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Mijail Bakunin - Estatismo y anarquí­a

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Mijail Bakunin Estatismo y anarquí­a
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    Estatismo y anarquí­a
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Estatismo y anarquí­a: resumen, descripción y anotación

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Escrita en el verano de 1873, el tema central del libro es el impacto de la guerra Franco-prusiana y el surgimiento del Imperio Alemán, las debilidades de la postura marxista desde el punto de vista de Bakunin y la afirmación del anarquismo. Estatismo y anarquía fue uno de los más grandes trabajos intelectuales del autor y del anarquismo escrito en lengua rusa, y fue principalmente dirigido al público de esta nacionalidad, con una tirada inicial de 1200 copias impresas en Suiza y entradas a Rusia de contrabando.

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Escrita en el verano de 1873, el tema central del libro es el impacto de la guerra Franco-prusiana y el surgimiento del Imperio Alemán, las debilidades de la postura marxista desde el punto de vista de Bakunin y la afirmación del anarquismo. Estatismo y anarquía fue uno de los más grandes trabajos intelectuales del autor y del anarquismo escrito en lengua rusa, y fue principalmente dirigido al público de esta nacionalidad, con una tirada inicial de 1200 copias impresas en Suiza y entradas a Rusia de contrabando.

MIJAIL BAKUNIN
Estatismo y anarquía
Júcar
Sinopsis
Escrita en el verano de 1873, el tema central del libro es el impacto de la guerra Franco-prusiana y el surgimiento del Imperio Alemán, las debilidades de la postura marxista desde el punto de vista de Bakunin y la afirmación del anarquismo. Estatismo y anarquía fue uno de los más grandes trabajos intelectuales del autor y del anarquismo escrito en lengua rusa, y fue principalmente dirigido al público de esta nacionalidad, con una tirada inicial de 1200 copias impresas en Suiza y entradas a Rusia de contrabando.
Autor: Bakunin, Mijail
©1873, Júcar
ISBN: 5705547533428
Generado con: QualityEbook v0.64
ESTATISMO Y ANARQUIA
L A Asociación Internacional de los Trabajadores, cuyo origen apenas se remonta a nueve años, ha conseguido durante ese tiempo llegar a una influencia tal sobre el desenvolvimiento práctico de las cuestiones económicas, sociales y políticas en toda Europa, que ningún periodista u hombre de Estado puede rehusarle, en la hora que corre, el interés más serio y con frecuencia el más inquietante. El mundo oficial y oficioso, y el mundo burgués en general, ese mundo de felices explotadores del trabajo penoso, la considera con esa emoción interior que se experimenta a la aproximación de un peligro amenazador aunque desconocido o apenas definido; como si se tratara de un monstruo que deberá tragar infaliblemente todo este sistema social y económico si no se tomasen desde ahora medidas enérgicas, aplicadas simultáneamente en todos los países de Europa, para poner fin a su éxito rápido y creciente.
Se sabe bien que después de la última guerra que rompió la hegemonía histórica de la Francia estatista en Europa -reemplazándola por la hegemonía aún más detestada del pangermanismo estatista-, las medidas contra la Internacional se convirtieron en objeto preferido de las negociaciones intergubernamentales. Es un fenómeno excesivamente natural. Los Estados que, en el fondo, se odian unos a otros y que son eternamente irreconciliables, no han podido ni pueden encontrar otra base de entente que el sometimiento concertado de las masas trabajadoras que forman la base común, el fin de su existencia. No es necesario decir que el príncipe de Bismarck ha sido, y sigue siéndolo, el inspirador principal de esa nueva Santa Alianza. Sin embargo, no fue él quien primero presentó sus proposiciones. Dejó ese honor dudoso a la iniciativa del humillado gobierno del Estado francés que acababa justamente de arruinar.
El ministro de los negocios extranjeros de la administración pseudo-popular, ese traidor de la República, pero al contrario, amigo abnegado y defensor de la orden de los jesuitas, que cree en Dios y desprecia la humanidad, y es despreciado a su vez por todos los defensores honestos de la causa del pueblo -el famoso hablador Jules Favre, que cede quizás únicamente al señor Gambetta el honor de ser el prototipo de todos los abogados-, ese hombre asumió con regocijo la misión de calumniador feroz y de denunciante. Entre los miembros del gobierno llamado de Defensa nacional estaba, sin duda, uno de los que más contribuyeron al desarme de la defensa nacional y a la capitulación notoriamente pérfida de París, en manos del vencedor arrogante, insolente y despiadado. El príncipe de Bismarck se burló de él y le insultó ante el mundo. Y he ahí que ese Jules Favre, como enorgullecido de esa doble infamia -la suya propia y la de Francia traicionada, y quizás vendida por él-, movido al mismo tiempo por el deseo de entrar en la buena consideración del humillador, el gran canciller del victorioso imperio germánico, y por su odio profundo al proletariado, en general, y sobre todo al obrero parisiense, helo ahí haciendo su aparición con una denuncia formal contra la Internacional. Los miembros de ésta que, en Francia, se encontraban a la cabeza de las masas obreras, intentaron suscitar una sublevación popular contra los conquistadores alemanes tanto como contra los explotadores, los gobernantes y los traidores del interior. Crimen terrible por el cual la Francia oficial o burguesa castigará con una severidad ejemplar a la Francia popular.
Por eso la primera palabra pronunciada por el gobierno francés al día siguiente de la derrota horrible y vergonzosa, ha sido la de la reacción más abominable.
¿Quién no ha leído la circular memorable de Jules Favre, en la cual la mentira desnuda y la ignorancia más crasa aún no ceden más que a la ferocidad impotente y furiosa del republicano renegado? Es el grito de angustia, no de un solo hombre, sino de toda la civilización burguesa que consumió todo en el mundo y está condenada a muerte por su debilitamiento total. Presintiendo el acercamiento del fin inevitable, se aferra a todo con una desesperación furiosa, siempre que pueda prolongar su existencia malhechora apelando a todos los ídolos del pasado, destronados ya en otro tiempo por ella misma: Dios y la iglesia, el Papa y el derecho patriarcal, y, sobre todo, como mejor medio de salvación, el apoyo de la policía y la dictadura militar, aunque fuese prusiana, siempre que salve los hombres honestos de la terrible tempestad de la revolución social.
La circular del señor Jules Favre halló un eco y ¿dónde, creeréis? ¡En España! El señor Sagasta, el ministro de una hora, del rey de España de una hora, Amadeo, quiso, a su vez, agrandar al príncipe de Bismarck e inmortalizó su nombre. También promovió una cruzada contra la Internacional. No satisfecho con las medidas estériles e impotentes que no provocaron más que una actitud burlesca del proletariado español, también él redactó una circular diplomática de bellas frases por la cual sin embargo recibió, con el asentimiento indudable del príncipe Bismarck y de su ayudante Jules Favre, una lección bien merecida del gobierno más prudente y menos libre de la Gran Bretaña, y cayó algunos meses más tarde.
Parece, por lo demás, que la circular del señor Sagasta, aunque hablase en nombre de España, fue inventada, si no redactada, en Italia, bajo el impulso directo del rey experimentado que era Víctor Manuel, el padre afortunado del desgraciado Amadeo.
Las persecuciones contra la Internacional en Italia fueron prendidas por tres partes diferentes: primero, como había que esperarlo, el Papa mismo pronunció su condena. Lo hizo del modo más original, mezclando en un mismo anatema a todos los miembros de la Internacional, los francmasones, los jacobinos, los racionalistas, los deístas y los católicos liberales. Según la definición del Papa, pertenece a esa asociación reprobada todo el que no se someta ciegamente a su charlatanería inspirada por Dios. Es así como definía el comunismo hace 26 años un general prusiano: ¿Sabéis -decía a sus soldados- lo que es ser comunista? Eso significa poder obrar contra el pensamiento y la voluntad suprema de Su Majestad el Rey.
Pero no fue solamente el Papa católico el que maldijo la Asociación Internacional de los Trabajadores. El célebre revolucionario Giuseppe Mazzini, mucho más conocido en Rusia como patriota italiano, conspirador y agitador que como metafísico deísta y fundador de la nueva iglesia en Italia -sí, ese mismo Mazzini- consideró útil y necesario, en 1871, al día siguiente de la derrota de la Comuna de París, cuando los ejecutores feroces de los decretos feroces de Versalles fusilaban por millares a los comunistas desarmados, unir al anatema de la iglesia católica y a las persecuciones policiales del Estado, su anatema propio, llamado patriótico y revolucionario, pero en el fondo absolutamente burgués y al mismo tiempo teológico. Creía que su palabra bastaría para matar en Italia la menor simpatía hacia la Comuna de París y estrangular en germen las secciones internacionales que acababan de florecer. Tuvo lugar lo contrario: nada ayudó más al reforzamiento de esas simpatías y a la multiplicación de las secciones internacionales que su anatema vibrante y solemne.
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