplar la historia universal como un todo interconectado la tuve como alumno del tristemente fallecido Jack Gallagher, cuya imaginación histórica no tenía límites. He aprendido muchísimo de mis colegas de Oxford en los ámbitos de la historia imperial y global, Judith Brown, David Washbrook, Georg Deutsch y Peter Carey, y me he aprovechado de los conocimientos especializados de muchos otros colegas de la universidad y más allá, cuyas sabias palabras he tratado de recordar. Mis ideas sobre las cuestiones económicas han mejorado mucho gracias al contacto con la Global Economic History Network, creada por Patrick O’Brien como foro para tratar sobre los caminos divergentes del cambio económico en distintas partes del mundo. Algunas de las ideas presentes en este libro surgieron de discusiones con James Belich y Phillip Buckner en varios «seminarios itinerantes». El estímulo de enseñar a tantos alumnos de talento ha sido indispensable, y mi formación histórica se ha ampliado enormemente supervisando muchas tesis doctorales a lo largo de los últimos veinte años. Estoy especialmente agradecido a los amigos y colegas que hicieron comentarios sobre las primeras versiones de los capítulos que siguen: Richard Bonney, Ian Phimister, Robert Holland, Martin Ceadel y Andrew Hurrell. Los errores y omisiones son responsabilidad mía.