Ken MacLeod El Torreón del Cosmonauta
Título original: Cosmonaut Keep
Traducción: Manuel de los Reyes
Directores de colección: Paris Álvarez y Juan Carlos Poujade
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Dúo
Ilustración de cubierta: Stephan Martiniere
Directores editoriales: Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez
Filmación: Autopublish
Impresión: Graficinco, S.A.
Impreso en España
Colección Solaris Ficción n°27
Publicado por La Factoría de Ideas
2002 - Primera edición
© 2000 Ken MacLeod
ISBN: 84-8421-659-4
Depósito Legal: M-507211-2002
Para Iain
Agradecimientos
Algunas de las ideas de este libro se inspiran en las vertidas en la página web del difunto Chris Boyce, http://www.et-presence.ndirect.co.uk.
Se publicó una versión primeriza del Capítulo Dos en forma de relato en IT@2000, suplemento especial de Computer Weekly , con fecha del 25 de noviembre de 1999.
Gracias a Carol, Sharon y Michael, por todo; a Tim Holman, por su paciencia como editor y por limar las asperezas del hilo lógico argumental; a Tim Adye, por aportar algunas teorías físicas especulativas; a Farah Mendlesohn, por sus comentarios tras la lectura del borrador; a Ellis Sharp, al que le he robado el nombre de una nave; y al Puesto de Observación de Biología Marina de la isla de Cumbrae, por aquella lejana, bulliciosa y dichosa semana.
y uno de los postes de madera con forma de jefe, colocado en la margen derecha de la entrada, había sido desprovisto de su corteza y, a cinco pies del suelo, en grandes letras mayúsculas, se había grabado la palabra CROATANO, sin más cruz ni señal de socorro
Prólogo
No estás aquí. Procura que no se te olvide.
Intenta no recordar dónde estás en realidad.
Te encuentras dentro de un intrincado laberinto de tenebrosos pasillos, todos iguales entre sí. Cruzas el último con la misma facilidad con la que recorre una jeringuilla su émbolo y te ves expulsado, de improviso, al abrumador espacio abierto del interior. Hace escasos minutos viste el espacio exterior, el universo, y todo ese tinglado no te pareció más grande que esto. El espacio interior es, fundamentalmente, familiar. No se trata más que del firmamento nocturno, sin la tierra bajo tus pies.
Este lugar es, fundamentalmente, extraño. Mide treinta kilómetros de longitud y cinco de altura, y es más grande que cualquier otra cosa que hayas visto antes. Es una habitación que alberga un mundo en su interior.
Según ellos, es un mundo brillante. Para nosotros no es más que una caverna fría y oscura. Según ellos, nuestras sondas más delicadas serían como gigantescas naves espaciales que planearan sobre cualquiera de nuestras ciudades impulsadas por reactores, proyectando haces de un brillo intolerable sobre todas las cosas. Es por eso que lo vemos a través de sus ojos, con sus instrumentos, en sus colores. La traducción de los colores tiene más que ver con los matices emocionales que con el espectro electromagnético; nos hemos devanado los sesos, tanto ellos como nosotros, para llegar a esta interpretación.
Así que lo que ves es un cálido fondo verde, jaspeado de innumerables formas, tan vivaces como diminutas, escaparate de muchos más colores de los que puedes nombrar. Te vienen a la cabeza joyas, colibríes y peces tropicales. Lo cierto es que el símil con una jungla o un arrecife de coral no resulta descabellado. Es éste un sistema más complejo que el de la Tierra en su conjunto. Conforme la panorámica se acerca a la superficie, recuerdas imágenes de ciudades vistas desde el aire, o los patrones de un sistema de circuitos de silicio. También esto se aproxima: aquí, la diferencia entre natural y artificial carece de significado.
El zoom aumenta y disminuye: desde los copos de nieve fraccionados, matizados de arco iris en calidoscópico movimiento, a las vastas distancias y perspectivas teñidas de violeta del hábitat, lo que reafirma la multiplicidad y diversidad de este lugar, la ausencia de repetición. Todo lo que hay aquí es único; existen las similitudes, pero no las especies.
No puedes detenerlo; muda, infatigable, la panorámica continúa mostrándote más y más, hasta que la inhumana e irresistible belleza del alienígena jardín, o ciudad, o máquina, o mente te destroza el corazón. No piensa dejar que te marches antes de que le hayas concedido tu aprobación; es en ese momento, en el preciso instante en que te enamoras, cuando te expulsa y regresas a tu humanidad, a la oscuridad.
uno
Se aproxima una nave
Había un dios erguido en el cielo, encumbrado sobre el horizonte crepuscular, con los largos cabellos blancos ondeando al viento solar. Más tarde, cuando el color del cielo hubiera pasado del verde al negro, el níveo fulgor estaría al borde de su cénit y su luz eclipsaría la Estela Espumosa, la amplia franja de la Galaxia. Al menos así sería en tanto se hubieran disipado para ese entonces las nubes de lluvia que surcaban veloces el paisaje hacia oriente. Gregor Cairns volvió la espalda a la propia estela espumosa del C. M. Yonge y traspasó con la mirada los mástiles y el trapo para fijarse en el techo celeste. Los cumulonimbos eran ya más negros y estaban más próximos que la última vez que se había fijado, hacía escasos minutos. Dos de los cinco hombres que conformaban la tripulación encargada de la vela al tercio se aprestaban ya a virar la enorme tela, prestos a cambiar de bordada para aprovechar el vigorizador viento.
Por mucho que le hubiera gustado contribuir, la experiencia le había enseñado que no conseguiría sino estorbar. Volvió a concentrar su atención en los tanques y las nasas en que chascaba, palmoteaba o tremolaba la pesca del día. Trilobites y ostracodermos, en su mayoría, con un argénteo jaspe de peces teleósteos, un untuoso espumarajo de babosas de mar y encostrados racimos de moluscos bivalvos y calcicordados. Gregor comenzaba a pensar en aquella especie de macedonia en términos de incongruencia y anacronismo; sonrió para sí al pensar en ello, reflexionando que ya sabía más acerca de la vida marina de los océanos de la Tierra que del planeta cuyos primeros colonos humanos habían dado en bautizar Mingulay, tanto tiempo atrás.
Su lacónica sonrisa no pasó desapercibida para sus dos colegas y fue correspondida al menos por una parte. Elizabeth Harkness era una joven de poderosa osamenta y rasgos marcados, casi de su misma edad y un centímetro o dos más alta. Bajo un ancho sombrero de cuero, su cabello negro, trasquilado, flagelaba sus rubicundas mejillas. Su indumentaria, al igual que la de Gregor, se componía de un grueso jersey, un impermeable, botas de goma y guanteletes. Se encontraba en cuclillas a un par de metros de la atestada cubierta de popa, escarbando entre los zarcillos de las redes de arrastre con un herrumbroso y viejo cuchillo, desprendiendo con maestría los distintos moluscos, calcicordados y fucos, que iban a parar a sus respectivos tanques.
—Venga, de vuelta al trabajo.
—Sí —dijo Gregor, mientras se inclinaba para levantar con cuidado un trilobites de diez kilos de peso, que se debatía y forcejeaba, y sumergirlo en un barril de madera lleno de agua—. Cuanto antes terminemos de clasificar esto, más tragos podremos tomar en el puerto.
—Eso, así que no te atores con lo más chupado. —La joven arrojó un puñado de mejillones de sobra a los murciélagos marinos que vociferaban y volaban en círculos alrededor de la embarcación.
—Ja. —Gregor soltó un gruñido y dejó que los trilobites, relativamente accidentados, se las apañaran en las redes y las cestas mientras él pasaba a ocuparse de las pequeñas conchas. El velero se encabritó al enfrentarse a la tormenta, y los pozos y los tanques escupieron agua salobre que se mezcló con un siseo con el agua dulce procedente del cielo. Elizabeth y él continuaron trabajando mientras capeaban el temporal, entre gritos y risas, rebajando la minuciosidad de la criba conforme arreciaba su premura.