Para Lew y Deryk, quienes han compartido el camino. (L.S.)
Para mi esposa Rodi, mi compañera en la vida: “y serán una sola carne” (Génesis 2.24);
y mis hijos Talya, Eliezer, Ari y Avi:
“Los hijos son una herencia de Dios” (Salmo 127.3). (S.V.)
Contenido
Todo el mundo se sabe los Diez Mandamientos, ¿verdad? Veamos: Dicen algo sobre robar, mentir, matar … ah … pero eso son solo tres … Son más las personas que dicen vivir según los Diez Mandamientos que los que saben concretamente qué son, y ni hablar de lo que realmente significan. ¿Y por qué habrían de saberlo? ¿Qué tan importantes son, al fin de cuentas? Vivimos en un mundo moderno y esos sucesos, ideas e historias bíblicas son de tiempos antiguos. ¿Cómo van a tener valor en esta, la era de la propulsión a chorro y del desarrollo nuclear?
Cada día tomamos innumerables decisiones al parecer insignificantes acerca de cosas que no parecen realmente capaces de sacudir la Tierra. Así que, ¿qué importa que no cumplamos una promesa? Muchas veces se incumplen promesas, y las personas lo superan y siguen adelante. ¿Y si somos infieles a nuestro cónyugue? Tenemos derecho al placer y a la satisfacción propia. ¿Y si estamos demasiado concentrados en el trabajo, la televisión o las discotecas para pasar tiempo con la familia? Nadie tiene derecho a decirnos qué hacer. ¿Y qué si la religión no es gran cosa en nuestra vida? Las personas religiosas son hipócritas y Dios es un mito tonto para los débiles.
Cuando uno suma todos los “¿y si …?” termina con una vida sin dirección, significado, propósito, valor, integridad y alegría a largo plazo. Lo que muchas personas no han aprendido acerca de la Biblia es que está llena de sabiduría y dirección, que puede elevar nuestra vida por encima de la existencia animal hacia los niveles sublimes que la humanidad es capaz de experimentar.
Conocí al rabino Vogel en 1995 cuando empecé mi recorrido religioso que culminó con la conversión de toda mi familia al Judaísmo Ortodoxo en 1998. La decisión conjunta de escribir acerca de los Diez Mandamientos tiene su origen en nuestra pasión compartida por la Biblia y en nuestro deseo de compartir los valores judeo-cristianos que se derivan de ella. Aunque este libro ha sido una colaboración (¡discutimos con deleite sobre las Escrituras!), he utilizado la primera persona del singular para evitar la confusión creada por múltiples voces y, en algunos casos, para hablar sobre asuntos que son de especial importancia para mí.
No se supone que este sea un estudio exhaustivo y académico sobre la Biblia. Es una actualización moderna de la palabra de Dios. En Los Diez Mandamientos, tomaremos lo que al parecer son expresiones directas y sucintas (“Harás …” y “No harás …”) y las llevaremos a su conceptualización más plena para demostrar cómo, a través de su aplicación, su vida puede ser más satisfactoria, significativa, moral e incluso santa.
Este libro está lleno de ideas, emociones y humor. Lo conmoverá, lo ilustrará, lo instruirá e incluso a veces lo frustrará, lo educará y lo entretendrá. Ni siquiera será capaz de mirar nuevamente los sucesos más mundanos de su vida exactamente de la misma forma. Después de leer este libro, se detendrá a pensar sobre cuál es la forma correcta de actuar. Aunque a lo mejor, en ese momento, se sienta enojado por lo que su alma y su psiquis le indican, en última instancia se sentirá esclarecido y elevado. Se lo prometemos.
—D RA . L AURA C. S CHLESSINGER J UNIO 1998
“Dios, le Presento a Laura; Laura, Este es Dios”
Creer en Dios es una experiencia relativamente reciente en mi vida. Mi padre, un judío nacido en Brooklyn, Nueva York, nunca mencionó a Dios ni a la religión ni al judaísmo—excepto para hacer una crítica acerca del servicio judío de Pascua. Comentó cómo, a una temprana edad, había salido de la celebración del seder pascual de sus padres gritando “no voy a celebrar el asesinato masivo de niños egipcios.”
“Vaya, ¡eso es terrible!,” pensé, y ese tema o cualquier cosa acerca del judaísmo, para el caso, dejó de ser discutida para siempre.
Imaginen mi sorpresa cuando, unos cuarenta años después, mientras asistía al seder pascual en una sinagoga, llegamos a la parte en que se recitan las Diez Plagas, que culminan con la muerte de los primogénitos de Egipto, y metimos el dedo en vino tinto y dejamos caer sobre un plato las lágrimas simbólicas de compasión, simpatía y angustía de parte del pueblo judío en respuesta al sufrimiento de los egipcios. Imaginen la cólera que sentí contra mi padre cuando comprendí que la experiencia del éxodo egipcio era un relato acerca de la redención de un pueblo de la esclavitud para entrar en alianza con Dios y traer a todas las gentes Su carácter y Su deseo de amor y comportamiento ético universal y no un estudio en salvajismo como lo había dado a entender el resumen negativo y sentencioso que había hecho mi padre de una magnífica historia de cuatro mil años.
Mi madre nació en Italia en el seno de una familia católica, conoció a mi padre cuando este participaba en la liberación del norte de Italia llevada a cabo por los soldados estadounidenses, y se casó con él al final de la guerra, en 1946. Su única contribución a mi formación religiosa fue decir que los católicos estadounidenses se toman mucho más a pecho la religión que los italianos y que detestaba a los sacerdotes porque mientras ellos andaban por ahí bien vestidos y alimentados, la gente se moría de hambre.
Una vez, en mi adolescencia, mis padres me preguntaron si yo creía en Dios. “Claro que no,” respondí con certeza. “Eso es algo como de otra dimension.” Ahora que lo recuerdo, pienso que los tomó por sorpresa. Debo preguntarme por qué, si uno me había dicho que Dios era un sádico y la otra que los hombres de Dios eran egoístas y codiciosos. No hubo conversaciones acerca de Dios ni oraciones, ni prácticas religiosas, ni adoración.
Probablemente al darse cuenta de que habían cometido un error o porque sentían que algo hacía falta en su propia vida, mis padres decidieron hacer algo religioso cuando yo tenía unos dieciséis años. Encontrándose en “el punto medio” entre sus diferentes orígenes religiosos y creencias, se inscribieron en una iglesia unitaria local. Recuerdo mi confusión acerca de la literatura del servicio semanal que elogiaba el “no dogma” y la ausencia de mandamientos, mientras que el coro entonaba bellas canciones acerca de Jesucristo. Los unitarios enseñaban que había belleza y verdad en muchas tradiciones y que creer en Dios o en Jesús como divinidades era opcional. Tuve la misma reacción a esta variada opción de platos tradicionales que uno tiene cuando en un restaurante le llenan a uno el plato de alimentos que no logra distinguir. Perdí el apetito.
No quiere decir esto que yo llevara una vida sin moralidad o ética. Mis padres me enseñaban qué estaba bien y qué no. No estaba bien responder con altanería a los padres, utilizar malas palabras, mentir, robar, desobedecer a la autoridad, llegar a casa tarde o no decir con claridad dónde había estado o qué estaba haciendo, herir los sentimientos de los demás, fumar, beber, tener relaciones sexuales, y demás.
¿Cuál era la autoridad que respaldaba estas normas? La policía podía detenerme, los amigos podían odiarme o mi padre podía darme unas palmadas. La autoridad tras estas normas eran las consecuencias que a la larga me causarían dolor, arrepentimiento e infelicidad. El miedo es muy motivador … pero solo durante un tiempo. A medida que crecía, la influencia de la literatura sobre héroes e ideales, el refuerzo sobre conceptos de virtud que recibía en la escuela, y las admoniciones de mis padres de que la bondad y la decencia son en sí mismas la recompensa, apoyaron mi capacidad de elevarme por encima de la mayoría de las tentaciones que ofrece la libertad de vivir en un dormitorio universitario.
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