En un domingo de abril de 1945, Semprún, a los veintidós años, fue liberado del campo de concentración de Buchenwald por el III Ejército del general Patton. En otoño de aquel mismo año empezó a elaborar literalmente la monstruosa paradoja de haber vivido la muerte. Pero fue imposible. «Entiéndase», dice él en su discurso con motivo del Premio de la Paz (1994), «no era imposible escribir: habría sido imposible sobrevivir a la escritura. (…) Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida.» La escritura o la vida es, pues, no sólo la memoria de la muerte, sino la de todas aquellas vivencias pasadas y presentes —vitales, sensoriales, afectivas, intelectuales y literarias— que, al revelarse, al abrirse sin restricciones a la conciencia del autor, emergen cargadas de la emoción del reecuentro consigo mismo y enriquecidas por la reflexión. Semprún habría podido contentarse con escribir un testimonio. Pero eligió el camino de la creación literaria.
Jorge Semprún
La escritura o la vida
ePUB r1.0
Artifex24.11.12
Título original: L'ecriture ou la vie
Jorge Semprún, enero de 1996
Traducción: Thomas Kauf
Diseño/retoque portada: Artifex
Editor digital: Artifex
ePub base r1.0
Quien pretenda recordar ha de entregarse al olvido, a ese peligro que es el olvido absoluto y a ese hermoso azar en el que se transforma entonces el recuerdo.
Maurice Blanchot
… busco la región crucial del alma donde el Mal absoluto se opone a la fraternidad.
André Malraux
Primera parte
JORGE SEMPRÚN, nació el de diciembre de 1923 en una familia de clase alta. Su padre, el catedrático de Derecho José María Semprún Gurrea, llegó a París en 1936 como encargado de negocios del Gobierno republicano, antes de convertirse en ministro de la República en el exilio. En la capital francesa Semprún echó raíces hasta convertirla en su primer hogar y dominar a la perfección el francés.
Aparte de las memorias, el ensayo o la novela, cultivó los guiones de cine para directores como Alain Resnais (La guerra ha terminado) o Costa Gavras (Z, La confesión). Fue además uno de los protagonistas de Los Caminos de la Memoria ( 2009 ), de José Luis Peñafuerte, descendiente de exiliados españoles nacido en Bruselas.
Su dilatada trayectoria le hizo merecedor de los premios Formentor ( 1964 ), Planeta ( 1977 ), Fémina ( 1969 y 1994 ), el Premio de la Paz de los libreros alemanes ( 1994 ), el Jerusalén ( 1997 ), el Premio Nonino ( 1999 ), la medalla Goethe ( 2003 ), el Fundación Lara ( 2003 ), el Annetje Fels-Kupferschmidt ( 2006 ) y el Terenci Moix ( 2010 ).
Hombre cultísimo, su vida fué una auténtica memoria del siglo XX . Porque Semprún lo vivió todo: la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial, el franquismo, la Transición y la etapa plenamente democrática. Nunca desde un lugar en la sombra; jamás escondido. Fue una figura esencial para comprender el siglo pasado, ese que Semprún contempló siempre con sus ojos vidriosos y un espíritu crítico, nunca displicente. Sus libros, sus recuerdos, sus palabras, siempre fueron el remedio más eficaz contra la amnesia.
Notas
[4] ¡Oh Alemania, pálida madre!
Entre los pueblos te sientas
cubierta de lodo.
(Bertolt Brecht, 1933)
[5] ¡Oh Alemania, pálida madre!
¿Qué han hecho tus hijos de ti
Para que, entre todos los pueblos
Provoques la risa o el espanto?
[6] en el libro
—¿el nombre acogió de quién
antes del mío?—,
en ese libro
la línea escrita de
una esperanza, hoy,
en la palabra
venidera
de uno que piensa,
en el corazón,
4
El teniente Rosenfeld
El teniente Rosenfeld ha detenido el jeep a orillas del Ilm, más allá del puente de madera que cruza el río. Al final de la avenida, entre las arboledas que empiezan a reverdecer, se yergue la casita de Goethe.
—Das Gartenhaus—dice.
El teniente Rosenfeld se apea del jeep y me invita a seguirle.
Caminamos hacia esa casita, en el valle del Ilm, en las inmediaciones de Weimar. Hace sol. El frescor de la mañana de abril es tonificante: deja estallar las burbujas de tibieza de una primavera muy próxima.
Un malestar se apodera de mí, de repente. No se trata de inquietud, menos aún de angustia. Sino todo lo contrario, la alegría es lo que resulta perturbador: un exceso de alegría.
Me detengo, con la respiración entrecortada.
El teniente americano se gira, intrigado al verme en semejante estado.
—¡Los pájaros! —le digo.
Hablamos en alemán, Rosenfeld es un oficial del III Ejército de Patton, pero hablamos en alemán. Desde el día en que nos conocimos, hemos hablado en alemán. Traduciré nuestra conversación para la comodidad del lector.
—Die Vógel? —repite, interrogativamente.
Unos días antes, los habitantes de Weimar se agolpaban en el patio del crematorio: mujeres, adolescentes, ancianos. Como era de esperar, no había hombres en edad de llevar armas: todavía las llevaban, la guerra proseguía. Los civiles, por su parte, habían llegado a Buchenwald en autocares escoltados por un destacamento de negros americanos. Había muchos soldados negros en los regimientos de choque del III Ejército de Patton.
Aquel día, algunos de ellos se hallaban en la entrada del patio del crematorio, contra la alta empalizada que habitualmente impedía el acceso. Veía sus rostros impertérritos, máscaras de bronce impasibles, su mirada atenta y severa sobre la pequeña multitud de civiles alemanes.
Me pregunté qué pensarían de esta guerra esos negros americanos tan numerosos en las formaciones de asalto del III Ejército, qué es lo que habrían tenido que decir de esta guerra contra el fascismo. En cierto modo era la guerra lo que los convertía en ciudadanos de pleno derecho. Legalmente, al menos, aunque no siempre en los hechos cotidianos de su vida militar. Sin embargo, cualquiera que fuera su situación social de procedencia, la humildad de su condición, la humillación abierta o solapada a la que les exponía el color de su piel, el reclutamiento los había convertido potencialmente en ciudadanos con igualdad de derechos. Como si el de matar les diera el derecho de ser por fin libres.
La única discriminación de la que a partir de ahora podrían ser objeto se aplicaría de igual modo a todos los demás soldados del ejército americano, tanto blancos como negros, amarillos o mestizos: la discriminación técnica en función de su habilidad en el oficio de las armas. O bien aquella otra, por lo demás informulable pero cargada de consecuencias morales, en función de su cobardía o de su valor en el combate.
En cualquier caso, en el patio del crematorio un teniente americano se dirigía aquel día a unas cuantas decenas de mujeres, de adolescentes de ambos sexos, de ancianos alemanes de la ciudad de Weimar. Las mujeres llevaban vestidos de primavera de vivos colores. El oficial hablaba con voz neutra, implacable. Explicaba el funcionamiento del horno crematorio, daba las cifras de la mortalidad en Buchenwald. Recordaba a los civiles de Weimar que habían vivido, indiferentes o cómplices, durante más de siete años, bajo los humos del crematorio.