Varios autores - Antología del relato negro, Volumen I
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- Libro:Antología del relato negro, Volumen I
- Autor:
- Genre:
- Año:2013
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Antología del relato negro, Volumen I: resumen, descripción y anotación
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Antología de relato negro (Volumen I)
La más completa antología de relatos de terror,
suspenso y misterio de todos los tiempos.
INTRODUCCIÓN:
El terror es el sentimiento de miedo en su escala máxima cuando el miedo ha superado los controles de nuestro y ya no puede pensarse racionalmente. El miedo o temor es una emoción caracterizada por un intenso sentimiento habitualmente desagradable que nos asusta o creemos que nos puede hacer daño. Es provocado por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o incluso pasado.
El cuento de terror (también conocido como cuento de horror o cuento de miedo suspenso), es considerado en sentido estricto, toda aquella composición literaria breve, generalmente de corte fantástico, cuyo principal objetivo es provocar el escalofrío, la inquietud o el desasosiego en el lector, definición que no excluye en el autor otras pretensiones artísticas y literarias.
En la Edad Media las crónicas y anales oficiales y oficiosos aparecen salpicados de todo tipo de datos, supersticiones y consejas que versan sobre ogros, aparecidos, brujas, duendes, vampiros, hombres lobo y demonios.
En este Volumen I:
INDICE
Beatriz (Satanás).
Ramón de Valle-Inclán (1866-1936)
El Almohadón de Plumas.
Horacio Quiroga. (1878 –1937)
Dompareli Bocanegra.
Agustin Pérez Zaragoza (1800- …)
Un destripador de antaño.
Emilia Pardo Bazán (1851-1921)
Thanatopía.
Rubén Darío (1867-1916)
La larva.
Rubén Darío (1867-1916)
La extraña muerte del fray Pedro.
Rubén Darío (1867-1916)
El velo de la reina Mab.
Rubén Darío (1867-1916)
El ánima de mi madre.
Antonio Ros de Olano. 1808-1886
Lluvia de fuego.
Leopoldo Lugones (1874-1938)
Los caballos de Abdera.
Leopoldo Lugones (1874-1938)
El perseguidor.
Carmen de Burgos (1867-1932)
La mujer fría.
Carmen de Burgos, 1867-1932
El castillo de lo inconsciente.
Amado Nervo (1870-1919)
Dos mujeres
Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873)
INDICE
El Almohadón de Plumas.
Horacio Quiroga. (1878 –1937)
Thanatopía.
Rubén Darío (1867-1916)
La larva.
Rubén Darío (1867-1916)
El ánima de mi madre.
Antonio Ros de Olano. 1808-1886
Lluvia de fuego.
Leopoldo Lugones (1874-1938)
Los caballos de Abdera.
Leopoldo Lugones (1874-1938)
El perseguidor.
Carmen de Burgos (1867-1932)
La mujer fría.
Carmen de Burgos, 1867-1932
Dos mujeres
Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873)
Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada. La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta--Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.
La Condesa era unigénita del célebre Marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara --nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio--, el Marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia! Los títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondariu y Señor de Goa, extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.
Si más tarde tituló de Condesa , fue por gracia pontificia.
II.
La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:
-¿Da su permiso la Señora Condesa?
-Adelante, Fray Ángel.
El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá, en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó:
-¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz?
La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró: ¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros. Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
-Sí que los hace, pero lleva, veinte años encamada.
-Se manda el coche, Fray Ángel.
-Imposible por esos caminos, señora.
-Se la trae en silla de manos.
-Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...
Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:
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