De la emancipación de la servidumbre a las herejías subversivas, un hilo rojo recorre la historia de la transición del feudalismo al capitalismo. Todavía hoy expurgado de la gran mayoría de los manuales de historia, la imposición de los poderes del Estado y el nacimiento de esa formación social que acabaría por tomar el nombre de capitalismo no se produjeron sin el recurso a la violencia extrema.
La acumulación originaria exigió la derrota de los movimientos urbanos y campesinos, que normalmente bajo la forma de herejía religiosa reivindicaron y pusieron en práctica diversos experimentos de vida comunal y reparto de riqueza. Su aniquilación abrió el camino a la formación del Estado moderno, la expropiación y cercado de las tierras comunes, la conquista y el expolio de América, la apertura del comercio de esclavos a gran escala y una guerra contra las formas de vida y las culturas populares que tomó a las mujeres como su principal objetivo.
Al analizar la quema de brujas, Federici no sólo desentraña uno de los episodios más inefables de la historia moderna, sino el corazón de una poderosa dinámica de expropiación social dirigida sobre el cuerpo, los saberes y la reproducción de las mujeres. Esta obra es también el registro de unas voces imprevistas (las de los subalternos: Calibán y la bruja) que todavía hoy resuenan con fuerza en las luchas que resisten a la continua actualización de la violencia originaria.
Silvia Federici
Calibán y la bruja
Mujeres, cuerpo y acumulación originaria
ePub r1.0
marianico_elcorto06.02.14
Título original: Caliban and the Witch: Women, the Body, and Primitive Accumulation
Silvia Federici, 2004
Traducción: Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza
Ilustraciones:
Diseño de portada: Traficantes de Sueños
Editor digital: marianico_elcorto
ePub base r1.0
SILVIA FEDERICI. Es profesora en la Hofstra University de Nueva York. Militante feminista desde 1960, fue una de las principales animadoras de los debates internacionales sobre la condición y la remuneración del trabajo doméstico. Durante la década de 1980 trabajó varios años como profesora en Nigeria, donde fue testigo de la nueva oleada de ataques contra los bienes comunes. Ambas trayectorias confluyen en esta obra..
Notas
[3] No sorprende que la valoración del cuerpo haya estado presente en casi toda la literatura de la «segunda ola» del feminismo del siglo XX , tal y como ha sido caracterizada la literatura producida por la revuelta anticolonial y por los descendientes de los esclavos africanos. En este terreno, cruzando grandes fronteras geográficas y culturales, A Room of One’s Own [Una habitación propia] (1929), de Virginia Woolf, anticipó Cahier d’un retour au pays natal [Cuadernos del retorno a un país natal] (1938) de Aimé Cesaire, cuando regaña a su audiencia femenina y, por detrás, al mundo femenino, por no haber logrado producir otra cosa que niños.
Jóvenes, diría que […] ustedes nunca han hecho un descubrimiento de cierta importancia. Nunca han hecho temblar a un imperio o conducido un ejército a la batalla. Las obras de Shakesperare no son suyas […] ¿Qué excusa tienen? Está bien para ustedes decir, señalando las calles y las plazas y las selvas del mundo plagadas de habitantes negros y blancos y de color café […] hemos estado haciendo otro trabajo. Sin él, esos mares no serían navegados y esas tierras fértiles serían un desierto. Hemos alzado y criado y enseñado, tal vez hasta la edad de seis o siete, a los mil seiscientos veintitrés millones de seres humanos que, de acuerdo a las estadísticas, existen, algo que, aun cuando algunas hayan tenido ayuda, requiere tiempo (Woolf, 1929: 112).
Esta capacidad de subvertir la imagen degradada de la feminidad, que ha sido construida a través de la identificación de las mujeres con la naturaleza, la materia, lo corporal, es la potencia del «discurso feminista sobre el cuerpo» que trata de desenterrar lo que el control masculino de nuestra realidad corporal ha sofocado. Sin embargo, es una ilusión concebir la liberación femenina como un «retorno al cuerpo». Si el cuerpo femenino «como discuto en este trabajo» es un significante para el campo de actividades reproductivas que ha sido apropiado por los hombres y el estado y convertido en un instrumento de producción de fuerza de trabajo (con todo lo que esto supone en términos de reglas y regulaciones sexuales, cánones estéticos y castigos), entonces el cuerpo es el lugar de una alienación fundamental que puede superarse sólo con el fin de la disciplina-trabajo que lo define.
Esta tesis se verifica también para los hombres. La descripción de un trabajador que se siente a gusto sólo en sus funciones corporales hecha por Marx ya intuía este hecho. Marx, sin embargo, nunca expuso la magnitud del ataque al que el cuerpo masculino estaba sometido con el advenimiento del capitalismo. Irónicamente, al igual que Michel Foucault, Marx enfatizó también la productividad del trabajo al que los trabajadores están subordinados «una productividad que para él es la condición para el futuro dominio de la sociedad por los trabajadores. Marx no observó que el desarrollo de las potencias industriales de los trabajadores fue a costa del subdesarrollo de sus poderes como individuos sociales, aunque reconociese que los trabajadores en la sociedad capitalista están tan alienados de su trabajo, de sus relaciones con otros y de los productos de su trabajo como para estar dominados por éstos como si se tratara de una fuerza ajena».
[15] La siguiente canción de las hiladoras de seda da una imagen gráfica de la pobreza en la que vivían las trabajadoras no cualificadas de las ciudades (Geremeck, 1994: 65):
Siempre hilando sábanas de seda
Nunca estaremos mejor vestidas
Pero siempre desnudas y pobres,
Y siempre sufriendo hambre y sed.
En los archivos municipales franceses, las hilanderas y otras asalariadas eran asociadas con las prostitutas, posiblemente porque vivían solas y no tenían una estructura familiar detrás. En las ciudades, las mujeres no sólo sufrían pobreza sino también distanciamiento de los familiares, lo que las hacía vulnerables al abuso (Hughes, 1975: 21; Geremek, 1994: 65-6; Otis 1985: 18-20; Milton, 1985: 212-13).
[23] Holmes (1975: 202), Milton (1973: 124) y N. Cohn (1970: 215-17). Según los describe Engels, los taboritas eran el ala democrática revolucionaria del movimiento nacional de liberación husita contra la nobleza alemana en Bohemia. De esto, Engels sólo nos dice que «sus demandas reflejaban el deseo del campesinado y las clases bajas urbanas de terminar con toda opresión feudal» (Engels, 1977: 44n). Pero su sorprendente historia es narrada en mayor detalle en The Inquisition of the Middle Ages, de H. C. Lea (1961: 523-40), donde leemos que eran campesinos y gente humilde que no querían nobles y señores entre ellos y que tenían tendencias republicanas. Eran llamados taboritas porque en 1419, cuando los husitas de Praga fueron atacados, siguieron viaje hasta el monte Tabor. Allí fundaron una nueva ciudad que se convirtió en el centro tanto de la resistencia contra la nobleza alemana, como de experimentos comunistas. La historia cuenta que, cuando llegaron de Praga, sacaron unos grandes arcones en los que se le pidió a cada uno que pusiera sus posesiones, para que todas las cosas pudieran ser comunes. Aparentemente, este acuerdo colectivo no duró mucho, pero su espíritu pervivió durante algún tiempo después de su desaparición (Demetz, 1997: 152-57). Los taboritas se distinguían de los ultraquistas en que, entre sus objetivos, estaba incluida la independencia de Bohemia y la retención de la propiedad que habían confiscado (Lea, 1961: 530). Ambos coincidían en los cuatro artículos de fe que unían al movimiento husita frente a enemigos externos: