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Emilia Pardo Bazán - Miquiño mío

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Emilia Pardo Bazán Miquiño mío

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PRÓLOGO

Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas,
y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer
los hombres y las mujeres no, di que es mentira,
porque no puede haber dos morales para dos sexos.

JOSÉ PARDO BAZÁN

MARINEDA

T odo empezó en la coruñesa calle Tabernas. Allí se trasladó la familia de Emilia poco después de que ella naciera –el 16 de septiembre de 1851– y allí hojeé por primera vez un ejemplar que contenía parte de su epistolario con Galdós. La Casa Museo Emilia Pardo Bazán, situada en la primera planta de lo que fue el amplio caserón familiar, acoge hoy una pequeña muestra de la plenitud vital y artística de su dueña. Poco o nada sabía de Emilia en aquel entonces. Su figura rechoncha, embutida en plumas o tules fantásticos, como aparecía retratada por los pintores de la época, me seguía devolviendo esa imagen plana de los libros de texto o las contraportadas de sus novelas. Contemplé algunas de las exquisiteces que allí se mostraban con una ligera y superficial curiosidad. Desconocía la pasión de Emilia por los abanicos, que coleccionó durante toda su vida, o ese gusto de casa grande por el detalle decorativo, las tallas de ébano, las delicadas porcelanas francesas, las mesitas orientales lacadas, el emblema de la familia coronando vajillas y cristalerías…

No podía saber que tras las dedicatorias de algunos escritores exhibidas en las páginas abiertas de varios de sus libros, bullía una historia intensa de respeto, odio disimulado o simplemente amor. A las caligrafías esmeradas de Blasco Ibáñez (“A la Sra. Pardo Bazán, un admirador”) o Rubén Darío (“A mi ilustre amiga D. Emilia Pardo Bazán, con todo respeto y afecto”) se unían opiniones que, con una sonrisa, imaginé dentro del natural intercambio de parabienes propio de la cortesía masculina de la época: “(…) lo que avalora es el talento poderoso y el mágico estilo de la escritora y novelista que tan alto puesto ocupa en las letras españolas. La verdad que es cosa que a todos maravilla que una mujer posea aptitudes tan relevantes en todos los órdenes” (Benito Pérez Galdós).

Desde la ventana del pequeño estudio, como enmarcada en un cuadro, se veía la iglesia de Santiago. En la pared contigua, una cita de Emilia llenaba el espacio muerto:

Por el otro lado (…) orientado al naciente, la virazón marítima calla y no se oye más que el goteo argentino de la lluvia en los cristales. Pero se ve tan cerca que se me viene encima, que me parece estarla tocando (…) la fachada gótica de la iglesia de Santiago (…), gris y pálida, con su cornisa cuarteada por el peso de los años, su pórtico de arco apuntado, señalando ya la ojiva, y sus dos santos de piedra que sostienen el arco y se miran inmóviles, siempre desde la misma distancia, a guisa de almas enamoradas que no pueden jamás reunirse (De mi tierra, 1888).

Resultaría fácil decir que fue como una premonición. En 1888, la relación entre Emilia y Galdós estaba en su momento más intenso, aunque con las dificultades propias que el secreto obligado imponía. La descripción de la iglesia, la comparación de las figuras con amantes que no pueden reunirse, tal vez le resultase evidente. Pero en mi primera visita a Marineda yo desconocía esos detalles. En la reconstrucción del estudio, con algunos muebles supervivientes al expurgo del tiempo y la historia, no encontré ninguna huella de vida: escritorios pulidos, fotografías en perfecto orden, objetos sin futuro y casi sin pasado.

Es cierto que en los objetos no permanece de su dueño más que lo que nuestra imaginación quiera añadir. La costumbre de conocer las casas de los escritores tiene que ver más con el visitante que con la indagación sobre la vida de los autores. ¿Qué pueden descubrirnos el bastón de Joyce detrás de una vitrina, las gafas oscuras de Yeats o la pluma con la que, según nos dicen, escribió Lope de Vega? ¿Aprenderíamos algo de las piedras que Virginia Woolf se metió en el bolsillo, si pudiéramos verlas? La emoción del reconocimiento ante la vista de tales objetos no emana de ellos mismos, sino de nuestro mayor o menor grado de conocimiento de la obra o la vida de sus propietarios.

En aquella primera visita, el retrato de su hijo Jaime no escondía los desvelos de su madre ante las persistentes fiebres que le aquejaron en varias ocasiones, ni el interés de doña Emilia por la educación –del que dejó buena muestra la correspondencia con Giner de los Ríos–, y mucho menos el orgullo mal disimulado cuando se trataba de hablar de los logros académicos del chico o de su admiración compartida por las novelas de Galdós. No había para mí ningún eco de las palabras de don José Pardo prendido en los cortinajes, palabras que sin duda reverberaron en el corazón y la cabeza de su hija durante toda la vida. ¿Cómo explicar si no la tenacidad de la escritora en demostrar que la razón debía estar siempre del lado de la inteligencia y que la inteligencia no tiene sexo? Don José, de mirada serena, mofletudo, luciendo el abundante bigote de la distinción decimonónica, no puso trabas al desarrollo intelectual de su única hija. La vasta biblioteca de los Pardo Bazán, superviviente a saqueos e incendios y en la actualidad donada a la Real Academia Galega, es un reflejo de lo que en su momento debió alimentar el espíritu de la joven Emilia.

Fotografías de Marineda, citas de sus obras, revistas y publicaciones de la época fueron cerrando aquel superficial recorrido por el universo Pardo Bazán. Ni siquiera reparé demasiado en el manuscrito de la primera crítica literaria que Emilia hizo a las novelas de Galdós. Su letra diminuta, redondeada por el esmero de la caligrafía serena, fue una curiosidad más y no el testimonio significativo del inicio de una amistad duradera y profunda. No pude comparar esas líneas cuidadas con el apresurado trazo de las notas a “miquiño”, o la relajada soltura de las líneas dedicadas al “amigo del alma” donde se desgranarían preocupaciones, confidencias, reflexiones íntimas, sueños y deseos.

A la salida, en una estantería pequeña, entre las reediciones modernas de Los Pazos de Ulloa, Insolación o La Tribuna, encontré el libro de Bravo Villasante Cartas a Galdós. Era un ejemplar manoseado y algo viejo de una correspondencia incompleta. Mientras pasaba las páginas, las palabras empezaron a revolotear en mi cabeza:

Querido y respetado maestro: las pocas veces que veo letra de V. son para mí días de fiesta entera.

Amigo del alma, ante todo, no llames caridad a lo que es acendrada ternura.

¡Qué salto, qué brinco desde las alturas filosóficas hasta el tempestuoso océano de las pasiones de los afectos y las batallas de la vida!

Ante la moral oficial no tengo defensa, pero tú y yo se me figura que vamos un poco para nihilistas en eso.

Necesito un poco de serenidad para trabajar sin desaliento. Me he propuesto vivir exclusivamente del trabajo literario.

Miquiño, haz por dormir y no fumes mucho.

Fragmentos incompletos de una vida que empezó a materializarse, más allá de la literatura o de los objetos exquisitos. La emoción que no había encontrado en aquellos espacios, vacíos de historia para mí, me llegaba ahora de la mano de unas palabras que me harían transitar bibliotecas y archivos, con el afán imposible de recuperar los matices de una historia prendida entre las líneas de una correspondencia olvidada.

MANTUA

UNO

La Biblioteca Nacional se encuentra en un edificio dieciochesco, cuyos cimientos parecen asentados, más que en la tierra, en la solidez de los siglos. Perdida en aquel laberinto de pasillos, busco los manuscritos de unas cartas que Emilia dirigió a Galdós y que fueron publicadas de forma dispersa en varias revistas, entre 1980 y 1990.

En 1869 don José Pardo Bazán es nombrado diputado a Cortes y toda su familia, incluida Emilia y su flamante esposo José Quiroga, se traslada a Madrid. No es la primera vez que residen en la capital. Debido a la actividad política de su padre, la pequeña Emilia ya había dejado atrás Marineda en otras ocasiones. Desde los seis hasta los nueve años había tenido el privilegio de formarse en la escuela de señoritas de madame Lévy. Pinceladas de francés o mitología compartían horario escolar con urbanidad, costura o religión, todo lo que una señorita de la época necesitaba para disimular la zafiedad de la ignorancia extrema, sin caer en la aberración del desarrollo intelectual, vedado por aquel entonces al sexo femenino. Como recordará Emilia en sus

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