Jorge Semprún - Federico Sánchez se despide de ustedes
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- Libro:Federico Sánchez se despide de ustedes
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1993
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Federico Sánchez se despide de ustedes: resumen, descripción y anotación
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JORGE SEMPRÚN (Madrid, 1923-2013) Político, escritor y cineasta en lenguas de española y francesa. En 1939 se exilió en Francia. Colaboró con la Resistencia desde 1941 y fue internado en el campo de concentración de Buchenwald entre 1943 y 1945. Afiliado al Partido Comunista de España en 1952, desde 1954 fue miembro del comité central y desde 1956 del ejecutivo, hasta su expulsión por disidencias ideológicas (1965).
Desde entonces fijó su residencia en Francia y se dedicó a la literatura: El largo viaje (1963, premio Formentor), La segunda muerte de Ramón Mercader (1969, premio Fémina), Aquel domingo (1980), La algarabía (1981), La montaña blanca (1986) y Nechaiev ha vuelto (1987) son algunas de sus obras en francés, centradas en su memoria histórica como activista político de izquierda.
En castellano ha escrito su autobiografía novelada, Autobiografía de Federico Sánchez (premio Planeta de 1977). También ha escrito varios guiones cinematográficos (Z y La confesión, Costa-Gavras, La guerra ha terminado, A. Resnais; El atentado, Y. Boisset; y Las rutas del sur, J. Losey) y el de su propia película sobre la guerra civil española, Las dos memorias (1973).
En 1988 fue nombrado ministro de Cultura en el gabinete de Felipe González, cargo que ocupó hasta 1991. En 1993 publicó Federico Sánchez se despide de ustedes, en 1995 La escritura a la vida, que evoca su paso por el campo de exterminio de Buchenwald y en 1998 Adiós luz de veranos.
En 1994 recibió el premio de la Paz de la Feria del Libro de Frankfurt y en 1996 fue elegido miembro de la Academia Goncourt. En 1997 fue galardonado con el premio Jerusalén de Literatura y en 1999 con el premio Nonino.
Los coches aparcaron junto a la acera.
Hubo un ruido de portezuelas que se abrían y cerraban. Se desplegaron los escoltas. Un poco más allá, se levantó un vuelo titubeante de palomas bajo el sol de julio que enfilaba la calle, aplastándola con su luz plomiza.
Habíamos llegado.
Miraba a mi alrededor, no creía lo que veía. Hubiera podido reírme, no necesariamente de alegría. Reírme más bien de la absurda comicidad de la existencia. Pero la coincidencia que así se manifestaba no tenía por qué ser absurda, ni cómica. Por el contrario, tal vez tuviera sentido, seriamente.
Porque estábamos en la calle Alfonso XI, en el barrio del Retiro. Del lado de los números impares, frente a la casa que llevaba el número 12. Miraba ese portal, las ventanas del cuarto piso. Sabía lo que había —lo que había habido, al menos— detrás de esas ventanas. El número de habitaciones que iluminaban, la disposición de éstas a lo largo del interminable pasillo que al final giraba en ángulo recto hacia la derecha, para alinearse con la calle Juan de Mena, transversal.
No cabe duda de que el pasillo de este cuarto piso cuyos balcones observaba, con las persianas cerradas (¿para protegerse del calor estival?, ¿por estar vacío el piso?), no era interminable más que en mi recuerdo, que era un recuerdo infantil. Quiero decir que aquí había pasado yo mi infancia, en este piso al pie del cual acababa de depositarme el coche oficial.
Un poco antes, el ministro encargado de las relaciones con las Cortes y de la Secretaría del Gobierno había venido a recogerme al Palace, el hotel donde residía provisionalmente. Quería enseñarme un apartamento oficial todavía en obras que, según decía, podía convenirme. El trayecto había sido breve. Los coches habían girado en la plaza de Neptuno, cerca del Museo del Prado, para pasar por delante del monumento a los Caídos y subir por la calle Juan de Mena. Aquí estábamos, habíamos llegado. Calle Alfonso XI.
Parecía que se había cerrado el ciclo de la vida.
Había abandonado esta calle una mañana de julio de 1936, para las vacaciones de verano. Toda una vida antes: medio siglo antes. Se dice rápido, de golpe. Se escribe de un solo trazo, pero pesa en la memoria del alma y el cuerpo. Medio siglo.
Al día siguiente de salir de vacaciones, el ejército de África y las principales guarniciones de la Península se habían sublevado contra el Gobierno de la República. Habíamos tenido el tiempo justo de llegar a Lekeitio, una aldea de pescadores en el País Vasco, tras atravesar ciudades —Burgos, Vitoria— donde la efervescencia militar era ya perceptible.
En Lekeitio las playas de arena oceánica estaban prácticamente desiertas aquel verano. Las familias de veraneantes habituales se habían quedado en Bilbao, en Madrid, esperando que la situación política se esclareciera. Esclarecimiento que llegó con la sangre y el horror de una larga guerra civil.
En efecto, hubiera podido ponerme a reír. Y no necesariamente de alegría.
—Aquí es —dijo el ministro Zapatero.
Me señalaba la entrada del número 9 de la calle, justo enfrente del portal de mi infancia.
Así, medio siglo después de haber abandonado el barrio del Retiro —el parque, el museo, el jardín botánico, la iglesia de San Jerónimo, las calles residenciales, la tienda de Santiago Cuenllas, el hotel Gaylord’s—, después de dos guerras, el exilio, Buchenwald, el comunismo, algunas mujeres, unos cuantos libros, resulta que he regresado al punto de partida.
Pero no tengo tiempo de saborear este instante privilegiado, único en cierta medida. No tengo tiempo de pararme a reflexionar sobre esta vida, la mía, toda ella abierta a mi mirada, vertiginosamente transparente. Mi más lejano recuerdo está relacionado con este lugar, con una visita a mi abuelo, Antonio Maura, que vivía a dos pasos de la calle Alfonso XI, en una avenida que hoy lleva su nombre. Desde aquel primer recuerdo hasta este día de julio de 1988, mi vida entera podría desplegarse en mi memoria. Bastaría con cerrar los ojos, quedarme inmóvil, esperar a que volviera el recuerdo. Pero no tengo tiempo. Me esperan arquitectos, encargados, asesores de gabinete y qué sé yo, para visitar el apartamento oficial que me proponen.
Miro por última vez la casa de enfrente. Por su aspecto vetusto, algo deteriorado, me recuerda el tiempo pasado, más que el pasado mismo. El pasado es la infancia; el tiempo pasado es el envejecimiento. La fachada de esta casa acababa de ser remozada, se habían pintado sus persianas justo antes de la guerra civil. Pero la imagen infantil ha sido borrada por la pátina del tiempo: la casa de mi infancia ha envejecido como yo, conmigo. Seguimos siendo contemporáneos, seguimos viviendo en el tiempo inmóvil, juntos, el tiempo erosionado por el curso de las cosas.
Me vuelvo, franqueo el portal del número 9 de la calle Alfonso XI.
Algunos días antes había sonado el teléfono en mi casa de París.
Decir «mi casa» es una convención: para hablar pronto y que se entienda. Porque «mi casa» se entiende, incluso cuando no quiere decir nada. O decir cualquier cosa. Porque en ningún sitio estoy en mi casa. O estoy en mi casa en cualquier sitio, lo que viene a ser lo mismo. Pónganse al alcance de un paseo algunos cafés, un río, librerías, un museo y todo está resuelto: estoy en casa.
De todos modos, durante estos últimos años ha sido más bien en París donde estaba «mi casa».
Decía que sonó el teléfono al final de la tarde y una voz española me preguntó si hablaba conmigo. Dije que sí, que era yo mismo. Afirmación un poco aventurada, no desprovista de presunción. Pero, en fin, la comunicación telefónica no puede tener en cuenta demasiados refinamientos analíticos. Si uno se pone a hacer de Wittgenstein a cada llamada telefónica, es evidente que no habrá fin.
Reconfortada sobre mi identidad, la voz española y femenina me pidió que no colgara. Hubo ruidos metálicos y otra voz de mujer se puso al habla. Reconocí esta segunda voz: era la de Miriam, la secretaria de Javier Solana, ministro de Cultura del Gobierno socialista español. Éste quería hablarme, me dijo Miriam. Nada extraordinario hasta ese momento puesto que Solana y yo hablábamos regularmente. Era uno de mis amigos en el aparato dirigente del partido socialista español, que había llegado al poder seis años antes, tras unas elecciones triunfales. Uno de mis pocos amigos, por otra parte, en aquel partido, cuyo personal político me era en general desconocido y más bien indiferente.
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