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La mariposa lunar había saciado por fin su hambre, y retiró con delicadeza la trompa del tronco del árbol. De su extremo, un aguijón tan duro como una broca de diamante, colgaba una gota de líquido de color azul claro. Mientras, el árbol trataba de cerrar la herida, de la que descendía un hilillo de savia hasta el suelo, muchos metros más abajo.
La mariposa lunar recogió su trompa dentro de la boca y emprendió el vuelo. Desplegó sus alas, delicadas como la más tenue de las gasas, y se dejó caer. Planeó entre las frondas de los árboles, irreal como un espectro que latiera con fosforescencia verde. Vagó por el bosque, aparentemente sin rumbo, girando bruscamente de vez en cuando para eludir las trampas de los vampiros nocturnos.
El cerebro de la mariposa lunar era muy simple. En él sólo había almacenadas unas cuantas instrucciones, que la criatura cumplía a la perfección: alimentarse, escapar de los depredadores, aparearse, dejar descendencia y morir. Y la primera de todas ellas era prioritaria en estos momentos. Necesitaba obtener mucha energía para fabricar varias docenas de huevos, tal como su especie venía haciendo desde hacía millones de años.
Sin embargo, la necesidad de buscar un árbol joven del que nutrirse entró en conflicto con otro impulso. El cielo comenzaba a perder su negrura, y el brillo de las estrellas menguaba imperceptiblemente. En el horizonte de levante había aparecido una delgada línea cerúlea, anunciando el alba. Eso significaría la muerte para la mariposa lunar, cuando el sol quemara sus frágiles alas. Había llegado la hora de buscar refugio. Perezosamente, cambió su rumbo y se deslizó hacia la madriguera que compartía con miles de congéneres, abierta entre las raíces de un arbusto araña.
La mariposa lunar se elevó sobre las copas de los árboles, arrancando reflejos verdes en las pálidas frondas plumosas y rozando al pasar los penachos de esporas, que liberaron al aire nubes de polvo plateado. Sobrevoló el bosque, buscando puntos de referencia para localizar su hogar. Experimentó cierta urgencia; la aurora progresaba por momentos, tiñendo de malva parte del cielo. Ninguna otra mariposa se veía ya. Era la última, y no disponía de mucho tiempo. Tardó unos minutos en orientarse, pero al fin lo consiguió y se dispuso a bajar.
Justo entonces divisó un punto de luz, y su instinto, tan eficaz en otras ocasiones, la traicionó. Su pequeño cerebro procesó la nueva información y la interpretó de la única forma posible: era la Luna, el pequeño satélite que todas las noches surcaba velozmente el cielo de aquel mundo.
Las mariposas lunares sentían una irresistible atracción hacia la luz. En la época de apareamiento, millones de ellas volaban hacia lo alto, guiadas por el mortecino resplandor blanco del astro, para reunirse en fascinantes danzas nupciales. La necesidad de acudir hacia un foco luminoso era superior a cualquier otra; ante ella no contaba el instinto de conservación, ni el hambre, nada.
La mariposa lunar batió sus alas, de casi dos metros de envergadura, y se elevó hacia el firmamento, enfilando directamente hacia aquel brillo hipnótico. Sólo le importaba una cosa: llegar hasta él. Era incapaz de asimilar las anomalías de la situación, como que la Luna hubiera salido demasiadas veces en la misma noche, o que estuviera en un sitio equivocado, o que a su alrededor surgieran destellos intermitentes en rojo. Para la criatura sólo había un fulgor irresistible, que aumentaba poco a poco de tamaño, y eso lo hacía más deseable. Ni siquiera se daba cuenta de que volaba ya demasiado alto, de que el sol naranja asomaba por el horizonte y sus primeros rayos estaban destruyendo las delicadas escamas de sus alas, que se iban deshilachando y dejando tras ella un sutil rastro, como de humo. Su diminuta mente había alcanzado el éxtasis; todo a su alrededor era luz, de una intensidad embriagadora, magnífica, gloriosa.
La nave pasó junto a la mariposa lunar a velocidad de vértigo. Las turbulencias la destrozaron en un instante y sus restos, como las páginas rotas de un libro, cayeron mansamente hacia el bosque, para convertirse en alimento de los primeros carroñeros de la mañana.
★★★
A bordo de la nave, aquel pequeño drama pasó inadvertido. En la proa, el comandante había conectado el piloto automático y escuchaba música clásica, mientras que su joven ayudante repasaba por enésima vez unos apuntes en su holo portátil. Al día siguiente tenía un examen, y trataba de consolarse pensando en lo a gusto que se iba a quedar después, tomando unas cervezas con los amigos y criticando a los profesores.
En la cabina de pasajeros, el ambiente no era menos plácido. La mayoría de ellos dormía tranquilamente, mientras que otros preferían charlar en voz baja, bien por no molestar o por tener que contarse pequeños secretos al oído. Eran jóvenes, y parecían felices. Todos salvo uno, un hombre de treinta y tantos años estándar, que estaba sentado en segunda fila, apartado de los demás, y mirando sin interés a través de la ventanilla el espléndido panorama del despertar de Hades.
La nave sobrevolaba los interminables bosques del continente boreal, una alfombra blanquiazul desgarrada de vez en cuando por el cauce de un caudaloso río. El cielo, que hasta hacía poco había sido un tapiz negro constelado de estrellas, recordaba ahora a una gran bandera tricolor: añil hacia poniente, malva en el cenit y de un cálido rojizo donde Lucifer, o MH-3412 para los astrónomos, comenzaba a mostrar su disco. Lentamente, Lucifer se fue adueñando del firmamento mientras que el transporte de pasajeros se dirigía hacia el sur, entre nubes que iban perdiendo poco a poco los reflejos sangrientos del amanecer.
Julio Ernesto Tancredi dejó a un lado sus meditaciones cuando una chica entró en la cabina de pasajeros. Iba vestida con uniforme militar y arrastraba un carro mayor que ella, lleno de bandejas con el desayuno. Fue saludada alegremente por los muchachos, mientras que Julio Ernesto fruncía el ceño. «Este mundo es tan primitivo que tienen que poner a una pobre recluta realizando las funciones de azafata, un trabajo digno de un robot». Tomó su bandeja y durante un cuarto de hora hizo lo posible por tragar un menú que exhibía todos los grados de la insipidez. «Al menos tienen algo en común con las grandes compañías aéreas del Sistema Solar».
La chica regresó para recoger las bandejas de plástico e introducirlas en una pequeña incineradora con ruedas. Cuando pasó junto a Julio Ernesto, éste le sonrió y le formuló una pregunta banal sobre su trabajo. Ella lo miró con curiosidad. No todos los días se tenía la oportunidad de charlar con un extranjero, así que se sentó a su lado.
Cinco minutos después, la charla había degenerado en monólogo. La chica se aburría como una ostra, así que buscó un pretexto creíble y se largó en cuanto pudo. Julio Ernesto refunfuñó por lo bajo sobre la veleidad femenina y volvió a contemplar el paisaje.
La nave se vio obligada a ascender hasta los quince kilómetros para poder sobrepasar el Espinazo del Diablo. La gran cordillera, nacida del choque de dos masas de tierra cien millones de años atrás, cruzaba de este a oeste la mitad de aquel mundo. Los vastos bosques norteños eran incapaces de superar aquel obstáculo, inaccesible hasta para las nubes cargadas de lluvia. Vistos desde el avión, semejaban un océano algodonoso que rompiera contra unos acantilados agrestes, en los que el blanco de las nieves eternas y el gris azulado del granito dibujaban un complicado cuadro abstracto.
Un murmullo de asombro se oyó en la cabina cuando la nave franqueó la cordillera y descendió hacia los desiertos del sur. Era una tierra inhóspita, donde sólo la hierba azul y unos cuantos animales podían sobrevivir. El contraste entre aquella extensión turquesa y el sol anaranjado era brutal, de una singular belleza. Al cabo de unos minutos, no obstante, su contemplación se hizo monótona, y los pasajeros reanudaron sus charlas o sus cabezadas.