¿Alcanzo Maestri la cima del Cerro Torre? ¿Subió Cessen por la cara sur del Lhotse? ¿Se le trató a Bonatti injustamente en la conquista del K2? ¿Hay alpinistas cándidos, incrédulos, impostores o fantasiosos? ¿Han existido fraudes intencionados a lo largo de la historia del alpinismo?
La historia de los contactos de los hombres con las montañas está plagada de injusticias, polémicas, engaños y anécdotas de todo tipo.
Algunos de estos acontecimientos son los que relata este libro.
Agustín Faus
Montañas injustas
ePub r1.0
akilino 20.07.14
Título original: Montañas injustas
Agustín Faus, 2005
Retoque de cubierta: Matt
Editor digital: akilino
Segundo editor: JeSsE
Corrección de erratas: Matt
ePub base r1.1
Prólogo: ¿Montañas injustas?
Explicación de un título y un interrogante
¿Pueden ser injustas las montañas?
¿Pueden las montañas, por ellas mismas, decidir sobre el destino de las personas que, respondiendo a la verdadera atracción que ejercen, acuden a ellas?
Las montañas atraen por bellas. Esto es cierto. Como también es cierto que toda atracción puede ocasionar algún peligro. Aunque hay que considerar que las montañas más bellas, como la mujeres bellas, no están siempre bellas porque unas y otras, cuando el tiempo se pone malo, también se esconden, o se ponen malas, o feas como el propio tiempo. Entonces las montañas pueden presentarse hasta repulsivas, frías. Y en aquellos momentos, los que están en las montañas procuran alejarse de su vera, si pueden. Pero al día siguiente, si el tiempo se ha vuelto a poner bueno, los mismos que ayer huían de las montañas, vuelven la cara hacia ellas y vuelven a acercarse al cuadro que súbitamente se ha puesto atrayente y bonito. Las montañas han vuelto a ser atractivas. Terriblemente atractivas, algunas veces.
Cuando surge un desastre en la montaña solemos oír muchos comentarios: las viejas lamentaciones de siempre sobre las «injusticias de las montañas». Mas, si analizamos bien los hechos, siempre comprobaremos que las montañas no tienen la culpa de ningún desastre acaecido en ellas, por muy gordo que haya sido este.
¿Es que las montañas lanzan gritos de llamada para que los hombres acudan a ellas, como cuenta la fábula que hacían las sirenas que llamaban a Ulises y a sus hombres para hacerles perecer?
¿Son las montañas precisamente las que deciden provocar una caída o iniciar una avalancha? ¿Son ellas las que discurren alejar o castigar a los hombres mandándoles rayos que les espanten o que paralicen sus movimientos?
¿Son las montañas las que valoran a los alpinistas y les rechazan o les aceptan, según el aprecio de esta valoración?
No. Las montañas no llaman a gritos a los hombres ni deciden quedarse con unos y derribar a otros. Las montañas ni siquiera «se ponen» hermosas para atraer a los humanos. Ni tientan sus deseos de satisfacción o de gloria. Las montañas, con toda su presencia en aristas, paredes, glaciares, collados, crestas, nubes, cielos y tormentas, no son más que tal como las vemos nosotros: algo muy llamativo pero estático. Somos nosotros, los humanos, quienes les concedemos un mayor o menor grado de hermosura y personalidad y nos sentimos atraídos o rechazados por esta hermosura sentida o inventada por nosotros. Somos nosotros quienes las llamamos bonitas o feas, o atractivas o repelentes, según nuestro proceder o según nuestro estado de ánimo. Somos nosotros los que vamos a ellas. Porque ellas están quietas. Ellas no obran ni se mueven. Ellas son como son: Montañas, presencia geológica de nuestro mundo en nuestro tiempo.
Mas cuando algo va mal o cuando nosotros mismos no podemos o no sabemos estar a la altura de las circunstancias, decimos que «las montañas son injustas».
Las montañas no son culpables de lo que los hombres deciden alrededor de ellas, sea acertada o desacertada esta decisión. Ellas no son responsables de que nosotros podamos disfrutar o sufrir o divagar a cuenta de ellas dada su proximidad, su presencia o su estado. Las montañas no son injustas ni son justas. Ellas son sólo montañas. Son algo superior a los humanos. Son eternas mientras que nosotros no somos más que seres pasajeros, con tiempo justo para verlas, amarlas o criticarlas, y desaparecer. Nosotros tan sólo somos unos ínfimos títeres que nos movemos a su alrededor, y ello durante un lapso de tiempo muy corto.
Porque al fin y al cabo, nosotros nos iremos mientras que las montañas seguirán en el lugar que han tenido siempre: entre nubes, bajo el sol, llenas de nieve en los inviernos; cubiertas de flores en primavera o resecas bajo los implacables veranos.
Las montañas no son injustas. Son los hombres, somos nosotros quienes podemos ser justos o injustos en nuestra apreciación, en nuestra alegría, en nuestro proceder o en nuestro terror.
Los hombres, por ser tan humanos, podemos apreciar a las montañas o enamorarnos de ellas o aborrecerlas. Podemos querer «hacerlas nuestras» con nuestro acierto o nuestra suerte. O involucrarlas con nuestros errores o con nuestros pecados. O con nuestras falsas grandezas. Mas si los hombres cometen actos de justicia o de injusticia relacionados con las montañas es muy posible que luego estos actos sean achacados a las montañas. ¡Esto sí es injusto!
La historia de los contactos de los hombres con las montañas está plagada de injusticias, de acontecimientos que no salieron bien o de hechos que se desgajaron de un plan que, aunque al principio fuera perfecto, luego quien lo planteó o lo realizó o lo sufrió —hombre al fin— tuvo algún fallo.
Algunos de estos acontecimientos son los que relata este libro.
Y por todo ello este libro podría tener un título más veraz: si los sucesos o desenlaces explicados han sido considerados poco justos, realmente son hechos llevados a cabo o acaecidos o sufridos por los hombres. Y hablando con claridad, debería este libro titularse «Hombres injustos» o «Alpinismo injusto». Pero yo no he osado titular de esta manera a este trabajo porque también soy humano y alpinista y por ello no me atrevo a decir a los cuatro vientos que las acciones de algunos alpinistas son o han sido erróneas, desgraciadas o imperfectas. No debería titular como «montañas injustas» un trabajo que empieza afirmando que las montañas no tienen culpa alguna de todo cuanto en el libro se relata.
No existen, pues, injusticias por «obra» de las montañas. Pero como los acontecimientos o desenlaces relatados sucedieron a montañeros y alpinistas de verdadero corazón, prefiero justificarlo todo y poner un título que, aunque injusto, quede suavizado dentro de este gran interrogante: ¿Montañas injustas?
Sé y lo afirmo y lo repito bien claro, que las montañas no fueron culpables de estos acontecimientos: sólo fueron el escenario —¡un magnífico escenario por cierto!— de todo cuanto se relaciona. Los causantes serían unos hombres y otros hombres, con un dédalo de aciertos, de veracidades, de admiraciones, de errores, de recelos, de algunas maledicencias, movido todo ello por una gran parte de vanidad. Hombres verdaderamente injustos pudieron ser causantes de hechos que podrían ser calificados como injustos de verdad.
Jamás una montaña puede haber cometido una injusticia. Y —yo también injusto— amparándome en el gran interrogante sobre una idea tan terrible como «montañas injustas», dejo que este libro se nomine con dicha frase, que nadie podrá afirmar jamás que sea cierta.