La ley del cuerno
Siete formas de morir con el narco mexicano
JUAN VILLORO
@JuanVilloro56
PABLO ORDAZ
@pablo_ordaz
EDGAR DAVID PIÑÓN BALDERRAMA
@EDavido
ALEJANDRO ALMAZÁN
@alexxxalmazan
DIEGO ENRIQUE OSORNO
@DiegoEOsorno
ÓSCAR MARTÍNEZ
@CronistaOscar
MARCELA TURATI
@marcelaturati
La ley del cuerno
Por Maye Primera
Avtomat Kalashnikova modelo 1947. Es el nombre completo del fusil de asalto inventado en 1942 por el ruso Mijaíl Kaláshnicov, que se resume en el acrónimo AK-47 y que es conocido bajo el mote de «cuerno de chivo» dentro de las fronteras de México. Se calcula que allí, durante los últimos cinco años, al menos 35.000 personas han muerto atravesadas por sus ráfagas de bala: soldados, civiles, narcotraficantes, niños. Ni el Gobierno logra precisar cuántas víctimas son y algunas organizaciones no gubernamentales se atreven a asegurar que son casi 50.000. Lo que se sabe con precisión es que la cuenta comenzó el 11 de diciembre de 2006: cuando el presidente mexicano Felipe Calderón dio el grito de guerra contra las bandas del narcotráfico y el narcotráfico respondió de vuelta. Cuando la ley del cuerno comenzó a gobernar al país.
Habían transcurrido diez días desde que Felipe Calderón –abogado, michoacano, 44 años, candidato del Partido Acción Nacional (PAN)– tomó posesión de la Presidencia de la República, tras las polémicas elecciones de julio de 2006. Uno de sus lemas, que usó para buscar votos, fue: «Para que la droga no llegue a sus hijos». La guerra comenzó justo en el estado natal del nuevo presidente, con la puesta en marcha del Operativo Conjunto Michoacán, que continuó en buena parte de los estados del norte. En los años que siguieron, el campo de batalla se fue extendiendo hacia el centro de México.
De acuerdo a los datos que manejaba la Procuraduría General de México en 2008, en los 31 estados que conforman el mapa mexicano y en el Distrito Federal operaban uno o más de los siete grandes carteles que para la época controlaban los negocios de la droga, el tráfico de armas, los secuestros y la extorsión. El cártel de Juárez, también conocido como La Empresa o La Línea, estaba en 21 estados. El cártel de Sinaloa, liderado por el hombre más buscado de las policías del mundo, Joaquín El Chapo Guzmán, tenía presencia en 17. El cártel de Tijuana, también llamado el cártel de los Arellano Félix, estaba en al menos dos estados. El cártel del Golfo, a pesar de sucesivas divisiones, dominaba dos. El cártel de Colima, de los hermanos Amezcua Contreras, estaba en siete regiones. El cártel de Oaxaca, también en siete. Y el cártel del Milenio, de los hermanos Valencia, estaba en seis estados.
Pero en los tres años siguientes, se han sumado nuevas organizaciones criminales a los cárteles ya existentes y, como ocurre con el conteo de las víctimas, es difícil precisar cuántas son. El grupo de Los Zetas es uno de ellos: antiguo brazo armado del cártel del Golfo, integrado por excombatientes de las fuerzas especiales de los Ejércitos de México y Guatemala, entrenados por la Escuela de las Américas. Comenzaron a extorsionar, asesinar y secuestrar en Tamaulipas y ya han extendido sus actividades a otros 16 estados. Actualmente son considerados los narcos más sangrientos del país, lo cual es decir bastante.
Los siete periodistas que escribieron las páginas que siguen –Juan Villoro, Pablo Ordaz, Edgar David Piñón Balderrama, Alejandro Almazán, Diego Osorno, Óscar Martínez y Marcela Turati– son algunos de los que se han dedicado a narrar esta violencia durante los últimos años. Quienes han buscado los rostros detrás de los alias y las cifras oficiales.
En el ensayo «La alfombra roja, el imperio del narcoterrorismo», el escritor y periodista Juan Villoro describe el germen del problema –la oscuridad de la política mexicana, la impunidad– hasta desembocar en cómo el narco se ha convertido en la simbología dominante en México. Presenta una guerra sin frente ni retaguardia, donde el blanco de las balas es cualquier mexicano y todos los mexicanos. Por este texto, Villoro recibió el Premio Rey de España de Periodismo en 2010.
Pablo Ordaz fue, hasta agosto de 2011, corresponsal del diario El País de España para México, Centroamérica y el Caribe. Un fin de semana de febrero de 2009, Pablo salió a patrullar las calles de Ciudad Juárez con un comando de la Policía Federal. Para esa época, de las siete personas asesinadas cada día en el país, tres o cuatro morían en Juárez; por esa matemática, este sigue siendo considerado el lugar más peligroso de América Latina. Cada paso de ese recorrido está en el reportaje titulado «La muerte imparable».
«La Empresa», el nombre corporativo con el que se hace llamar el cártel de Juárez en el estado de Chihuahua, comenzó a discar al móvil del periodista Edgar David Piñón Balderrama en 2007, tan pronto fue nombrado jefe de Información del diario El Heraldo. Es ese el punto de partida de la crónica «Mi vida con el narco», con la que Edgar David ganó el Premio Nacional de Periodismo de México dos años después, donde relata en primera persona cómo las bandas criminales llegaron a las redacciones de los periódicos: para pactar, para asediar, para matar. De acuerdo a cifras de la Procuraduría General de la República, entre los años 2000 y 2011, 74 periodistas han sido asesinados en México.
Una de las dos sicarias a las que entrevistó el mexicano Alejandro Almazán para escribir la crónica «Las chicas Kalashnicov», llevaba dos «cuernos de chivo» a la espalda el día que la detuvieron. A diferencia de los hombres, dicen estas chicas, las mujeres que trabajan como asesinas a sueldo para los cárteles matan por dinero y no solo por placer. Por textos como este, Almazán ha sido tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo de México.
En «Los faraones», el periodista Diego Enrique Osorno cuenta cómo los narcos mexicanos llevan su estética hasta la tumba. En el cementerio de Culiacán, en el estado de Sinaloa, los mausoleos y catedrales de quienes sirvieron a los cárteles son construidos con mármol traído de Italia, algunos equipados con aire acondicionado y teléfono, donde muchos pobres mexicanos darían la vida por vivir. Cada ocho horas, durante el año 2008, se registró al menos una ejecución en esta ciudad; la matanza solo se detuvo brevemente en la temporada de siembra de marihuana o durante el velorio de algún narco importante, sembrado luego en este cementerio.
El periodista salvadoreño Óscar Martínez recorrió durante un año los mismos caminos que transitan los migrantes centroamericanos para llegar ilegalmente a México: subió a La Bestia –uno de los trenes de carga utilizados para cruzar la frontera–; durmió en los albergues dispuestos en el camino. En cada lugar escuchó el nombre de Los Zetas, a quienes se atribuye el secuestro y la matanza de cientos de inmigrantes que intentan entrar a México a través de la Ruta del Pacífico. A finales de 2009, Óscar fue a buscarlos al estado de Tabasco y escribió luego la crónica «Nosotros somos Los Zetas».
Muchas de las víctimas de esta guerra han sido sepultadas por decenas en fosas comunes. Cada vez que las autoridades descubren alguna, los familiares de cientos de desaparecidos se agolpan a las puertas de las morgues a esperar que los patólogos identifiquen los cuerpos, como lo cuenta Marcela Turati en «La descomposición nacional». Nunca se sabe con certeza cuál de los bandos en guerra los mató.
En todas estas crónicas, publicadas en medios mexicanos y extranjeros entre los años 2009 y 2011, está dibujado el mapa de la violencia. Nuestra aspiración es que sirvan de guía a los lectores no familiarizados con el conflicto para entrar en el territorio de la narcoguerra mexicana y comenzar a entenderla, si acaso fuera posible hacerlo.