Título original: Den goda viljan
Ingmar Bergman, 1991
Traducción: Marina Torres
Editor digital: Titivillus
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Esta es la compleja historia de amor vivida por Henrik Bergman, joven estudiante de teología, y Ånna Akerblom, hija única de una familia acomodada de Upsala. Naturalmente ya los hemos reconocido: se trata de los padres de Ingmar Bergman. La historia de Henrik y Anna empieza en 1909, durante la gran huelga, y termina diez años después, cuando el joven estudiante ya se ha convertido en pastor, y su esposa —en un mundo lleno a la vez de luz y tinieblas— espera su segundo hijo. Este niño es el mismo que ahora intenta comprender al padre sombrío y represor y a la madre resignada y conciliadora en los primeros años de lo que pasaría a ser una relación familiar dolorosa y conflictiva. La prosa, liberada ya de su autobiografía, fue adquiriendo tal entidad propia, tal vigor narrativo, que Bergman terminó por convertirla, como observa un célebre crítico de su país, en una historia de amor innovadora que se incorpora con todos los honores en la historia de la literatura sueca.
Ingmar Bergman
Las mejores intenciones
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Titivillus 05-06-2022
PREFACIO
Los Akerblom eran una familia muy amiga de fotografiarse. A la muerte de mis padres heredé un buen número de álbumes; los primeros de mediados del siglo XIX, los últimos de principios de los años sesenta. Hay sin duda una enorme magia en esas imágenes, sobre todo si se examinan con ayuda de una lupa gigantesca: rostros, rostros, manos, posturas, ropas, joyas, rostros, animales domésticos, vistas, luces, rostros, cortinas, cuadros, alfombras, flores de verano, abedules, ríos, peinados, granos malignos, pechos que despuntan, majestuosos bigotes, esto puede continuar ad infinitum, así que será mejor parar. Pero sobre todo los rostros. Me meto en las imágenes y toco a las personas, a las que recuerdo y a aquellas de las que no sé nada. Esto es casi más divertido que los viejos filmes mudos que han perdido sus textos explicativos. Yo me invento mis propias pautas.
Ya desde la autobiográfica Linterna mágica me ha venido rondando la idea de hacer una película sobre los años jóvenes de mis padres, sobre los comienzos de su matrimonio, sus esperanzas, sus fracasos y sus buenas intenciones. Miro las fotografías y siento una fuerte atracción hacia esas dos personas que en casi todos los aspectos son tan diferentes de los seres medio esquivos y de míticas dimensiones que dominaron mi niñez y mi juventud.
Puesto que el cine y la imagen son mi forma especial de expresarme, empecé a dibujar de modo bastante vago un modelo de acción basado en testimonios, documentos y, como ya he dicho, fotografías. En mi representación anduve por las calles de Upsala cuando Upsala era una pequeña ciudad universitaria, apartada y medio dormida. Estuve en Dufnäs, en Dalecarlia, cuando Vároms, la finca de veraneo de mis abuelos maternos, era todavía un paraíso especial e ilusorio alejado de las carreteras.
Escribí como estoy acostumbrado a hacerlo desde hace cincuenta años: de forma dramática, cinematográfica. En mi representación los actores pronunciaban sus réplicas en un escenario intensamente iluminado, rodeados de unos decorados algo difuminados pero maravillosamente claros. En el centro de esta notable puesta en escena se movían mi madre y mi padre personificados por Pernilla Östergren y Samuel Fröler.
No pretendo afirmar que siempre he sido respetuoso con la verdad en mi narración. He exagerado, añadido, quitado y cambiado el orden, pero, como suele ocurrir en este tipo de juegos, el juego ha resultado seguramente más claro que la realidad.
Como, sin el menor asomo de amargura, sabía que no iba a dirigir mi saga, fui más minucioso que de ordinario en mis descripciones, hasta en las de detalles bastante insignificantes, incluso en cosas que nunca podría registrar una cámara. Salvo, tal vez, como sugerencias a los actores.
De esta manera se fue desarrollando la historia durante un verano en Fárö. Fui tocando con cuidado los rostros y los destinos de mis padres y me parece que aprendí mucho de mí mismo. Mucho que ha estado escondido bajo capas de represiones polvorientas y formulaciones conciliadoras carentes de sentido.
Este libro no se ha adaptado ni en una sola coma a la película. Se ha mantenido como fue escrito: las palabras se yerguen incontestables y ojalá vivan su propia vida, como una representación propia en la mente del lector.
Ingmar Bergman Faro, 25 de agosto de 1991
PRIMERA PARTE
Elijo un día de invierno primaveral a principios de abril de 1909. Henrik Bergman acaba de cumplir veintitrés años y estudia teología en la Universidad de Upsala. En este momento va subiendo por la calle Östra Slottsgatan camino de Drottninggatan y el hotel Stad, donde va a encontrarse con su abuelo paterno. Aún queda nieve en la cuesta del castillo, pero el aguanieve corre por los arroyos y las nubes desfilan en procesión.
El hotel es un edificio alargado de dos plantas, agazapado bajo la catedral. Los grajos graznan volando alrededor de las torres y un pequeño tranvía azul va bajando la cuesta con cuidado. No se ve un alma. Es sábado por la mañana, los estudiantes están durmiendo y los profesores preparando sus conferencias.
Sentado en la recepción hay un hombre entrado en años de mirada distinguida leyendo el periódico Uppsala Nya. Hace esperar a Henry un conveniente número de instantes, dobla a continuación la página y dice con cortesía nasal que sí, que el abuelo del señor le espera en la habitación 17, por la escalera de la izquierda. Seguidamente se ajusta los quevedos y vuelve a la lectura. Se oyen ruidos y voces de mujer en la cocina. Un olor acre a cigarro apagado y a arenque frito se funde con el humo de una poderosa estufa de carbón que retumba en un rincón.
El impulso de Henrik es huir, pero las piernas le suben por la alfombrada y crujiente escalera de madera y le conducen a través del pasillo amarillento hasta la puerta 17. Junto al umbral están las botas recién lustradas del abuelo. Henrik respira profundamente antes de llamar. Una voz sonora, bastante clara, dice: «Pasa, pasa, está abierto».
La habitación es grande, con tres ventanas que dan al patio empedrado, a las cuadras y a los todavía desnudos olmos. En la pared larga hay dos camas con las cabeceras de caoba. En la pared de enfrente campea el lavabo con la palangana, las jarras y unas toallas bordadas en rojo. El mobiliario se completa con un tresillo y una mesa redonda sobre la que hay una bandeja de desayuno. Sobre las tablas nudosas del suelo se extiende una gastada alfombra de incierta procedencia oriental. En el empapelado marrón y de suave dibujo de las paredes, cuelgan grabados de cobre con motivos de caza.
Fredrik Bergman se levanta trabajosamente del sillón y va al encuentro de su nieto. Es un hombre alto, más alto que el muchacho, fuerte y huesudo, de nariz grande, pelo gris y corto, patillas, pero sin barba ni bigote. Tras la montura de oro de las gafas miran los ojos azul oscuro con los cercos un poco enrojecidos. Extiende una mano fuerte con las uñas rotas, pero limpias. Ambos hombres se saludan sin sonreír. El viejo le señala a su nieto una silla de gastada funda y patas torneadas.
Fredrik Bergman permanece de pie contemplando a Henrik con curiosidad, pero sin complacencia. Henrik mira a través de la ventana. Un carro arrastrado por dos caballos rueda con estrépito sobre los adoquines del patio. Cuando se calla el ruido, toma el abuelo la palabra. Habla de modo meticuloso y claro, como quien está acostumbrado a hacerse entender y obedecer.