Viresque acquirit eundo
[Cobra fuerza a medida que avanza]
Título original: Les Essais
Michel de Montaigne, 1580
Traducción: J. Bayod Brau
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
En 1580, Michel de Montaigne dio a la imprenta la primera edición de sus dos libros de Los ensayos. El éxito fue tan arrollador que, dos años más tarde, apareció una nueva edición, aumentada con un tercer libro y con notables adiciones y correcciones en los dos primeros. Se completaba así la redacción de uno de los libros que mayor prestigio e influencia han tenido en el pensamiento occidental. Sin embargo, el gentilhombre perigordino siguió trabajando en el texto de sus ensayos hasta su muerte, acaecida en 1592. Tres años más tarde, Marie de Gournay, «fille d’alliance» de Montaigne, presentaba una edición de Los ensayos siguiendo las instrucciones que le diera su autor, edición que durante siglos ha sido considerada canónica, hasta que Strowski preparó la suya entre 1906 y 1933. Hoy, el de Marie de Gournay es visto de nuevo, con justicia, como el texto de referencia, y sirve de base a todas las ediciones recientes fiables. Éste es también el que el lector hispano encontrará en la presente edición, enriquecida con referencias a los múltiples estadios que experimentó el texto y con un completo aparato de notas. Una edición útil al especialista y próxima al lector común.
Michel de Montaigne
Los ensayos
(según la edición de 1595 de Marie de Gournay)
ePub r1.3
Titivillus 16.06.2019
PRÓLOGO
MONTAIGNE HOY
D esde Marie de Gournay, su «filie d’alliance», cada generación ha forjado su propio Montaigne eligiendo en Los ensayos tal o cual capítulo preferido, y Montaigne no ha abandonado nunca las candilejas. Pascal se enfrentó a él en el Entretien avec M. de Saci (Conversación con el señor de Saci) como si se tratara de su adversario más vivo. Malebranche juzgó indispensable refutarlo largamente en la Recherche de la vérité (Investigación de la verdad). En los inicios de la Tercera República se atacó su conservadurismo político y su legitimismo monárquico, y hasta se le acusó de cobardía como alcalde de Burdeos, bajo el pretexto de que habría desertado de su ciudad enferma de peste. Si su pretendida mala influencia había de ser combatida, significaba que se imponía. En 1892, en el tercer centenario de su muerte, que coincidió con la desaparición de Ernest Renán, se hizo de ellos compañeros en el escepticismo y el diletantismo. En 1933, en el cuarto centenario de su nacimiento, la República ya no buscó el enfrentamiento con él; por el contrario, le canonizó definitivamente gracias a la evolución que Pierre Villey había discernido en su pensamiento: del estoicismo al escepticismo y al epicureismo. De este modo, se le reducía al orden y a la cordura, se le volvía inofensivo y disponible para los niños de las escuelas.
En su fotografía oficial como presidente de la República francesa, tomada por Giséle Freund en 1981, François Mitterrand se hizo retratar en la biblioteca del palacio del Elíseo sosteniendo Los ensayos en la mano. Durante catorce años en las postrimerías del siglo XX, el libro de Montaigne figuró en todos los ayuntamientos y las embajadas de Francia, en los despachos de los cargos electos y de los funcionarios. Para dar de sí mismo a los franceses una imagen de hombre de cultura y humanista, y para dar al mundo la imagen de una Francia apasionada por la libertad y por la tolerancia y creadora de los derechos del hombre, François Mitterrand eligió a Montaigne. En realidad, ¿qué otro escritor podría haber escogido?
Le plantearon a André Gide, en 1929 en Berlín, la tradicional pregunta del Panteón de las letras europeas: ¿qué escritor francés poner junto a Goethe como faro de la cultura europea? De acuerdo con el cliché impuesto desde el romanticismo, cada literatura nacional —y cada nación, puesto que la literatura constituye la mejor expresión de su espíritu— se encarna idealmente en un escritor supremo, como Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe y Pushkin, pero la literatura francesa carece de este ser supremo cuyo nombre grabar en el frontón de los monumentos y las bibliotecas junto a Homero y a Virgilio. ¿Acaso Molière o Hugo se ajustarían al puesto? Pero uno es cómico y el otro polémico. ¿O acaso Voltaire o Rousseau? Pero la falta que se les atribuye comúnmente divide todavía el país. Ningún escritor parece imponerse, porque la continuidad y la disputa no han cesado de marcar la literatura francesa, que abunda en parejas, en cada momento de su historia y a lo largo de su tradición: Corneille y Racine en la era clásica, o precisamente Montaigne y Pascal entre uno y otro siglo.
Pues bien, Gide respondió Montaigne sin vacilación. El autor de L’Inmoraliste (El inmoralista) veía en el autor de Los ensayos el Goethe francés, es decir, no sólo el mejor representante del espíritu de la nación sino también un escritor de valor universal. Porque Montaigne —esto explica la elección de Gide— no se reduce al espíritu francés que él representa por excelencia, o al ideal de la cultura del «hombre honesto» que transmitió a la edad clásica y a la Ilustración, o siquiera a la tradición del «humanismo cívico» que había de conducir hasta la invención del «intelectual» francés a finales del siglo XIX, Montaigne es, como afirmaba Charles du Bos, «el más grande europeo de la literatura francesa». Discípulo de Plutarco, traductor de Raimond Sebond (Ramón Sibiuda), lector de Tasso, es con Erasmo el gran transmisor del Renacimiento. Shakespeare le debe el Calibán de La tempestad, mucho antes de que Emerson y Nietzsche o Walter Pater y Stefan Zweig dialoguen fraternalmente con él. En los mismos años de entreguerras que vieron las últimas brasas del humanismo, es decir, de la creencia en que la lectura asidua de los grandes libros nos permite vivir mejor, Albert Thibaudet hacía de él «el padre del espíritu crítico», es decir, del discernimiento, de la escucha, de la simpatía. En Berlín, Gide —sin duda vale la pena señalar que el periodista que le hacía las preguntas se llamaba Walter Benjamín— defendía en él un modelo para la reconciliación franco-alemana y para la defensa de la paz en una Europa de la cultura, porque esta Europa habría tenido una muy buena idea si hubiera cultivado la tradición que constituía su unidad, como Montaigne había intentado, con aquellos a quienes entonces se llamaba los «políticos», superar las divisiones religiosas de Francia durante las guerras civiles. La estatua de Montaigne realizada por Paul Landowski fue erigida entonces frente a la Sorbona: los transeúntes, sin importar su origen, acarician su base, como la mula del Papa que Montaigne había besado durante su viaje a Italia.
Todos estos elogios —igual que las censuras— proceden sin duda del malentendido, del prejuicio, hasta de la propaganda, pero la literatura vive de este género de quidproquos o de abusos. Los historiadores de la literatura, con un esfuerzo «sisifiano», tratan de reconducir los textos a su sentido original, pero, por una parte, no lo consiguen jamás, y felizmente —porque tienden a congelar la interpretación de la literatura—; por otra parte, no es posible detener el progreso, si puede llamarse progreso a la sucesión de las lecturas que renuevan a los grandes escritores, los deforman y les atraen nuevos lectores, a menudo a despecho del sentido original. ¿Acaso el contrasentido no constituye la vida misma de la literatura? Sin él, permanece encerrada en las bibliotecas como los muertos en los cementerios. A la filología, que vuelve al origen de los textos, se le opone el movimiento ininterrumpido de la alegoría, que arrastra los textos hasta nosotros, los adapta a nuestras preguntas, los maltrata y los transmite. Así pues, no nos quejemos de que Montaigne, como el resto de grandes escritores, haya sido a menudo leído en contra de sí mismo, arrastrado en una y otra dirección, y aceptemos que la lectura que hoy hacemos de él sea tan provisional como todas las que la han antecedido. Como nuestros predecesores, tenemos nuestro Montaigne, nos fijamos en un capítulo en el que no se había insistido demasiado hasta el momento, en una frase que armoniza con nuestra sensibilidad actual, y es mucho mejor así, porque así es como la tradición vive, como el pasado tiene futuro.