Este libro carece de pretensión alguna. No es el texto de una escritora ni tampoco de una historiadora (y mucho menos politóloga, sea lo que sea eso), sino de una periodista que lee, observa y aprende para transmitírselo a los lectores que, como es lógico, tienen menos tiempo y dedicación. Este es el trabajo.
EMILIA LANDALUCE (Madrid, 1981). Escritora y periodista española, ha trabajado para medios como El Mundo o La Otra Crónica, siendo colaboradora habitual de Es La Mañana, junto a Federico Jiménez Losantos.
A todos los españoles que quieren serlo.
Y a mis padres.
Título original: No somos fachas, somos españoles
Emilia Landaluce, 2018
Editor digital: Titivillus
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Notas
[1] Pese al reportaje de Alghero como último bastión del catalán en Italia, que publicó el New York Times el 28 de noviembre de 2016, basta pasearse por la ciudad para darse cuenta de que la verdadera impronta es legado de la corona española, como se aprecia en las lápidas e inscripciones en español que aún resisten en Cerdeña así como en el antiguo reino de las Dos Sicilias. En su libro Cerdeña hispánica, Francisco Elías de Tejada se lamenta de que Felipe II no tenga estatua alguna en la isla, pues fue el que «proyectó sus universidades —la de Sassari de 1558—, la ciñó de torres costeras, midió los poderes de los gobernantes con la vara de la audiencia…». En el tratado de Utrecht Cerdeña pasó a la casa de Saboya y, al contrario del reino de las Dos Sicilias, ya nunca fue recuperada por los Borbones. El silencio respecto a la obra de los españoles en la isla es un buen ejemplo de la falta de patriotismo de esas élites en su afán por agradar a la nueva dinastía reinante.
[2] La marca, según la definición de Covarrubias en Tesoro de la lengua castellana (1611), el primer gran diccionario en castellano, delimitaba una zona fronteriza, con un estatus especial, nunca integrado totalmente.
[3] Habría que precisar que el español y el catalán (o euskera en donde procediera) convivían en total normalidad. Nunca hubo ninguna imposición del castellano, ya que su difusión no se hizo por ningún real decreto. Se trató más bien de una cuestión de lógica y necesidad, ya que era la lengua que hablaba el rey. Por ejemplo, veinte de los ochenta y cuatro poemas que componen el cancionero barcelonés Jardinet d’Orats (1486) eran en castellano y muchos de los literatos de entonces (Boscán entre ellos) trabajaban en español. El castellano, luego español, acabó por imponerse por motivos comerciales, aunque también demográficos.
[4] La unidad de la nación representa la libertad y la igualdad de los ciudadanos en contraposición con la fragmentación (con sus leyes forales, los señoríos y otros residuos del Antiguo Régimen) que representan el privilegio y la servidumbre.
Es cómico pensar, sobre todo viendo la convicción con la que Podemos y PSOE defienden los privilegios de algunas comunidades autónomas, que fue la izquierda quien combatió a la derecha del trono y el altar que se oponía a la unidad nacional, de la que surgiría el carlismo que tanto lastró a España durante el XIX.
[5] «Cabe señalar que en Barcelona predican la virtud más pura, el beneficio general y que a la vez quieren tener un privilegio: una contradicción divertida. El caso de los catalanes me parece el caso de los maestros de forja franceses. Estos señores quieren leyes justas, a excepción de la ley de aduana, que se debe hacer a su gusto. Los catalanes piden que todo español que hace uso de telas de algodón pague cuatro francos al año, por el solo hecho de existir Cataluña. Por ejemplo, es necesario que el español de Granada, de La Coruña o de Málaga no compre los productos británicos de algodón, que son excelentes y que cuestan un franco la unidad, pero que utilice los productos de algodón de Cataluña, muy inferiores, y que cuestan tres francos la unidad. Con esta excepción, esta gente son de fondo republicano y grandes admiradores del Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau. Dicen amar lo que es útil y odiar la injusticia que beneficia a unos pocos. Es decir, están hartos de los privilegios de una clase noble que no tienen, pero quieren seguir disfrutando de los privilegios comerciales que con su influencia lograron extorsionar hace tiempo a la monarquía absoluta. Los catalanes son liberales como el poeta Alfieri, que era conde y detestaba los reyes, pero consideraba sagrados los privilegios de la nobleza». Stendhal, Memorias de un turista (1838).
[6] «Valencia, que ha sido la Cenicienta del Mediterráneo, en cuyo puerto impera la más honda miseria, por culpa de Barcelona, que lo absorbe todo, que es el verdugo de Levante, que quiere convertir toda España en huevo para tragarse hasta la cáscara, que envía a nuestra ciudad sus productos libremente, sin que sufran ningún impuesto a su entrada, y en cambio la pasa, la naranja y las legumbres valencianas pagan un enorme tributo municipal al entrar en Barcelona; Valencia, cuya agricultura muere por imposición del industrialismo catalán, porque catalanes y vizcaínos han conseguido la confección de unos infames aranceles que nos tapian los mercados internacionales para la exportación de nuestra fruta, sometiéndonos a una pérdida anual de más de cien millones de pesetas, que se traduce en hambre y congojas en el campo y languidez en la vida comercial de la ciudad». «La lepra catalanista», El Pueblo. Diario Republicano de Valencia, 1907.
[7] Quim Torra es un gran admirador de Miguel Badía, rival de Companys. Ucelay-Da Cal desveló hace unos años una historia culebronera pero que describe bien al president. En 1933 Badía y Carles Durán, otro militante de JEREC, tuvieron un accidente de coche. Badía fue trasladado a un hospital de Manresa adonde acudió por error Carme Ballester Llasart, la mujer de Durán que estaba ingresado en otro centro diferente. Nadie sabe muy bien si Badía y Ballester se enrollaron esa misma noche en el hospital o esperaron a que Durán se recuperase de sus heridas y recibiera el alta. El caso es que el amorío no duró demasiado, pues al poco, Carme enamoró a Companys, que tendría que divorciarse de su mujer, Mercè Picó, para casarse con ella. En 1934, Companys decidió cesar a su competidor sentimental, según algunos, por celos. Aquello fue un error, pues Badía tenía un importante apoyo en el partido y un carisma (era un mocetón bastante guapo) que desde luego faltaba al histriónico Companys. Lo más gracioso es que en medio de una discusión política, y sin venir a cuento, Companys le soltó a Badía: «¡Ella es una santa!». Como pueden imaginar hubo cierto tumulto entre los presentes (que lo relataron en sus memorias). Sobre todo cuando Badía comenzó a narrar con todo lujo de detalles las depuradas técnicas amatorias de la primera dama catalana. Desafortunadamente, ningún testigo explicó los detalles. Según Ucelay-Da Cal, esa misma noche Companys, «carcomido por los celos», habría obligado a Ballester a «realizar un juramento de fidelidad a su persona» sobre la cama que usaba en la Casa dels Canonges, residencia oficial del presidente de la Generalidad.
[8] Según una encuesta publicada en El País el 28 de septiembre de 2017, el 75 por ciento de los catalanes de tercera generación apoyaba la independencia. Entre los que solo tenían un padre de fuera de Cataluña el apoyo descendía hasta el 49 por ciento. Y se quedaba en el 29 para los hijos de inmigrantes. La reflexión se puede ampliar: ¿son los inmigrantes en Cataluña menos catalanes que los catalanes de tercera generación? O mejor aún, ¿son menos españoles los catalanes de tercera generación que un sevillano?
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