La antorcha al oído es el segundo volumen de la autobiografía de Elias Canetti y abarca un período de catorce años. Desde 1921, cuando era un muchacho de dieciséis y se trasladó con su madre viuda y sus hermanos menores a una pensión de Frankfurt – en la que permanecerían tres años a pesar de su inicial resistencia a abandonar su querida Zürich – donde pudo observar, con insólita lucidez para su edad, los curiosos tipos humanos que allí recalaban.
Se describirán acá las turbulencias económicas y políticas de aquellos años, el resentimiento hacia la madre, su estancia como estudiante de química en Viena, su encuentro y relación con su futura esposa, Veza, la admiración por el escritor y actor Karl Kraus a cuyas representaciones acudía asiduamente y que marcaría sus primeros gustos literarios, los deslumbrantes tres meses que, en el verano de 1928, vivió en Berlín «donde era imposible dar diez pasos sin toparse con una celebridad» y donde llegaría a tratar a grandes personalidades de la cultura, como George Grosz y Bertolt Brecht, cuya influencia le preparó para apreciar nuevos estímulos.
Elías Canetti
La antorcha al oído
Historia de una vida 1921-1931
Historia de una vida - II
ePub r1.0
German25 3.1.15
Título original: Die Fackel im Ohr
Lebensgeschichte 1921-1931
Elías Canetti, 1980
Traducción: Juan J. del Solar B.
Editor digital: German25
ePub base r1.2
Una vez más, quisiera expresar mi profundo agradecimiento al Dr. Canetti por su
invalorable ayuda y sus constantes palabras de aliento en el curso de mi trabajo.
El traductor
ELIAS CANETTI (Rutschuk, Bulgaria, 1905 - Zurich, Suiza, 1994). Elias Canetti es uno de los grandes pensadores centroeuropeos del siglo XX , ganador del Premio Nobel de Literatura en 1981.
Es autor de una obra que participa por igual de la literatura que de la filosofía, preocupada por los grandes problemas del hombre contemporáneo. Aunque el sefardí y el búlgaro fueron sus lenguas maternas, su idioma de escritura fue siempre el alemán, incluso en los convulsivos años del Tercer Reich. Auto de fe (1935), su única novela, pretendía ser la primera de una serie de siete, en torno a la locura. Sin embargo, pronto se vio atrapado por Masa y poder (1960), obra a la que dedicó una gran cantidad de años y en la cual se interroga sobre la manera en que se alimentan ambos fenómenos.
La lengua absuelta (1977), La antorcha al oído (1980) y El juego de ojos (1985), constituyen por igual su autobiografía que una mirada a los grandes acontecimientos europeos; Fiesta bajo las bombas (2003), aunque publicada póstumamente, puede ser considerado el cuarto volumen de esas memorias. Otros de sus títulos son: La comedia de la vanidad (1952), La conciencia de las palabras (1975); La provincia del hombre (1973); y El corazón secreto del reloj (1987).
Primera parte
INFLACIÓN E IMPOTENCIA
Frankfurt, 1921-1924
Gilgamesh y Aristófanes
El período de Frankfurt no sólo comprendió mis experiencias con la gente que iba conociendo en la pensión Charlotte. Pero al repetirse éstas a diario —un proceso permanente—, no podía restarles importancia. Nos sentábamos a la mesa siempre en el mismo sitio y frente a frente; y siempre en los mismos sitios actuaba gente que para mí se habían convertido en personajes. Idénticos a sí mismos en su mayor parte, de sus bocas jamás salía nada inesperado. Pero algunos lograban conservar más plenamente su naturaleza y eran capaces de acrobacias sorprendentes. De cualquier forma era un espectáculo, y ni una sola vez puse los pies en ese comedor exento de curiosidad y expectativas.
Ninguno de los profesores del colegio, salvo una excepción, lograba despertar realmente mi entusiasmo. El colérico profesor de latín perdía la compostura al menor pretexto y nos insultaba llamándonos «bueyes hediondos», expresión que no era su única invectiva. Sus métodos de enseñanza, basados en «frases modelo» que debíamos repetir como loros, eran ridículos. Lo extraño es que, pese a la aversión que me inspiraba su persona, no olvidara yo el latín que había aprendido en Zürich. En ningún colegio me tocó aguantar nada tan penoso y estridente como sus bravatas. Era un ser marcado por la guerra, que debió de haberlo afectado seriamente: de vez en cuando nos lo decíamos para soportarlo mejor. Muchos profesores llevaban en sí la impronta de la guerra, aunque no en forma tan manifiesta. Entre ellos había, sin embargo, un hombre cordial y fogoso, rebosante de cariño por sus alumnos. Y también un excelente profesor de matemáticas ligeramente trastornado, pero cuyo trastorno repercutía en él mismo, no en sus alumnos. En sus clases se entregaba totalmente, con una escrupulosidad casi aterradora.
Observando atentamente a esos profesores sentía uno la tentación de perfilar los distintos efectos de la guerra en los seres humanos. Pero ello hubiera requerido información acerca de sus experiencias personales, sobre las que nunca nos hablaban. Frente a mí sólo tenía sus rostros y figuras, y no conocía su comportamiento más que en el aula; todo el resto lo sabíamos de oídas.
Sin embargo, quisiera hablar de un hombre fino y taciturno a quien debo muchas cosas. Gerber, nuestro profesor de alemán, parecía casi tímido en comparación con los demás. A partir de las redacciones, cuyos temas él mismo nos daba, se fue desarrollando una especie de amistad entre nosotros. Al principio sus redacciones me aburrían, ya versaran sobre la María Estuardo o algo similar, pero eran bastante fáciles y él quedaba contento con los resultados. Luego, a medida que los temas fueron cobrando interés, empecé a soltar mis verdaderas opiniones, bastante levantiscas como reacción contra el colegio, y sin duda nada acordes con las suyas. Me las aceptaba, sin embargo, y si bien al final añadía largas disquisiciones en tinta roja invitándome a reflexionar sobre algunos puntos, era tolerante y no escatimaba su aprobación por mi manera de exponer tales tesis. Nada de lo que dijera contra ellas me parecía hostil, y aunque no se lo aceptara, su interés me hacía sentir feliz. No era un profesor demasiado sugerente, pero sí muy comprensivo. Tenía manos y pies pequeños y sus movimientos también lo eran; sin ser particularmente lento, todo cuanto hacía daba cierta impresión de empequeñecimiento, y en su voz tampoco se advertía ese tonillo de prepotencia viril que otros profesores prodigaban a manos llenas.
Gerber me dio acceso a la biblioteca de los profesores, que él dirigía, permitiéndome leer cuanto quisiera. Yo estaba encandilado con la literatura de la Antigüedad y me puse a leer —tomo tras tomo y en traducciones alemanas— a los historiadores, dramaturgos, poetas líricos y oradores, dejando de lado solamente a los filósofos: Platón y Aristóteles. Salvo éstos, leí casi todo, no sólo a los grandes autores, sino también a los que interesaban por el material que ofrecían, como Diodoro o Estrabón. Gerber se asombraba de mi tenacidad y constancia: durante dos años sólo le pedí ese tipo de libros. Cuando hube llegado a Estrabón, él meneó ligeramente la cabeza un día y me preguntó si, al menos por variar, no me apetecía algo de la Edad Media, pero esa vez tuvo poca suerte.