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Pacheco Laura Emilia - Fragmentos: un poco carbonizados

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Créditos Edición en formato digital enero de 2016 Título original Fragments - photo 1
Créditos Edición en formato digital enero de 2016 Título original Fragments - photo 2
Créditos

Edición en formato digital: enero de 2016

Título original: Fragments (Somewhat Charred)

Colección dirigida por Ignacio Gómez de Liaño

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© George Steiner

© De la traducción, Laura Emilia Pacheco Roma

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-16638-20-8

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Estos fragmentos aforísticos aparecieron en uno de los pergaminos carbonizados que se hallaron hace poco en lo que parece haber sido la biblioteca privada de una villa en Herculano.

La evidencia lingüística y su tenor de discusión indican que proviene del siglo II d. C. Algunos académicos sugieren que el autor es Epicarno de Agra. Sin embargo, casi nada sabemos de este moralista y elocuente orador (si es que eso fue). Por otro lado, la condición del papiro y su tono de disertación hacen que, en varias partes, la tarea de descifrarlo se apoye en conjeturas.

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Cuando el rayo habla, dice oscuridad

Múltiples mitologías y cosmologías atribuyen valores al relámpago. Las descargas son señales. Presagian y anuncian la inminencia de la tormenta. Sus formas dentadas pero gráficas exigen interpretación, un trazo mudo que a veces sugiere el de las inscripciones islámicas; una taquigrafía a la vez de cegadora claridad y de enigmático silencio (hasta el destello más feroz es mudo). El rayo parece más amenazante cuando no lo sigue un trueno: descargas de calor sobre un mar en sí demasiado calmo. Al relámpago se le ha visto como cazador: rayos globulares azotan una casa o atrapan al caminante en el páramo; quienes se descuidan buscan refugio bajo un árbol. ¿Esas flechas blancas o color turquesa son el privilegio asesino de Zeus? ¿Del volcánico patriarca del Sinaí ? Los rayos-arco de alto voltaje pueden generarse en un laboratorio. El poeta (Hölderlin) sabe que, bajo riesgo de muerte, puede tratar de atrapar uno entre sus manos temerosas.

Pero hay más implicaciones. Tenemos que advertir la diferencia entre «hablar» y «decir». La expresión no garantiza significado. Toda forma y todo código, orgánico o construido, puede comunicar información, producir emoción. Nuestra misma existencia es una lectura constante del mundo; un ejercicio de desciframiento, de interpretación dentro de una cámara de eco que tiene infinidad de mensajes semióticos. Pero esto no necesariamente implica claridad; no necesariamente asegura significado con su potencial y su rendición de paráfrasis y traducibilidad. En este aforismo el relámpago habla con claridad. Si Epicarno hubiera leído a Heráclito, ¿habría sabido del fenómeno zoroástrico del fuego eterno? Tiene «sentido», lo que en cierto modo resulta una hazaña prodigiosa. ¿Cómo escuchamos su silencio? Puede ser oportuno emplear la metáfora muda del «oído interno», de informar mudez. Las propuestas no expresadas no son algo místico. Pensemos en los intervalos que existen en la música; en los espacios en blanco fundamentales para algunos de los poemas o pinturas más decisivos de la modernidad. Poetas y filósofos, como Keats o Wittgenstein, aseguran que la esencia de su significado radica en lo no dicho, en esas «melodías no escuchadas» o que están entre líneas. Pensemos en el idioma como un «silencio ensordecedor», o como las sirenas de Kafka que amenazan con no emitir su canto.

Entonces, ¿cómo debemos leer este fragmento?

Desde el inicio la filosofía griega lucha con la fértil paradoja de la negación. Asegurar que algo existe es también postular que quizá no exista. Para definir qué es, hay que afirmar qué no es. Toda sustancia está entrelazada con la inexistencia, con el lado oscuro de la luna. Pero la no existencia ¿es algo que se puede expresar o pensar? Parménides inicia la metafísica occidental con esta pregunta, a la vez lógica y ontológica, gramática y sustantiva. (¿Hay existencia fuera de la gramática?). ¿Hay un agujero negro en el corazón del ser? Lo que no se puede conceptualizar no se puede decir; lo que no se puede decir no puede existir. A lo cual los sofistas responden veloz y agudamente que la legitimidad y la claridad mismas de la pregunta validan la condición de «nada»; que el cero es útil al cálculo (aunque en sí el «cero» es una herramienta posterior). La dialéctica hegeliana vuelve a los inicios de la racionalidad. La predicación tiene significado justo porque nos dice lo que el objeto no es. Magritte expresaría el postulado de una manera cáustica: «Esta no es una pipa». Para Martin Heidegger la nada, das Nicht, es el abismo principal, imprescindible para el desasosiego humano y para lo misterioso en los orígenes del pensamiento.

El destello del relámpago, su cargado fulgor, manifiesta tanto su presencia como la de la oscuridad que lo circunda; vuelve visible la noche mientras el sonido delinea el silencio. El relámpago no cae en pleno sol, no puede hacerse perceptible en la blanca calidez del mediodía mediterráneo. Su matriz es la negrura de las nubes de tormenta o la oscuridad de la noche. De este modo revela, «habla» oscuridad. Por llamarlo de algún modo, prende fuego a la oposición.

La ambigüedad se liga a sus funciones oraculares y emblemáticas. El relámpago puede dar aviso, augurar buena fortuna, victoria en la inminente batalla. Para el comandante en el campo de guerra, para el marinero en alta mar, es el mensajero de Zeus. Pero también puede ser heraldo de la catástrofe y de la ira del Olimpo. Para quienes conspiran contra César, es «una tempestad que deja caer fuego»; un síntoma aterrador de que existe un «conflicto civil en el cielo». «Decir oscuridad» puede expresar un augurio enigmático, una profecía de carácter incierto o de significado siniestro; puede manifestar un infortunio, un anochecer en nuestros asuntos. Cualquiera que sea el código, su dualidad es inevitable. Junto con Heráclito y los poetas, Epicarno sabe que no puede haber luz sin oscuridad, oscuridad sin luz. ¿Tendríamos metafísica sin ese repentino ocaso del sol y la embestida de las estrellas en Jonia?

La cosmogonía —conjeturas en lo referente a la génesis del hombre— le añade otra dimensión. El relámpago desata la materia primordial —el barro del alfarero— y la transforma en vida. El relámpago excita los elementos inertes o durmientes y les da vitalidad orgánica. Ahí está Frankenstein, pero también los modelos de creación o las narrativas de la bioquímica moderna. Tormentas eléctricas de exorbitante voltaje y duración pudieron haber provocado el inicio de las interacciones y combinaciones moleculares. El relámpago pudo haber engendrado la vida en la Tierra. Casi con éxito, en los laboratorios se ha intentado simular este proceso, irradiar estructuras orgánicas con racimos de magma, arcilla; con minúsculas gotas de agua y su decisivo átomo de hidrógeno.

Sin embargo, ¿por qué nuestro pergamino menciona la oscuridad? Porque la existencia es una bendición ambivalente; porque ocasiona un trágico rompimiento con la paz de lo inanimado; porque la historia de la humanidad es de una desolación y un sufrimiento inconmensurables. «Existimos para la oscuridad». ¿Esto es forzar la insinuación pospaulina del desastre en un texto arcaico, quizá estoico? ¿Esta medianoche es terciopelo de Salamina o del cabo de Sunión? El relámpago se arquea desde el promontorio hasta el horizonte. Ahora brilla la oscuridad y, ante el epílogo del ruido seco del relámpago, las constelaciones se iluminan de manera incomparable.

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