La cuestión de la transliteración es causa de desacuerdo entre los historiadores. En un libro como este, que utiliza fuentes primarias escritas en lenguas muy diferentes, es imposible emplear una única regla para los nombres propios. He preferido utilizar Gengis Kan, Trotski, Gadafi y Teherán a pesar de que quizá otras transliteraciones sean más exactas; por otro lado, evito utilizar las alternativas occidentales para Beijing (Pekín) y Guangzhou (Cantón). Los lugares que han cambiado de topónimo plantean un problema particularmente complicado. Llamo Constantinopla a la gran ciudad sobre el Bósforo hasta el final de la primera guerra mundial, momento en que empiezo a referirme a ella como Estambul; hablo de Persia hasta 1935, cuando el país cambió formalmente de nombre por el de Irán. Espero que el lector acostumbrado a reclamar mayor coherencia en estas cuestiones sepa ser paciente.
PREFACIO
De niño, una de mis posesiones más preciadas era un gran mapa del mundo. Estaba clavado en la pared, al lado de la cama, y cada noche, antes de quedarme dormido, pasaba un rato mirándolo con atención. No tardé mucho tiempo en aprender de memoria los nombres y ubicaciones de todos los países, con sus capitales, así como los océanos y los mares y los ríos que desembocaban en ellos; los nombres de las cadenas montañosas y desiertos más importantes estaban escritos en una cursiva apremiante que prometía aventuras y peligros.
Para cuando llegué a la adolescencia, había empezado a molestarme el enfoque implacablemente estrecho de las clases de geografía que recibía en la escuela, las cuales se concentraban de forma exclusiva en Europa occidental y Estados Unidos y en las que la mayor parte del resto del mundo no tenía cabida. En la asignatura de historia estudiábamos la Britania romana, la conquista normanda de 1066, Enrique VIII y los Tudor, la guerra de independencia de Estados Unidos, la industrialización victoriana, la batalla del Somme, el ascenso y la caída de la Alemania nazi. Y yo miraba mi mapa del mundo y veía regiones enormes de las que nunca nos ocupábamos.
Cuando cumplí catorce años mis padres me regalaron un libro del antropólogo Eric Wolf, que fue para mí un auténtico detonador. Wolf escribía que la historia de la civilización aceptada, y perezosa, era una en la que «la Grecia antigua engendró a Roma, Roma engendró la Europa cristiana, la Europa cristiana engendró el Renacimiento, el Renacimiento engendró la Ilustración, la Ilustración engendró la democracia política y la revolución industrial. La industria se mezcló con la democracia para engendrar a su vez a los Estados Unidos, la encarnación de los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». De inmediato me di cuenta de que ese era exactamente el relato que me habían contado: el mantra del triunfo político, cultural y moral de Occidente. Ese relato, sin embargo, era defectuoso: había formas alternativas de ver la historia, formas que no implicaban ver el pasado desde la perspectiva de los vencedores de la historia reciente.
Yo estaba cautivado. De repente, resultaba obvio que las regiones sobre las que no nos enseñaban nada en la escuela habían quedado en el olvido, ahogadas por la insistencia en el relato del ascenso de Europa. Le rogué a mi padre que me llevara a ver el mapamundi de Hereford, que sitúa Jerusalén en el centro mientras que Inglaterra y los demás países occidentales aparecen a un lado, como territorios básicamente irrelevantes. Cuando leí que había geógrafos árabes que acompañaban sus obras con mapas que parecían estar al revés y en los que el mar Caspio figuraba en el centro, quedé estupefacto; y volví a sentirme así cuando descubrí que en Estambul se conservaba un importante mapa turco de la Edad Media en el que el lugar central lo ocupaba una ciudad llamada Balāsāghūn, un sitio del que yo nunca había oído hablar, que no aparecía en ningún otro mapa y cuya ubicación misma había sido objeto de duda hasta épocas recientes, y que, no obstante, en otro tiempo era considerado el centro del mundo.
Yo quería saber más acerca de Rusia y Asia Central, acerca de Persia y Mesopotamia. Quería entender los orígenes del cristianismo desde la perspectiva de Asia y cómo eran las cruzadas para quienes vivían en las grandes ciudades de la Edad Media: Constantinopla, Jerusalén, Bagdad y El Cairo, por ejemplo; quería aprender más sobre los grandes imperios de Oriente, sobre los mongoles y sus conquistas; y comprender cómo se veían las dos guerras mundiales cuando se las consideraba no desde Flandes o el frente oriental, sino desde Afganistán y la India.
El hecho de que pudiera aprender ruso en la escuela fue, por tanto, una suerte extraordinaria. Mi profesor fue Dick Haddon, un hombre brillante que había prestado servicio en la inteligencia naval y estaba convencido de que la mejor forma de entender la lengua rusa y su dusha (o alma) era a través de las grandes obras literarias y la música campesina. Y me sentí todavía más afortunado cuando además se ofreció a darnos clases de árabe a quienes estuviéramos interesados, lo que nos permitió a media docena de estudiantes introducirnos en la cultura y la historia del islam y sumergirnos en la belleza del árabe clásico. Estas lenguas contribuyeron a abrir la puerta de un mundo que estaba a la espera de ser descubierto o, como pronto supe, redescubierto por Occidente.