Pradelli, Angela El sentido de la lectura. - 1a ed. - Buenos Aires : Paidós, 2013. E-Book. ISBN 978-950-12-0048-5 1. Educación. 2. Aprendizaje. CDD 371.227 |
El capítulo “El sentido de las palabras (ficción)” ha sido publicado anterioremente. Véase: Angela Pradelli, “El sentido de las palabras”, Marketing & Research, Buenos Aires, mayo de 2012.
Directora de colección: Rosa Rottemberg
Diseño de cubierta: Gustavo Macri
© 2013, Ángela Pradelli
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ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0048-5
El sentido de la lectura
Ángela Pradelli
El sentido de la lectura
A Giovanni, María y Rita Pradelli
Cuando trato de escribir sobre la importancia del acto de leer, me siento impulsado a “releer” momentos fundamentales de mi práctica, conservados en la memoria, desde las experiencias más lejanas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se fue formando dentro de mí.
PAULO FREIRE
Pero la memoria no es nada sin el contar.
PAUL RICOEUR
La lectura tendrá que enseñarse como un arte particular. Cualquiera que haya intentado enseñar literatura o historia o filosofía al estudiante promedio de enseñanza superior atestiguará que en esto consiste toda la labor.
GEORGE STEINER
Cuando se contempla la forma de los hombres se puede configurar el mundo.
I CHING
1. LA LECTURA COMO UNA PULSIÓN DE VIDA
Desde hace muchos años la lectura es para mí, también, un tema de reflexión. Toda escritura es en colaboración, pero tal vez, este libro con las meditaciones sobre la lectura y su misterio lo sea aún más que cualquier otro, ya que incluye los relatos de distintas personas que narran, en relación con la lectura, una escena personal que consideran muy significativa en sus vidas. Los músicos suelen hacerlo. Cuando dan sus recitales, invitan a otros cantantes a compartir el escenario. ¿Por qué no invitar a escritores, músicos, directores de teatro, editores, profesores, traductores, etc., a compartir esta meditación sobre la lectura a partir del relato de sus propias experiencias? Al invitarlos, les aclaré que no tenían que explicar los motivos de la elección, no importaba por qué habían elegido relatar determinada experiencia, sino únicamente contar una escena personal en relación con la lectura en la que algo del orden quizás de lo trascendente había tenido lugar en la vida de cada uno. Sin interpretaciones ni conclusiones sino más bien el puro contar.
Tenía puesta mi fe en que, al narrar la experiencia, algo se develara. Y también en que los relatos, como destellos, fueran revelando los diferentes conceptos de lectura y los motivos por los cuales leemos. Aunque leer es una actividad que muchas veces sentimos como placentera, no es sin embargo el goce lo único que nos mueve a hacerlo. Esa fue mi idea entonces: que los textos reunidos en el libro manifestaran los diferentes sentidos de leer. No me equivoqué al pensar que los relatos nos traerían también una significación. Quien cuenta una historia, lo sabemos, casi siempre corre un velo.
¿Cuáles son nuestras escenas de lectura más significativas y cómo las recordamos? ¿Qué encontramos hoy al volver a ese lugar y qué vemos en esas experiencias en que los textos vinieron a buscarnos o nosotros fuimos hacia ellos y los abordamos? ¿Qué recuerdo tenemos de nosotros mismos como lectores? ¿Qué libro, escritor, historieta o revista nos revelaron la posibilidad de otros mundos? ¿Por qué ese y no todos los anteriores? ¿Qué hay de aquello que perdimos sin terminar de leer y qué pasa cuando lo reencontramos? La invitación a relatar un suceso importante en relación con la lectura era al mismo tiempo una invitación (tomo aquí las palabras de Maurice Blanchot) a “buscar detrás de sí, para encontrar allí la fuente de toda alteración, un acontecimiento primero, individual, propio de cada historia, una escena algo importante y conmovedora. […] Por una parte, se trata de remontarse a un comienzo, ese comienzo será un hecho, ese hecho será singular, vivido como único”.
La memoria, que nunca está quieta, opera para crear un recuerdo. Genera erosiones también. En diálogo con el tiempo y los espacios de los sucesos que acaecieron, la memoria va construyendo. Y olvida a veces, o modifica también. Es un movimiento que acomoda las huellas materiales en una composición que es también una escritura social en la que podemos leernos.
Este libro entonces, además de la reflexión y experiencia propias, reúne los relatos de músicos, lingüistas, fotógrafos, historietistas, directores de teatro, poetas, traductores, guionistas, docentes, periodistas, narradores y editores que día tras día fueron llegando a mi casilla. La mayoría de los que escribieron sus escenas de lectura son argentinos, pero también hay textos de cubanos, uruguayos, italianos, suizos, franceses, alemanes. Para todos ellos, mi agradecimiento será infinito. Además de estas variaciones sobre la lectura, el libro incluye también un cuento de ficción, “El sentido de las palabras” (), cuya protagonista atraviesa una experiencia en la que la lectura se ve arrasada.
Hace un tiempo, cuando ya había escrito los primeros borradores de este ensayo, tuve una conversación telefónica con la editora Rosa Rottemberg. Antes de cortar, Rosa me contó una historia familiar. Durante el servicio militar, su abuelo Abraham Isaac fue designado para prestar servicios en la casa del conde de la comarca. Allí debía leer y escribir cartas para los integrantes de la familia. Hace no mucho tiempo, pero cuando llevaba varios años ya editando libros, Rosa Rottemberg conoció la historia por boca de su padre, Miguel Rottemberg, quien la cuenta también en un libro aún inédito y de la que acá se reproduce solo un fragmento.
LA SALVACIÓN
Miguel Rottemberg ()
Polonia, 1926, un joven judío es llamado a hacer el servicio militar, que consistía en tres años para los arios y cinco o más para alguien llamado Abraham Isaac. Lo espera una vida dura y llena de agravios, ¿cómo salvarse del destino? A las pocas semanas de estar en el ejército decide pegarse un tiro en el dedo meñique mientras limpia un arma y fingir un accidente. El médico del ejército observa la pólvora que rodea su mano y después de vendarle el dedo le dice: “Suerte que no soy lo suficientemente antisemita para delatarte, seguí haciendo el servicio militar”.
El suicidio del conde de la comarca hace que la condesa pida, privilegio de los nobles, una docena de soldaditos rasos para los quehaceres domésticos.
–Vos, judío, ¿qué sabes hacer? –le dice el superior.
–Sé arreglar tractores y tengo muy buena letra –contesta Abraham.
–Legible –dice después la condesa–, y muy hermosa por tratarse de un judío.
El destino quiere entonces que mi padre pase directamente al escritorio de la noble para mandar misivas, sobres y además servir el vino en las mesas donde la condesa se reúne, entre otros, con altos mandos del ejército polaco. A veces mi padre ayuda también a llevar al lecho a alguno pasado de alcohol. La vida no es tan dura, las sobras de los banquetes son un manjar para un judío acostumbrado a papas y a sopa de remolacha. Después de cinco años, mi padre es ascendido a cabo y solicita a la condesa que le dé la baja. Tres años más tarde, la condesa recuerda a aquel joven de tan buena letra, lo manda llamar y le dice que lo necesita por un corto tiempo, hasta encontrar otra persona que tenga dotes parecidas para la escritura. Los militares polacos ya acostumbrados a este joven judío que tantas veces les sirve se olvidan de él y mi padre parece ya constituir parte del mobiliario, de modo que, un poco por eso y además también por el alcohol ingerido, comienzan a contar secretos militares sin mayor cuidado. Algunos ya presumen de la inminente invasión a Polonia. Incluso manifiestan cierta simpatía por el invasor, y desde luego se regocijan por el terror desatado hacia los judíos, la barbarie convertida en hechos jocosos, los campos de concentración. Sueñan para Polonia igual suerte. Una Polonia libre de comunistas, judíos y gitanos.