Annotation
Durante más de veinte años, Menchu Gutiérrez vivió en un faro de la costa norte de España. El faro por dentro es el relato del último día de esta larga y profunda experiencia y «un homenaje a la luz que hace de éste y todos los faros del mundo uno solo». Acompañando a este texto, Siruela recupera también, revisado por la autora, Basenji, la inquietante historia de un farero y su perro africano, un verdadero thriller psicológico que se desarrolla entre los destellos de luz y la oscuridad del faro.
Menchu Gutiérrez
El faro por dentro
Nuevos Tiempos Ediciones Siruela
© Menchu Gutiérrez, 2011
© Ediciones Siruela, S. A., 2011, 2012
C/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid.
Colección: Nuevos Tiempos 183
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
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ISBN: 978-84-9841-509-4
www.siruela.com
a Pedro, por el regalo de la luz
Prólogo
Vivir en un faro es muy distinto a habitarlo. En realidad, como se desprende de las páginas de este libro, ni siquiera el edificio que recibe el nombre de «la casa del faro» llega nunca a habitarse del todo.
Durante muchos años, viví en el vientre de un faro en la costa norte española; e, igual que había llegado hasta él, casi sin creerlo, con la misma sensación de vivir en un paréntesis del tiempo, un día tuve que abandonarlo.
De los dos textos que se reúnen en este libro, Basenji fue el primero en nacer. Aparece entre paréntesis porque es la criatura del faro, una ficción que nace directamente de él, casi al dictado; el paréntesis podría estar hecho con la misma clase de piedra con la que se levanta la torre, en torno a la escalera de caracol que conduce a la linterna.
Basenji es el nombre de una raza de perro africano que se caracteriza por no ladrar nunca. El perro mudo, que convive con el farero, convenía a una historia que congrega las preguntas esenciales lanzadas por el faro y a la vida que naufraga junto a la luz. En la mitología egipcia, el perro es el único animal capaz de llevar y traer mensajes del mundo de los vivos al mundo de los muertos. Envuelto en su máscara de silencio, quizá Basenji esperaba un mensaje o lo traía, el protagonista del libro no podía saberlo.
Escrito muchos años más tarde, a punto de ser abandonado, El faro por dentro es un relato del último día de vida en el faro, y un homenaje a la luz que hace de éste y de todos los faros del mundo uno solo.
Menchu Gutiérrez
mayo 2010
El faro por dentro
Muchas veces he tenido la secreta sensación de que el faro era un ser vivo, un animal inmovilizado por un hechizo. Subía las escaleras de la torre y me parecía hacerlo por el interior de un tronco erguido. Cada peldaño correspondía a una vértebra.
De ahí quizá la aprensión, el temor a estar usurpando un espacio que no me pertenecía. Otras veces, la torre se convertía en un templo consagrado a una religión extraña, en el que la materia a la que se rendía culto era la luz. Cuando me acercaba a la óptica, el gran ojo del faro, pensaba que el animal, ofendido por mi presencia, podría castigarme con la ceguera. También, al desconocer el ritual de la luz del templo y equivocar el paso, la escalera de caracol, provista de un invisible mecanismo de defensa, podría abrirse bajo mis pies, dejándome caer en un pozo.
Pero, incluso cuando mi mente estaba tranquila y ninguno de estos avatares tomaba posesión del edificio, tampoco entonces subía la escalera de la linterna en paz, y la respiración siempre ha ido en mi contra, peldaño a peldaño; no por el esfuerzo físico, sino por el desasosiego; cada peldaño, una moneda de inquietud en el pecho: el precio a pagar por un sentimiento de extranjería que nunca me ha abandonado.
Sin embargo, hoy que asciendo la escalera por última vez, lo hago, si no en paz, sí con la certidumbre de que el faro sabe que es nuestra última noche, percibiendo solemnidad y respeto en su forma de no oponer resistencia, una suerte de reconocimiento ante la despedida, de reparación.
Y si el gran ojo de cristal tallado fue siempre la meta única de la subida a la torre, hoy asciendo también por la espiral de un oído, o mejor, avanzo oído adentro, como hacia el centro de una caracola, y los peldaños de piedra arenisca se transforman en celdillas de nácar de un nautilo, o en las teclas de marfil de un instrumento musical en construcción.
Creo que estoy hablando al oído y a la memoria del faro.
Antes de llegar al arranque de la escalera, he estado deambulando por todas las habitaciones de la casa, iluminada esta noche de forma intermitente y violenta, como a golpes de guadaña. Creo que el ojo de la torre ha invertido el foco de su mirada, que los haces han comenzado a barrer su espacio interior, y con él los veinte años de vibrante inmovilidad vividos en el faro.
El camión de la mudanza llegará mañana, y todo lo que una vez ocupó un lugar en una estantería o en un armario descansa ahora en el interior de una caja. Las cajas y sus sombras están por todas partes. Parecen bultos impersonales, y sin embargo, al pasar a su lado, siento una llamada: como si todas ellas contuvieran relojes y oyera el tictac de un tiempo diferente, periodos enteros de tiempo vivido bajo la advocación de la luz y ahora encapsulados.
Tengo la fantasía de que algunos objetos deberían salir de aquí en camilla y reposar quizá bajo una tienda, en una suerte de hospital de campaña, antes de volver a ser objetos en otro lugar. Sobre todo, los libros. Sobre todo, algunos libros. Si no se curan antes, quizá se desintegren al contacto con el aire nuevo, como reliquias que hubieran estado enterradas durante siglos bajo un túmulo.
No necesito mirar atrás para saber que los recuerdos de la vida en el faro no se encuentran en las habitaciones, sino fuera de ellas, a lo sumo en los alféizares de las ventanas desde donde se contempla un mar siempre cambiante, y un horizonte que, lejos de ser una línea continua, se comporta como un volcán en permanente erupción de emociones; la memoria no está cifrada en las marcas o en las cicatrices abiertas en la pintura de las paredes, y forma parte del trabajo riguroso y constante que cada noche ejercen los haces sobre los troncos de los tilos del jardín. ¿Serían capaces estas cuchillas de luz de talarlos un día?
Los recuerdos no se encuentran en el interior de una parcela de espacio que no posee ninguno de los atributos de una casa verdadera. La falsa casa del faro se reduce a un recinto imantado a una escalera. Igual que un cepo no es un dormitorio, igual que un telescopio no es una almohada. La casa del faro no puede ser nunca una casa, igual que una garita de centinela no lo es. ¿Puede una alucinación ser legada o heredarse? No, los hijos del faro han nacido a los pies de una torre y lo saben bien cuando, desde lejos, reconocen la luz que se enciende en un punto de la costa y se sienten señalados con el dedo.
El verdadero recuerdo se encuentra adherido a los ojos que, multiplicados por las lentes de unos prismáticos, buscan en la superficie del mar una señal que dará sentido al día. Esté donde esté, la descendencia del faro, marcada por la luz, no puede olvidar. El estigma crece con el tiempo: lo he reconocido en estaciones de tren y en aeropuertos, en la frente de un tránsfuga que mostraba en la frontera un pasaporte falsificado. También yo sé lo que es sentir el dedo acusador, y me he identificado con el sacerdote o la sacerdotisa del templo que pagaría con su vida la conservación del fuego.