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colección
ciencia que ladra, serie mayor
Dirigida por Diego Golombek
Golombek, Diego
Las neuronas de Dios: Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2014.- (xxx)
E-Book.
ISBN 978-987-629-499-7
1. Neurociencias
CDD 616.8
© 2014, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Diseño de portada: Eugenia Lardiés
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: noviembre de 2014
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-499-7
Este libro (y esta colección)
Cuando una persona sufre una alucinación, se habla de locura.
Cuando muchas personas sufren una alucinación, se lo llama religión.
Robert Pirsig, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta
Y, ¿qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!
Isaac Asimov
Cuando era chico, hablaba con Dios. Nada raro: eso me coloca junto a la enorme mayoría de humanos que habitaron y habitarán este planeta. Lo curioso, tal vez, es que Él (¿él? ¿Ella?) me contestara.
La aventura mística duró un tiempo –meses, años–, pero poco a poco una voz racional comenzó a sacar sus propias conclusiones:
- Dios siempre contesta lo que yo quiero.
- El ritmo de sus palabras coincide sospechosamente con mi ritmo respiratorio; las frases siguen la cadencia de mis pulmones y, en algunos casos, del latido de mi corazón.
Un día las pruebas se tornaron irrefutables: yo mismo había creado la voz de Dios. Y así también, me parece, comencé a perderlo.
Pasaron los años, las décadas y, como dice Oliveira en Rayuela, “después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás”. Era hora de volver a buscar a Dios. Claro que el sendero ya estaba trazado. La ciencia había invadido gran parte de mi cerebro, por lo que esta vez la búsqueda sería inevitablemente científica. No estaba solo en el camino: desde el comienzo de la historia, la pregunta sobre la existencia de Dios y los distintos modos de acceder a él fue una de las favoritas de la filosofía, y más recientemente de las ciencias naturales, que “están aquí para desconfiar de todo lo que se dice”.
A lo largo de su historia, la ciencia se metió con la religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia. La de ellas ha sido una relación cambiante, nunca sencilla: tu casa o la mía, cama afuera, convivencia pacífica, la guerra de los Roses. Y con tantas posiciones como participantes: desde aquellos que defendieron la creencia como base de todo conocimiento hasta los que negaron cualquier tipo de contubernio entre estos contrincantes, pasando por quienes aprobaron la posibilidad de una serena coexistencia, de vidas paralelas que podrían cohabitar sin molestarse.
Pero tal vez esa coexistencia sea finalmente imposible, ya que las bases de una y otra –la ciencia y la religión– son disonantes, irreconciliables, el agua y el aceite, tan alejadas entre sí como pueden estarlo la fe y la razón. Aunque muchos han sido los intentos por acercarlas entendiéndolas como caminos válidos en busca de la verdad, lo cierto es que ningún investigador puede tener fe en el resultado de un experimento y ningún religioso apela a la razón a la hora de creer en las revelaciones divinas. Este alejamiento ha terminado confinando cada una de las partes en su propio rincón, sin mucho margen para posiciones más neutrales, una militancia extrema que nubla la vista y promete un knock-out fulminante que nunca llega.
En estos tiempos, está de moda hablar de ciencia versus religión (México) en 2009, mencionado por Frans de Waal (2013) como ejemplo de estos enfrentamientos entre científicos y religiosos. Waal describe la contienda instalada en un ring de boxeo –literalmente–, del cual, luego de exponer todos sus argumentos irrebatibles, los contrincantes se retiraron satisfechos, con la moral bien alta y la sensación del deber cumplido. Y después, como siempre, nada cambió: los religiosos salieron confiados en el orden divino que rige al mundo y los investigadores (gente como Sam Harris o Daniel Dennett, entre otros), convencidos de que la única verdad es la realidad.
Claro que por momentos esta última posición también se vuelve dogmática y mira al resto del mundo desde su propio Olimpo; es más, algunos de estos selectos (y, sin duda, en su mayoría brillantes) científicos se autodenominan illuminati –lo cual, convengamos, deja bastante que desear–. Pero en el “versus” hay algo que no cierra: la ciencia y la religión en general no se tocan, por lo tanto, no podrían enfrentarse en un cuadrilátero.
Hay quienes dicen desde hace rato que Dios, o las religiones, han muerto y que la ciencia y la tecnología se ocupan de echarles encima los últimos puñados de tierra. Sin embargo, la realidad dista mucho de confirmar esta profecía (que, más allá de Nietzsche, fue tapa de la revista Time en la década del cincuenta). Así, una pregunta interesante es por qué la religión y las creencias se resisten a desaparecer en pleno siglo XXI, un siglo dominado por la tecnología de celulares que hablan solos y aspiradoras inteligentes. ¿No es esa una pregunta fascinante? ¿Por qué no referirse entonces a una ciencia de la religión en lugar del consabido “versus”? Esto tampoco es nuevo: particularmente la antropología se ha preguntado desde sus inicios sobre el origen cultural de las religiones; sin embargo, esta no fue una pregunta propia de las ciencias naturales sino hasta hace muy poco tiempo.
De eso trata este libro: de una ciencia “de” la religión, que relega el “contra” a otras guerras.
En realidad, para ser más específicos, hablamos de una neurociencia de la religión, bajo la premisa de que Dios tiene mucho que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro. La pregunta entonces se transforma en por qué nosotros –nuestros cerebros– no podemos librarnos de las nociones de religión y de Dios.
Podríamos adelantar dos hipótesis posibles:
- porque Dios está en todos lados y así lo quiso;
- porque hay algo del cableado de nuestros cerebros que mantiene la idea de religión firme junto al pueblo.
Además de estas dos ideas contrapuestas, también podríamos pensar que tantos millones de personas no pueden estar equivocadas, y que alguna ventaja deben tener la religión y la fe, en términos evolutivos, para ser un carácter seleccionado positivamente.
En definitiva, si no se comprenden las bases del empecinamiento de esas creencias por quedarse cómodamente instaladas en casa, cualquier cruzada planificada para erradicar a la religión y sus circunstancias de nuestro planeta está destinada a fracasar (como suele ocurrir con las cruzadas).
Claro que esto no vale sólo para las religiones en sentido tradicional, sino también para estudiar todos los rituales de la vida cotidiana: por qué están allí, qué función cumplen, por qué no se esfuman. No es fácil: en algunos casos, hasta resulta complicado formular la pregunta que permita avanzar con un experimento adecuado, pero en eso estamos. Veamos un ejemplo.
Si pedimos a un grupo de gente que aplauda porque sí, pero con entusiasmo, notaremos algo bastante extraño: al cabo de unos segundos todos estarán aplaudiendo al unísono, o casi. Algo similar ocurre en la cancha: se sabe que dos o tres muchachos de la barra son los encargados de diseñar la rima y el tempo justos, si no para incentivar al equipo, al menos para humillar a los oponentes; y de pronto, tímidamente se van sumando los vecinos más próximos y al ratito toda la popular está cantando al mismo ritmo. Parece ser que este seguimiento maravilloso a un metrónomo popular es privativo de nosotros, los humanos (y no sólo de los hinchas de fútbol). Y sin duda ese ritmo colectivo es similar a una experiencia religiosa, a un ritual de pertenencia que causa placer o, al menos, seguridad. Los rezos, los bailes y los cantos rituales de las religiones –desde un “Padre nuestro” hasta la danza de los derviches– se basan en esta misma propiedad de sincronización tan humana (y volveremos sobre esto más adelante).
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