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Alfredo Semprún - El crimen que desató la Guerra Civil

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Alfredo Semprún El crimen que desató la Guerra Civil
  • Libro:
    El crimen que desató la Guerra Civil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2005
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El crimen que desató la Guerra Civil: resumen, descripción y anotación

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A mi gran familia La convulsa primavera del 36 la que alumbra la guerra - photo 1

A mi gran familia.

La convulsa primavera del 36, la que alumbra la guerra civil, contituye uno de los capítulos más controvertidos de la España del siglo XX . Hay, pues, numerosas y contradictorias visiones, pero Alfredo Semprún no ha escrito una historia más al uso. Como periodista antes que todo, vuelve los ojos a los hechos primitivos, a los escritos y noticias de entonces y, en suma, se mete en la piel de un reportero para dar su visión personal, su propio gran reportaje, de los acontecimientos que, con el asesinato de Calvo Sotelo como epicentro, precipitaron la ruptura de las dos Espñas y una guerra atroz. ¿Pudo evitarse? La Policía de la época había resuelto el asesinato del líder más caracterizado de la oposición monárquica en menos de doce horas. Pero enfrentado a la tremenda realidad, el Gobierno de la República ocultó deliberadamente los resultados de la investigación. El crimen, cometido por un grupo parapolicíaco vinculado al Partido Socialista, aceleró la cristalización de una «unión por la base» de las derechas españolas, transformando lo que iba a ser un golpe militar clásico en un movimiento de reacción social. Media España prescindió entonces de sus dirigentes naturales y de muchas de sus convicciones ideológicas para preservar cinco principios: orden público, propiedad individual, libertad de enseñanza, libertad religiosa y unidad de la Patria. Sin esta premisa, no es posible comprender ni la guerra civil, ni los cuarenta años de dictadura del general Franco.

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Alfredo Semprún

El crimen que desató la Guerra Civil

ePub r1.0

jandepora27.10.13

Título original: El crimen que desató la Guerra Civil

Alfredo Semprún, 2005

Diseño de portada: Yolanda Artola

Editor digital: jandepora

ePub base r1.0

ALFREDO SEMPRÚN Licenciado en periodismo por la Universidad Complutense de - photo 3

ALFREDO SEMPRÚN Licenciado en periodismo por la Universidad Complutense de - photo 4

ALFREDO SEMPRÚN. Licenciado en periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Hijo, hermano y padre de periodistas, comenzó su carrera en 1974 en el diario ABC. A lo largo de treinta años de ejercicio, ha cubierto prácticamente todas las áreas de una profesion que, en su experiencia, siempre da más satisfacciones que disgustos. Formó parte del equipo fundador del periódico La Razón, del que es actualmente subdirector. Este es su primer «reportaje por largo».

ESCENA PRIMERA

DON INDALECIO ESTÁ DE LOS NERVIOS

El 13 de julio de 1936, en un país que llevaba seis meses con las garantías constitucionales suspendidas por el estado de alarma, incluida por supuesto la libertad de prensa, las noticias volaban. El teléfono y su hermano mayor el telégrafo saltaban sobre la censura, torpe y arbitraria como todas las censuras, y así, en menos de dieciséis horas, toda España ya sabía que habían asesinado al líder de la oposición monárquica. No se conocían todos los detalles, pero sí lo esencial: guardias de asalto habían sacado de su domicilio, en la madrugada, al señor Calvo Sotelo para pegarle a continuación dos tiros en la nuca. El cadáver, con la americana revuelta sobre el rostro, había sido arrojado a la puerta del depósito del cementerio del Este. Simplemente, era la guerra.

Visto en frío, y pensando en la matanza que siguió, nunca un cadáver ha sido tan inoportuno para España. Ni siquiera los de los marinos norteamericanos del Maine, que nos metieron a los yanquis en Cuba. Pero el hecho es que la mayoría de los protagonistas contemporáneos de la tragedia no lo entendió así. No todos, claro. Indalecio Prieto, el jefe de los socialistas, digamos, moderados, fue de los pocos que comprendieron que la muerte del dirigente derechista iba a dar al inminente golpe militar la dimensión «popular» en la que no creían ni el gobierno del Frente Popular, ni sus propios compañeros de filas. Unos compañeros convencidos, además, de que una sublevación militar sería fácilmente aplastada. Don Indalecio, voz que clama en el desierto, presumía de ser uno de los hombres mejor informados del momento y, como una hormiga atareada, había ido reuniendo los datos de la trama. No solo le informaban los correligionarios que formaban parte de las unidades de orden público y del ejército; tenía acceso a los datos de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista) y, también, a los de la sección de infiltración comunista desplegada por Enrique Líster en cuarteles y bases de la Escuadra. Líster había vuelto de Moscú, en principio como clandestino, con la misión específica de organizar los comités marxistas de soldados y marineros, y tenía informes muy exactos, que a veces compartía con el gobierno, de los estados de opinión de la «familia militar». Además, a Prieto le llamaban con cualquier noticia, o simple chisme, alcaldes de pueblo, militantes de base, amigos del exilio francés, periodistas y jefes de sindicatos. En su casa de Madrid, situada encima de la sede del periódico oficial del PSOE, El Socialista, lo extraño era la ausencia de visitantes nocturnos. Julián Zugazagoitia, el director de El Socialista, ha reflejado como nadie las tribulaciones de aquellos días de su jefe, compañero y amigo. Se había desarrollado la sesión parlamentaria del 16 de junio, cuya trascripción se convertiría en el mejor compendio de las causas que nos llevaron a la contienda civil, y don Indalecio salía profundamente desalentado. Zugazagoitia, que escribe después de la guerra, cuenta:

Fue uno de los momentos en que mayor preocupación observé en Prieto. A su inquietud se unía una sorda irritación. «Esta es una Cámara sin sensibilidad. No sé si estamos sordos o que lo fingimos —me dijo—. El discurso que ha pronunciado Gil Robles esta tarde es de una gravedad inmensa. Usted ha tenido ocasión de oírlo como yo. Cuando detrás de mi banco oía risotadas e interrupciones estúpidas, no podía evitar el sentirme abochornado. Gil Robles, que tenía conciencia de lo que estaba diciendo, debía de considerarnos con una mezcla de piedad y desprecio».

¿Y qué había dicho el líder del principal partido de la derecha conservadora? Seguimos a Zugazagoitia en su evocación de las palabras de Prieto:

Recuerde que el jefe de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas) nos ha dicho que su fuerza política, después de madurado examen, había venido desarrollando su actividad en el área de la República, y que él, personalmente, no sabía si había cometido una ligereza culpable al aconsejar a sus amigos esa conducta, pero que, en todo caso, cada día era menor su autoridad para convencerlos de que no se debía romper con ella. Esa merma de mi autoridad, decía, procede de la conducta de la República y de la disminución de mi propia fe en que pueda acabar siendo un cauce legal y una voluntad nacional. Y todavía ha añadido «condeno la violencia, de la que ningún bien me prometo, y deploro que amigos muy queridos y numerosos se acojan a esa esperanza como única solución». La interpretación de esas palabras no puede ser más diáfana. La propia CEDA está siendo absorbida por el movimiento que en connivencia con los militares están preparando los monárquicos. Con una suerte de desánimo fatalista…

Prieto añadió: «Una sola cosa está clara: que vamos a merecer, por estúpidos, la catástrofe». Prieto sabía, pero, como a una Casandra rediviva, nadie le hacía maldito caso. Más aún: el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, entre cuyas prendas no se encontraba, precisamente, la continencia verbal, se atrevió a espetarle a la cara lo que otros callaban: «No me fastidie usted más con sus cuentos de miedo y déjeme en paz. Usted sufre ya la menopausia y trastornos propios de esta le inspiran sus invenciones».

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