ÍNDICE
MUERTES HISTÓRICAS
Tránsito sereno de Porfirio Díaz
Ineluctable fin de Venustiano Carranza
FEBRERO DE 1913
I. Henry Lane Wilson
II. Bernardo Reyes
III. Conjura Internacional
IV. La Contrarrevolución
V. Tacubaya
VI. La Sublevación
VII. Lauro Villar
VIII. Combate en el Zócalo
IX. El Colegio Militar
Acerca del autor
Créditos
Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.
En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.
Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. «Es mi arma defensiva», contestaba sonriente y un poco irónico.
Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.
Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.
De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Káiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en El Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.
Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.
Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada, a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.
Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias, y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.
También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de «La Esmeralda» y diciéndole a sus empleados: «Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio». A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: «Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.» De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: «¡Pobre Félix!»
A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.
Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.
A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.
Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.
Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. «¡Cómo le gustaría volver!» «Allá le gustaría descansar y morir.»
El cuidado por el enfermo aumentó las visitas; pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigasen. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.
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