Ian R. MacLeod
Las edades de la luz
Traducción:
Pilar Ramírez Tello
Sinopsis
Robert Borrows nació en West Yorkshire, el agosto del año sesenta y seis del tercer gran ciclo de la Era de la Industria. Pero no se trata de un pueblo más. En sus minas se obtiene un extraño material: el éter, sustancia de la que se compone la magia feérica. Mientras los maestros gremiales controlan la riqueza que producen las minas, los trabajadores tienen que ganarse duramente el pan y vivir en una terrible pobreza. Para Borrows surge una chispa de esperanza cuando conoce en la metropoli a un ladrón que le iniciará en una lucha política por cambiar el orden de un mundo lleno de fantasía y de miseria.
“Si la técnica narrativa de MacLeod está cerca de la perfección, la caracterización de personajes y la maravillosa ambientación no le van a la zaga” Publishers Weekly
“Una extraordinaria novela de historia alternativa” Booklist
“No tengo ni idea de qué aspecto tiene [Ian MacLeod], pero lo imagino como un ángel con alas policromas, manos sucias, y un lápiz muy masticado” Gene Wolfe
"MacLeod ha elevado el listón del género inventando una genial obra maestra" Locus
“Las edades de la luz es una de las principales novelas de 2003” Strange Horizons
“Bellamente escrita, una novela de compleja fantasía” Washington Times
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Título original: The Light Ages
Directores de colección: Paris Álvarez y Juan Carlos Poujade
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Dúo
Directores editoriales: Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez
Filmación: Autopublish
Impresión: Graficinco, S.A Impreso en España
Colección Solaris Ficción nº 63
Publicado por La Factoría de Ideas, C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial «El Alquitón». 28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85 Fax: 91 871 72 22
Derechos exclusivos de la edición en español: © 2005, La Factoría de Ideas Primera edición
© 2003, Ian R. MacLeod
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ISBN:84-9800-147-1 Depósito Legal M-25985-2005
Para mi maravillosa hija Emily,
que me ayudó a resistir un tiempo en la Torre Giratoria.
Con amor.
Primera parte
Gran maestro
Todavía la veo.
La veo en las zonas más pobres de Londres. Más allá de los nuevos puentes de hierro que soportan los tranvías sobre los transbordadores, donde el Támesis extiende los dedos a través del fango de las mareas. La veo en un lugar que se encuentra todavía más allá de los gallineros más lejanos de los Easterlies, aunque no aparezca en ningún mapa. Plagado de moscas, dragopiojos y del hedor de los efluentes de la ciudad en el verano, enturbiado por la contaminación y el hielo en el invierno, hasta las fábricas más fétidas le dan la espalda.
Allí, bajo las chabolas y vertederos de Londres, veo a mi cambiante.
La veo cuando sigo las calles que se alejan de mi gran casa de Northcentral. La veo cuando estoy preocupado o distraído, o cuando el presente parece frágil. Más allá de las altas casas de Hyde. Más allá de las elegantes grandes maestras que sacan a pasear a sus perros, los cuales (con patas finas, plumas, alas que no vuelan y crestas de reptiles, o cubiertos de mechones mohosos de pelaje multicolor) no se asemejan en absoluto a perros, a mi parecer. Rodeo las enormes tiendas de Oxford Road, después los increíbles árboles de Westminster Great Park, donde los cochecitos y las sombrillas vagan como barcos de papel, para bajar por Cheapside, donde las calles se hacen más pequeñas y oscuras conforme el cielo a su vez se encoge y oscurece, cubriendo de bruma los tejados y las chimeneas al caer la tarde. Clerkenwell y Houndsfleet. Whitechapel y Ashington. Por aquí huele a basura y a perros (ya feos y ordinarios) y se oyen sus ladridos. No se puede decir que sea aquí donde comience la vergüenza y la pobreza, aunque el contraste con los barrios donde comenzó mi viaje está ya marcado. Las personas que viven en esta zona de los Easterlies son todavía maestros y no mercas sin gremio: tienen los trabajos que sus gremios les han proporcionado; muebles de verdad en las habitaciones.
Al final, mucho después de que Cheapside se convierta en Doxy Street, pasando el lugar en el que los tranvías llegan a la estación terminal de Stepney, las calles embarradas suben y bajan y las casas asoman como dientes irregulares. Aquí, en esta zona lejana de los Easterlies, no se atreve a vivir ningún miembro de los gremios. Observo a estas personas correr por un paisaje que parece aplastado por unas manos gigantes, las mujeres cubiertas con viejos chales, los hombres enturbiados por la peste a cervecería, los niños rápidos, pálidos y sutilmente peligrosos, y me pregunto si aquí es donde realmente empieza el cambio hacia la verdadera pobreza.
Parece que siempre escojo días nublados, las últimas horas de la tarde, noches grises y bochornosas de verano, diasinturnos en pleno invierno para mis largos paseos. O, al menos, en eso es en lo que acaba convirtiéndose cada uno de estos días, mientras me alejo del brillante núcleo de mi vida en Northcentral. Desde los mejores barrios, paso a través de capas de humo y sombras londinenses. Supongo que la mayoría de los gremiales se rendirían llegados a este punto, si es que alguna vez un loco impulso los hubiera llevado tan lejos. Mientras miro las caras maliciosas y sin edad que estudian mi paso a través de agujeros en los ladrillos, mientras oigo a los niños correr detrás y delante de mí, supongo que debería empezar a asustarme. Pero aquí vive gente: yo mismo viví aquí una vez, aunque fuera en una Edad diferente. Así que sigo andando y rodeo los altos muros de Tidesmeet, donde trabajé durante un feliz verano. Las carreras de los niños cesan. Las caras de gárgola ya no me observan. Está claro que alguien vestido como yo, de forma práctica y elegante, con un abrigo oscuro y botas altas para atravesar el barro, pero al mismo tiempo señalado sin remedio por el suave brillo de la riqueza, debe tener dinero. Pero no me lo llevaría conmigo hasta allí, ¿verdad? No... o eso me imagino que susurran los grises niños fantasma al congregarse en los callejones. Y, además, es un grande del gremio. Las consecuencias que les harían sufrir los cabrones de los policías hacían que el asesinato y el robo no tuvieran sentido. Y yo debía tener mis razones para ir hasta allí (o estaba loco) y ambas ideas harían que se sintieran incómodos. No llevo una espada escondida en el bastón, ni una porra, ningún arma visible, ni siquiera un paraguas para protegerme de la lluvia que siempre parece amenazar en estos días nublados. Pero montarme una emboscada en el espacio que tenía delante, donde las casas se juntaban más... ¿Quién sabe qué extraños hechizos gremiales podría llevar encima?