nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión.
PRÓLOGO
Durante la mayor parte de su vida, el filósofo Immanuel Kant tuvo a su servicio a Martin Lampe, un asistente que le ayudaba en las tareas domésticas y al que despidió en 1802, tras enemistarse con él por algún motivo que se desconoce. Kant tenía entonces setenta y ocho años, empezaba a mostrar signos de demencia senil y se servía de pequeñas notas en las que apuntaba toda clase de asuntos pendientes y tareas importantes. En una de ellas escribió: «El nombre de Lampe ha de ser completamente olvidado». La gracia del asunto, claro, es que se trata de una especie de contradicción performativa. De la misma manera que esforzarse en conciliar el sueño es una receta infalible para cultivar el insomnio, escribir en una nota que hay que olvidar algo parece una excelente manera de grabarlo a fuego en la mente.
En cambio, la operación contraria es relativamente sencilla de realizar. En los años noventa del siglo XX la psicóloga estadounidense Elizabeth Loftus diseñó un elegante experimento que demostró la posibilidad de implantar recuerdos falsos en personas adultas perfectamente normales sin recurrir a ninguna técnica agresiva de lavado de cerebro. Loftus seleccionó a veinticuatro personas a las que entregó un informe en el que se relataban sucintamente cuatro recuerdos de su infancia: tres de ellos —obtenidos gracias a la complicidad de algún familiar— eran verdaderos, mientras que el cuarto nunca había tenido lugar (una historia acerca de cómo esa persona se había perdido de niña en un centro comercial). Loftus les pidió que dijeran si se acordaban o no de cada uno de los cuatro episodios y, en caso de que la respuesta fuera afirmativa, que hablaran sobre lo ocurrido. Lo sorprendente no fue tanto que el veinticinco por ciento de las personas que participaron en el experimento aseguraran que el recuerdo falso había sucedido realmente, sino que lo adornaron con toda clase de detalles y lo relataron con auténtica emoción. Otros experimentos similares alcanzaron porcentajes de hasta el cincuentapor ciento de éxito en la inducción de falsos recuerdos.
El trabajo de Loftus tuvo una enorme repercusión pública porque rebatió la teoría de los recuerdos reprimidos, que durante la década de los ochenta justificó en Estados Unidos una avalancha de juicios por abusos sexuales a menores. En aquellos años miles de personas acudieron a los tribunales tras recordar en el transcurso de algún tipo de terapia psicológica supuestas agresiones que habían enterrado en un rincón de su mente. Loftus cuestionó la autenticidad de esos recuerdos con el argumento, bastante verosímil, de que la gente que ha padecido experiencias traumáticas no suele olvidarlas, más bien las recuerda obsesivamente.
Loftus se convirtió en una figura conocida y muy polémica. Fue acusada, no sin parte de razón, de ponerse del lado de los agresores y en contra de las víctimas y se ganó la enemistad de sus compañeros de profesión. Incluso llegó a recibir amenazas y tuvo que contratar guardaespaldas. Sin embargo, como recordaba el neurólogo Oliver Sacks, los experimentos de Loftus tienen también una lectura optimista. La fragilidad de nuestro sistema de memoria, tan concupiscente y poco fiable, tal vez sea un ingrediente importante de la imaginación y la empatía. Nuestro cerebro es un órgano voraz, y no muy escrupuloso, que digiere las experiencias ajenas, reales o no, y las incorpora a su propio acervo. «La indiferencia sobre las fuentes —escribía Sacks—, nos permite asimilar lo que leemos, lo que nos cuentan, lo que dicen otros y pensar, escribir y pintar, de una forma tan rica y tan intensa como si fuesen experiencias primarias.»
Creo que, al menos en parte, esas palabras se pueden aplicar a nuestra relación con la historia y las ciencias sociales, que también son sistemas muy frágiles. Un verano coincidí con unos amigos catalanes en un pueblo a orillas del Cantábrico. Cada día, sus dos hijos observaban fascinados los cambios en las mareas, que en el norte de España son muy vivas. A veces el mar apenas dejaba una pequeña franja de arena y otras mañanas el agua se había retirado más de cien metros. Un día nos preguntaron: «Pero aquí cuando el mar está normal, normal, ¿dónde está?». Algo parecido pasa con las ciencias sociales. Como nuestra memoria, la historia, la sociología, la economía o la psicología recuerdan un poco al estado de duermevela en el que, a diferencia de lo que ocurre en los sueños, aún sabemos que existe la diferencia entre la realidad y la fantasía, entre la verdad y el error, pero es una distancia de grado, sutil y engañosa. Los hechos históricos nunca están «normal, normal». No forman una roca madre a la que podemos acceder tras ir levantando capa tras capa de sedimentos y ganga.
La cara amable de esta limitación es que también las ciencias sociales se han incorporado a nuestras vidas como si fueran experiencias primarias, recuerdos personales, pasiones desatadas. Conceptos como «clase social», «trauma» o «solidaridad» forman parte de nuestro vocabulario íntimo, de la forma en que nos entendemos a nosotros mismos y aquello que aspiramos a ser individual y colectivamente. La razón es que vivimos en sociedades opacas, que exigen ser explicadas y transformadas. Los grandes cataclismos que agitan nuestras vidas no son sólo fenómenos naturales —malas cosechas, enfermedades o terremotos—, sino, sobre todo, procesos sociales misteriosos —como la desigualdad o las crisis económicas— que necesitamos entender.
Este libro explora ese terreno pantanoso en el que se unen historia, vida y ficción. Es una historia personal del capitalismo a través de algunos textos literarios muy heterogéneos. La palabra clave aquí es «personal». No he intentado analizar sistemáticamente, con herramientas filológicas rigurosas, el modo en que la historia de la literatura se entrelaza con la evolución de la sociedad capitalista. Tampoco uso los textos literarios como fuente de información para analizar fenómenos históricos complejos. Más bien he intentado trazar una crónica ficticia de los dilemas políticos de nuestro tiempo mediante novelas, poesías y obras de teatro.
A lo largo de la historia, las clases dominantes se han distinguido por su paupérrima imaginación política. Los miembros de las élites siempre han estado plenamente convencidos de que el sistema político cuya cúspide ocupaban —ya fuera el esclavismo, el feudalismo o la tiranía— era inconmovible y la única alternativa al caos. Se dice que Luis XVI llevaba desde adolescente un diario donde reflejaba sus preocupaciones cotidianas. La caza era su actividad favorita, así que en sus cuadernos se describen minuciosamente los animales que abatió (concretamente, 189.251 piezas en trece años). También merecen su atención las audiencias que concedió y las enfermedades que padeció, como indigestiones, catarros y ataques de hemorroides. Cuando no salía a cazar, no tenía audiencias ni padecía ninguna enfermedad, Luis XVI se limitaba a escribir en su diario: «nada». Lo curioso es que en todas las fechas famosas de la Revolución francesa aparece esa palabra. Lo único que tiene que decir el monarca a propósito de algunas de las transformaciones políticas de mayor impacto de la historia de la humanidad es «nada».