Jorge Semprún - Viviré con su nombre, morirá con el mío
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- Libro:Viviré con su nombre, morirá con el mío
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2001
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Viviré con su nombre, morirá con el mío: resumen, descripción y anotación
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Habían encontrado al muerto que necesitaban. Estudiante, como él, de la misma edad, apenas unas semanas de diferencia. Aunque no era propiamente un muerto, sólo un moribundo, alguien que ya había dado un paso más en la pendiente de la nada por la que se deslizaban muchos de los internados en el campo de concentración. Era uno de aquellos desahuciados, uno de tantos hombres de mirada opaca que habían renunciado a cualquier futuro, el que iba a prestarle su nombre para que él pudiese vivir, mientras el otro cumplimentaba el último trámite de la agonía.
Los recién llegados al campo eran reclutados para desempeñar trabajos a los que no era posible encontrar otra utilidad, más que la de satisfacer el mal latente que subyace en todo ser humano. Pero él tuvo suerte, encamada en un ruso fornido y misericorde, como un ángel de la guarda; el moribundo, en cambio, ese otro con un número de preso casi correlativo al suyo —seguro que llegaron juntos, quizás en el mismo vagón de tren, tal vez de la misma cárcel— se fue hundiendo más y más en el vacío de un infierno que pudo muy bien haber sido el suyo. Hay quien se avergüenza de su propia suerte, quien se la reprocha con alguna frase chocante para designar a aquel que desde la cuna parece escapar, casi siempre in extremis, de situaciones imposibles. Pero es la suerte, apenas un gesto improbable, la que permite vivir a los testigos gracias a cuya memoria se puede continuar escribiendo la historia.
Jorge Semprún
ePub r1.0
Titivillus 31.12.16
Título original: Le mort qu’il faut
Jorge Semprún, 2001
Traducción: Carlos Pujol
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Fanny B., Léonore D. y Cecilia L.,
jóvenes lectoras exigentes y alegres
JORGE SEMPRÚN, Nacido en Madrid en el seno de una familia burguesa y liberal, al iniciarse la Guerra Civil Jorge Semprún tuvo que huir de España para reunirse con su padre en La Haya, donde éste trabajaba al servicio de la República. En 1939 su familia se exilió en París, en donde cursó estudios de Filosofía y Letras. Militante del Partido Comunista español y miembro de la Resistencia francesa, en 1944 fue detenido por la Gestapo y confinado en el campo de concentración de Buchenwald hasta la consecución de la victoria aliada. Tras la liberación, trabajó junto a Sartre en la revista Les temps modernes al tiempo que ejercía como traductor de la UNESCO. En 1964 publicó El largo viaje, galardonada con el premio Internacional Formentor. En 1969 obtuvo el premio Femina por La segunda muerte de Ramón Mercader, y en 1977 el premio Planeta por Autobiografía de Federico Sánchez. Ministro de Cultura en España durante los años 1988 a 1991, el autor de La escritura o la vida, La montaña blanca y Netchaiev ha vuelto, entre otras obras, fue galardonado con el premio Jerusalén 1997 por su constante defensa de la libertad.
Estoy seguro de que mi muerte me recordará algo…
ROLAND DUBILLARD
—¡Ya tenemos el muerto que necesitábamos! —exclamó Kaminsky.
Se acercaba a grandes zancadas, ni siquiera esperó a estar junto a mí para trompetear la buena noticia.
Un domingo de diciembre: sol de invierno.
Alrededor, los árboles estaban cubiertos de escarcha. Por todas partes nieve, como si siempre hubiera estado allí. En cualquier caso, tenía el reflejo azulado de lo eterno. Pero el viento había cesado. Sus habituales ráfagas en la colina de Ettersberg —violentas, ásperas, glaciales— ya no llegaban hasta aquel pliegue del terreno en el que se levantaba el edificio de las letrinas del Campo Pequeño.
Furtivamente, al sol, en la ausencia del viento mortífero, era posible olvidar, pensar en otra cosa. Eso me dije al llegar al lugar de la cita, ante el barracón de las letrinas colectivas. Uno podría decirse que acababan de pasar lista, que tenía por delante, como todos los domingos, unas cuantas horas de vida: una fracción apreciable de tiempo que no iba a pertenecer a los SS.
Uno podría cerrar los ojos al sol, imaginarse con qué llenar aquel tiempo disponible, milagro semanal.
No había mucho donde elegir, desde luego los límites eran estrictos. Pero probablemente así es en todas partes, al menos para la gran mayoría de los mortales. Sin embargo, aunque con un margen muy escaso, era posible elegir: algo excepcional, exclusivo de las tardes de domingo, pero real.
Por ejemplo, cabía la posibilidad de decidirse por dormir.
Además, la mayoría de los deportados salía corriendo hacia los dormitorios apenas acababan de pasar lista los domingos. Olvidarse, perderse, tal vez soñar. Se dejaban caer sobre el jergón de los catres e inmediatamente se dormían. Después de la lista, después de la sopa del domingo —siempre de fideos, la más espesa de la semana, siempre bien acogida—, parecía imponerse la necesidad de la nada reparadora.
También era posible hacer un esfuerzo, vencer el sueño atrasado, el cansancio de vivir, e ir a reunirse con unos compañeros. Recrear una comunidad, a veces una comunión, cuando ésta no era sólo la del pueblo natal o la de la guerrilla del movimiento de resistencia; cuando era además política o religiosa: aspirando a ir más lejos, es decir, a una trascendencia, dejándose aspirar por ella.
En resumidas cuentas, vencerse a sí mismo para salir de uno mismo.
Intercambiar señales, unas palabras, noticias del mundo, gestos fraternales, una sonrisa, una colilla de machorka, trozos de poemas. Briznas ya, restos supervivientes o dispersos, porque la memoria se desmenuzaba, menguaba. Los poemas más largos que se conocían de memoria, que se habían guardado en el fondo del corazón, El barco ebrio, El cementerio marino, El viaje, se reducían ya a unos pocos versos deshilvanados, sueltos. Por supuesto, más conmovedores aún porque emergían de la bruma de un pasado aniquilado.
Precisamente aquel domingo las noticias que teníamos que comunicarnos eran más bien tranquilizadoras: los americanos resistían en Bastogne, no cedían ni un palmo de terreno.
Pero el sol de diciembre era engañoso.
No calentaba en absoluto. Ni las manos ni la cara ni el corazón. El frío glacial se agarraba a las tripas, cortaba el aliento. El alma se resentía, quedaba dolorida.
A todo esto Kaminsky se acercaba a grandes zancadas, con aire jovial. Gritaba la buena noticia cuando aún estaba a cierta distancia.
Por fin: ya tenían el muerto que necesitábamos.
Ahora, inmóvil delante de mí, erguido sobre sus botas, corpulento, con las manos metidas en los bolsillos laterales de su capote azul de Lagerschutz. Pero su rostro móvil, la vivacidad de sus ojos, reflejan la excitación.
—Unerhört! —exclama—. ¡Inaudito! Tiene tu misma edad, con pocas semanas de diferencia. ¡Y encima es estudiante!
Dicho de otro modo, un muerto que se me parece. O soy yo quien ya se parece a él.
Como de costumbre, la conversación con Kaminsky se desarrolla en una mezcla de dos lenguas. Luchó en España, en las Brigadas, y habla un español todavía fluido. Le gusta intercalar palabras españolas, a veces frases enteras, en nuestras conversaciones en alemán.
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