Crónica periodística del bombardeo de la población bizkaina de Gernika, y de algunos acontecimientos previos y posteriores. Este reportaje periodístico fue publicado en abril de 1958 por una revista de amplia difusión en Venezuela y, posteriormente, editado como un folleto independiente.
El bombardeo de Guernica (Operación Rügen) fue un ataque aéreo realizado sobre esta población el 26 de abril de 1937, en el transcurso de la Guerra Civil Española, por parte de la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana, que combatían en favor de los sublevados contra el gobierno de la Segunda República Española. Las estimaciones actuales de víctimas cifran los fallecidos en un rango que abarca de los 120 a los 300 muertos, 126 según el estudio más reciente y exhaustivo.
La repercusión internacional que alcanzó este bombardeo, unido a su utilización propagandística, ha hecho que sea una masacre mundialmente conocida y considerada como un icono antibélico.
Desconocido
El terrible 26 de abril de Gernika
Hace 25 años
ePub r1.0
Arnaut 22.04.14
Desconocido, 1958
Editor digital: Arnaut
ePub base r1.1
ESTE REPORTAJE PERIODÍSTICO
FUE PUBLICADO EN ABRIL DE
1938 POR UNA REVISTA DE AM
PLIA DIFUSIÓN EN VENEZUELA
Un hombre alto y macizo vestido de gris obscuro trepó decidido la escalera de madera que conducía al último piso de un edificio de paredes obscuras de la calle «Grands Augustins» de París. Llamó a la puerta con los nudillos. Al cabo de unos instantes oyó pasos en el interior, pasos que reconoció en seguida. El pintor Picasso que tenía su estudio en aquella buhardilla era uno de sus mejores amigos. Aquel desconocido había recorrido cientos de kilómetros para llegar a París. Venía de Guernica. En su rostro curtido por el sol, se veían profundas arrugas.
El pintor abrió la puerta, sonrió y miró en silencio. El recién llegado no respondió a la sonrisa. Una ligera brisa entraba por la ventana abierta del estudio. Picasso hizo sentarse a su amigo en su cama al fondo de la enorme habitación llena de lienzos a medio terminar. Colocó su brazo derecho sobre su espalda. Las lágrimas brillaron en sus ojos grises. A los labios del recién llegado ascendían palabras de tristeza, palabras amargas. Como inconsciente narraba una tragedia que 48 horas antes había vivido: la destrucción de su pueblo Guernica. Picasso callaba con su cabeza reclinada en el pecho. Una máscara de sentimiento cubría su rostro. Se dió cuenta de que su amigo sufría y le miraba en silencio. Comprendía que si hablaba aquel hombre dolorido se echaría a llorar. El desconocido estaba terminando su relato cuando la comparsa del café de enfrente inundó el estudio con alegre musiquilla francesa.
Los muros del estudio de Picasso, con sus amplios ventanales abiertos sobre un paisaje de chimeneas negras y tejados rojos, no habían oído una historia tan espeluznante como la que aquel hombre había contado. «Vamos, Manuel» —dijo Picasso cogiendo del brazo a su amigo.
Picasso no durmió aquella noche, ni las siguientes, ni las quince siguientes. Estaba tan profundamente impresionado por el relato del bombardeo de Guernica que deseaba transmitir al mundo un mensaje de protesta. Comenzó a pintar su cuadro «Guernica» dos horas después de oír a su amigo Manuel. Pasó día y noche en su estudio. Tenía los ojos como atados a las figuras del lienzo. Su sensibilidad estaba excitada por la evocación de los muertos en Guernica. Parecía como si hubiera estado presente desde el comienzo de la tragedia aquella tarde del 26 de Abril en el aeródromo de Vitoria.
«ESTO ES UN JUEGO PARA HOMBRES COMO USTED, HANS…»
Eran las 3,69 de la tarde. El aeródromo de Vitoria, en la provincia de Álava, estaba lleno de aviones. En ninguno se veía la enseña de la aviación española. Destacaba en los costados gris obscuro de los aparatos la Cruz negra de la Lufwaffe y la zwástica alemana. Dispuestos a despegar estaban 26 aviones «Heinkel 111», «Junker 52», «Heinkel 51» y 5 aviones de caza italianos. El jefe del aeródromo, el alemán Galland, vestido con un uniforme kaki verdoso, con botas altas negras muy bien lustradas y un pequeño sable con adornos e incrustaciones doradas y plateadas daba sus últimas órdenes. En su obra «Hasta el final con nuestros Messerschmidt» describió años después el despegue de la aviación alemana.
Con él hablaba en aquel instante Joachim Hans Wandel, uno de sus hombres de confianza. Hans era un piloto que pertenecía a las Juventudes Hitlerianas. Tenía un gran porvenir. Alto (1,82 m.), rubio, nacido en 1914 en la ciudad de Karldorf (Prusia Oriental), anotaba en su carnet de vuelos el objetivo y las órdenes. Estaba cumpliendo el servicio militar en la Aviación Alemana. El 22 de Abril había llegado a Roma desde Berlín y el 23 se había trasladado a Vitoria. Pertenecía a la escuadrilla selecta I.J. de la Legión Cóndor. Galland se acercó a los primeros aparatos de la formación. Hans subía en aquel momento a su «Heinkel 51».
—Este es un servicio decisivo. El general Sperrle está muy interesado en saber como responde nuestro material más moderno. El vuelo de día es juego de niños para un piloto experimentado como usted Hans. Además no hay oposición enemiga y el tiempo es magnífico— dijo Galland dirigiéndose a Hans Wandel.
Sus últimas palabras y los últimos «Aufwiedersehen» y «Heil Hitler» de saludo quedaron casi apagados por el bronco rumor de los motores. Abrochándose el cuello de su mono azul en el que se veía la insignia dorada alada de la Lufwaffe, Hans miró a los mecánicos que se movían alrededor. El «Heinkel 51» se dirigió hacia la pista de despegue y una vez situado en posición se detuvo. En los demás aviones había otros «Hans», muy rubios, muy altos y muy alemanes: lo más escogido de la raza aria…
La flota aérea se desplazaba con cierto desorden aparente en el momento en que el general Hugo Sperrle, el hombre que se hizo dueño de todos los aeródromos de Franco (cuyas órdenes estaban por encima de todos los generales españoles), se levantaba de la mesa para dormir la siesta. Había llegado a España a principios de 1936. Era consejero personal del general Franco en todas las operaciones aéreas y en muchas terrestres. Sperrle vió despegar la flota aérea alemana desde la ventana de su casa cercana al aeropuerto, y sonrió orgulloso.
Hans Wandel levantó el brazo en señal de saludo y movió una palanca con una atención obsesionante como si de cada movimiento dependiera la suerte del Imperio Alemán.
Minutos después la escuadra volaba sobre el cielo de Vitoria. Los aviones parecieron revolotear como libélulas, se difuminaron en la lejanía sobre un fondo casi azul, insignificantes, triviales y cual notas salidas de lo más íntimo de un txistu se perdieron entre los rayos del sol. El mundo jamás podrá olvidar lo que ocurrió en las dos horas siguientes.
Hans miró a su reloj. Eran las 4,13 minutos. El reloj de la plaza mayor de Guernica a 54 kilómetros en línea marcaba en ese mismo momento las 4,15. El reloj de Guernica siempre estaba dos minutos adelantado. Era lunes, día de mercado. A los 7.200 habitantes de Guernica se habían agregado otros cuatro o cinco mil.
Miles de personas olvidando la horrible guerra que en los montes cercanos sostenían los gudaris vascos contra la anti-libertad vestida de requeté, moro y falangista, acudían al mercado de Guernica para disfrutar de aquel claro día de primavera. Guernica, bañada por las aguas del río Mundaca, era más que una ciudad un santuario. Era algo sagrado para los vascos. Ninguna de las diez u once mil personas que se congregaban en la vieja ciudad se imaginaba que el viejo roble bajo cuyas ramas se reunían las Juntas de Vizcaya desde tiempo inmemorial pudiera correr peligro.