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Martín Luis Guzmán - La querella de México

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Martín Luis Guzmán La querella de México

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El insigne Justo Sierra espíritu generoso y maestro no tan soñador como lo - photo 1

El insigne Justo Sierra, espíritu generoso, y maestro no tan soñador como lo quiere su fama, nos insinuaba a menudo que si era muy importante el problema económico de México, no lo era menos nuestro problema educativo.

Este juicio, poco original, pero interesante en los días en que la opinión unánime se aferraba a las teorías materialistas, todavía nos parece tímido; en parte, porque nuestra necesidad educativa no sólo es comparable a nuestra necesidad económica, sino que en mucho la supera; y, en parte, por lo equivocado de nuestro concepto de la educación nacional.

En todo caso, si nos es permitido referir los acontecimientos de la vida de un pueblo a lo que obra en ellos como elemento preponderante, no cabe duda de que el problema que México no acierta a resolver es un problema de naturaleza principalmente espiritual. Nuestro desorden económico, grande como es, no influye sino en segundo término, y persistirá en tanto que nuestro ambiente espiritual no cambie. Perdemos el tiempo cuando, buena o mala fe, vamos en busca de los orígenes de nuestros males hasta la desaparición de los viejos repartimientos de la tierra y otras causas análogas. Éstas, de grande importancia en sí mismas, por ningún concepto han de considerarse supremas. Las fuentes del mal están en otra parte: están en los espíritus, de antaño débiles e inmorales, de la clase directora; en el espíritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes ha de pensarse en la obra educativa. Sin embargo, la opinión materialista reina aún y, entendida de otro modo, ha venido a constituir, sincera o falsamente, la razón formal de nuestros movimientos armados a contar de 1910.

En las páginas que siguen he tratado de desentrañar algunas enseñanzas de nuestras convulsiones de un siglo; he querido poner de manifiesto el dato interno que apunta por entre la maleza de conceptos fragmentarios que han informado nuestra vida política doctrinal: padecemos penuria del espíritu.

No soy escéptico respecto de mi patria, ni menos se me ha de tener por poco amante de ella. Pero, a decir verdad, no puedo admitir ninguna esperanza que se funde en el desconocimiento de nuestros defectos.

Nuestras contiendas políticas interminables; nuestro fracaso en todas las formas de gobierno; nuestra incapacidad para construir, aprovechando la paz porfiriana, un punto de apoyo real y duradero que mantuviese en alto la vida nacional, todo anuncia, sin ningún género de duda, un mal persistente y terrible, que no ha hallado, ni puede hallar, remedio en nuestras constituciones —las hemos ensayado todas— ni depende tampoco exclusivamente de nuestros gobernantes, pues —¡quién lo creyera!— muchos hemos tenido honrados. Vano sería, por otra parte, buscar la salvación en alguna de las facciones que se disputan ahora, en nuestro territorio o al abrigo de la liberalidad yanqui, el dominio de México; ninguna trae en su seno, a despecho de lo que afirmen sus planes y sus hombres, un nuevo método, un nuevo procedimiento, una nueva idea, un sentir nuevo que alienten la esperanza de un resurgimiento. La vida interna de todos estos partidos no es mejor ni peor que la proverbial de nuestras tiranías oligárquicas; como en éstas, vive en ellos la misma ambicioncilla ruin, la misma injusticia metódica, la misma brutalidad, la misma ceguera, el mismo afán de lucro; en una palabra: la misma ausencia del sentimiento y la idea de la patria.

Finalmente, por fuera de propósito que llegue a parecer lo que en estas páginas se dice, algo hay en ellas que quedará en pie, aun en el peor de los casos: la afirmación del deber imperioso, insoslayable ya, de hacer una revisión sincera de los valores sociales mexicanos, revisión orientada a iluminar el camino que está por seguirse —la entrada de ese camino que no podemos encontrar—, y no a pulir más nuestra fábula histórica.

El barro y el oro

Propendemos los mexicanos, por razones educativas, a ver siempre las cuestiones que atañen a nuestro país —tan peculiar en su origen, en sus elementos formativos y en su historia— paralelamente a las que ha suscitado la vida de otros pueblos a los cuales nos parecemos muy poco. No sospechamos que debe existir una sustancia propia en el fondo de cualquier idea nacional para que sea fecunda, y que sólo como luces o rectificaciones accidentales pueden añadírsele las influencias extrañas. Bien a causa de nuestra pereza mental; bien por estar acostumbrados al brillo e interés de los aspectos últimos del pensamiento europeo, no buscamos tener vida intelectual auténtica ni en lo que arranca del corazón mismo de los problemas sociales mexicanos. Estamos condenados a cierta condición perdurable de dilettanti. carecemos de filosofía y ciencia propias; nuestra religión nunca ha provocado entre nosotros conflictos de carácter meramente espiritual. No niego —eso no— que de vez en cuando nos vanagloriemos de no sé qué investigaciones y descubrimientos mexicanos; tampoco falta en nuestras escuelas la figura de tal cual varón sapientísimo cuya ciencia ponderan todos, todos ensalzan, si bien a nadie es dado comprobarla por sí mismo, pues esos nuestros sabios poco hablan y jamás escriben; ni es raro en nuestro país el ánimo esforzado de alguno que, de buenas a primeras, se sienta a escribir un libro para enmendar la plana al sabio extranjero del día: en México se desconoce la enorme labor, nunca interrumpida, que se requiere en el mundo de la ciencia para pretender la borla. Vivimos aún en la dorada etapa del genio, del hombre maravilloso que, en un rato perdido, se torna grave y explica el mundo. Además, confundimos las ideas, confundimos los valores: creemos que lo mismo es un abogado que un humanista, un cirujano que un biólogo, un boticario que un químico. Habituados a hojear un libro hoy y otro mañana, suponemos que así se encuentra la directriz de la vida de un pueblo. ¿Hay nada más común, y al mismo tiempo más horrible que esa facilidad con que cualquiera se improvisa catedrático en nuestras escuelas? Y ya no hablo de aquellas ocasiones en que, llevado de un entusiasmo generoso, o ante una laguna inesperada, alguien se pone a enseñar materias extrañas a su especialidad; aludo a la improvisación sistemática, a la creencia de que lo más enmarañado puede aprenderse en un día y enseñarse en el siguiente. Para los mexicanos, el discernimiento es un juego —juego que poco practican—; y como gente que piensa poco, ignoran que nada hay más difícil que manejar ideas. Somos dilettanti.

Pero es lo peor que, con todo este arsenal de superficialidad y pedantería, nos transportamos al terreno de nuestros problemas sociales. Nos resistimos a pensar estos problemas directamente. Casi nada sabemos de la historia de México —porque, como no está escrita, para medio entenderla hay que fatigarse entre muchos papeles—; pero algún manual hemos leído de la historia de Francia, de la historia de Inglaterra o de la historia de los Estados Unidos, y eso nos basta. No sabemos de motín que no sea explicable por el mecanismo de la Revolución Francesa, ni entendemos de Constitución que no se parezca a la Constitución yanqui. ¡Para qué afanarse, si ya todo está resuelto, y tan vigorosamente!… Nuestra realidad patria es triste, es fea, es miserable. ¿A qué estudiarla? Además, estamos tan mal educados que nuestros sentidos mismos no nos sirven: no sabemos ver, ni somos capaces de palpar. Nos consta que en nuestro derredor existe un desconcierto, una anormalidad esencial, una imposibilidad de seguir viviendo así; pero estamos vendados enfrente de los hechos, revolviéndonos sin saber dónde dar, y pensando no en quitarnos la venda para ver, sino en repasar lo que hemos oído, lo que se nos ha dicho, para descubrir así la verdad. De esta suerte se perpetúan nuestros males. Fuera de los

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