«No es un hombre más que otro si no hace más que otro».
Introducción
Se procurará en lo que sigue no incurrir en resbaladizas disquisiciones morales sino dejar constancia de los hechos. No porque los actos humanos colectivos o de naturaleza histórica deban estar libres de juicio moral, sino porque antes de aplicar el dictamen de bueno o malo en estos, como en todos los casos, hay que determinar cuáles son esos hechos. Por otra parte, el juicio moral en la historia es planta muy delicada y suele ser arrastrada por prejuicios conscientes e inconscientes. Es relativamente fácil juzgar un acto humano individual, y aun así a veces resulta muy arduo. Cuando empiezan a multiplicarse exponencialmente los factores en juego, las causas y los efectos interaccionan entre sí de manera tan apretada y circular que no se puede determinar honradamente cuál es la causa y cuál el efecto. Frente a este desafío, no hay más receta para ser honrado que la humildad.
Es posible (o no) que el ser humano fuese más feliz viviendo en un estado de perfecta igualdad edénica y que este ideal sea moralmente superior a otros, pero el hecho es que ni los mansos franciscanos ni los más circunspectos budistas lo han conseguido. Guste o no a los perseguidores de utopías, la verdad es que la mayoría de los seres humanos prefiere ser rico a ser pobre y que no hay grupo de nuestra especie con un mínimo éxito reproductivo que no viva bajo alguna forma de organización jerarquizada. La jerarquía y el poder existen en todas las sociedades humanas y también en otras muchas no humanas. Quizá sería muy bonito que no fuera así, pero para nuestra desgracia desconocemos cómo se organizan los cuerpos sin esta ley de la gravedad social. Algunos antropólogos piensan que el éxito evolutivo del Homo sapiens frente al neandertal se debió a que fue capaz de organizar (jerarquizar) grupos numerosos, mientras que el neandertal vivía en pequeños clanes familiares de unas veinte personas y no construyó unidades mayores. Quizá eran muy sabios y no quisieron, pero de ellos solo sabemos una cosa cierta y es que se extinguieron.
Alguien manda siempre, y solemos odiar o admirar a quien lo hace por el mero hecho en sí, ciega e irreflexivamente, cuando el verdadero asunto moral es cómo manda el que manda cuando le toca mandar. Porque nadie manda mucho tiempo sin el consentimiento explícito o silencioso de los mandados. El mando es responsabilidad, y el que manda tiene que asumir muchas responsabilidades y hacerles frente. No puede desertar de ellas o perderá el mando. Asume riesgos, toma decisiones, enfrenta errores. Por eso es tan cómodo que mande otro.
Desde que tenemos noticia de nosotros mismos, vemos que los seres humanos han tendido a crear enormes estructuras sociopolíticas que llamamos «imperios». Si nos atenemos a la definición extensiva, un imperio es una organización política independiente que tiene al menos un millón de kilómetros cuadrados. Y eso no es algo nuevo hoy, cuando podemos cómodamente viajar al lugar más distante del globo en menos de veinticuatro horas. Esto ha ocurrido desde los comienzos de nuestra historia, cuando desplazarse sobre la superficie del planeta era trabajoso y arriesgado, y la mayor velocidad se alcanzaba a lomos de un caballo o sobre frágiles naves sujetas al albur impredecible de los vientos. Pero tales dificultades no parecen haber arredrado a nuestros antepasados, que se empeñaron y lograron construir un imperio tras otro. Partamos del axioma de que el ser humano no es por naturaleza suicida y de que tiende a obrar en su mayor beneficio. Si esto es así, alguna ventaja ha debido hallar nuestra especie en estas macroestructuras políticas. De otro modo no se entiende que hayan surgido una y otra vez, siglo tras siglo y en todo el planeta.
A este misterio hay otro que lo acompaña. Lo podemos llamar leyendas negras o imperiofobia. La primera expresión tiene la ventaja de aludir a la naturaleza evanescente y escurridiza de estos prejuicios, y la segunda, de poner de relieve que se trata de una clase especial de prejuicios, mejor organizados y promovidos, al menos en su origen, que los otros. Los españoles hemos creído durante décadas que este enojoso asunto era un rasgo exclusivo de nuestra historia. Nada más lejos de la realidad. Las leyendas negras son como el principio de acción y reacción de la física aplicado a los imperios. Nuestro propósito con este libro es comprender por qué surgen, qué tópicos las configuran y cómo se expanden hasta llegar a ser opinión pública y sustituto de la historia.
Dos puntos conviene aclarar antes de proseguir. El primero tiene que ver con el tema de este libro, que está irremediablemente vinculado a creencias e ideologías. Y sé que la primera tentación de muchos lectores será saber desde qué punto de vista ideológico está escrito, para así determinar si le merece confianza o si vale la pena leerlo. No veo inconveniente en facilitar este escrutinio. No tengo vínculo de ninguna clase con la Iglesia católica. Pertenezco a una familia de masones y republicanos y no he recibido una educación religiosa formal. Auscultándome para ofrecer al lector una radiografía lo más precisa posible, me he dado cuenta de que la persona de religión con quien más trato he tenido ha sido el reverendo Cummins de la parroquia baptista de Harvard St. (Cambridge, MA), un hombre bueno y un cristiano ejemplar. No comparto con el catolicismo muchos principios morales. Las Bienaventuranzas me parecen un programa ético más bien lamentable y poner la otra mejilla es pura y simplemente inmoral, porque nada excita más la maldad que una víctima que se deja victimizar. Defenderse es más que un derecho: es un deber. Dos principios católico-romanos me resultan admirables y los comparto sin titubeo, a saber: que todos los seres humanos son hijos de Dios, si lo hubiera, y que están dotados de libre albedrío. Es extraordinario que la Iglesia católica jamás haya coqueteado con esa idea aberrante, madre de tantos demonios, entre ellos el racismo científico, que es la predestinación.
Ahora, la política. Siempre he tenido dificultades para decidir si soy de izquierdas o de derechas. Está claro que las economías planificadas han demostrado ser un fracaso, y que la libertad política va ligada a la libertad económica. Por otra parte, la vertiente de religión política de las ideologías tradicionalmente llamadas de izquierda me asusta. Ahora bien, el Estado debe ser delgado y fuerte, no gordo y débil como los que tenemos ahora, porque de otro modo no podrá garantizar un mínimo de justicia social y una economía de mercado realmente libre.