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Varios autores - Antología de relato negro Volumen II

Aquí puedes leer online Varios autores - Antología de relato negro Volumen II texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: Editorial Sur, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Varios autores Antología de relato negro Volumen II

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Antología de relato negro

(Volumen II)

La más completa antología de relatos de terror, suspenso y misterio.


INDICE


Introducción:

El terror es el sentimiento de miedo en su escala máxima cuando el miedo ha superado los controles de nuestro y ya no puede pensarse racionalmente. El miedo o temor es una emoción caracterizada por un intenso sentimiento habitualmente desagradable que nos asusta o creemos que nos puede hacer daño. Es provocado por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o incluso pasado.

El cuento de terror (también conocido como cuento de horror o cuento de miedo suspenso), es considerado en sentido estricto, toda aquella composición literaria breve, generalmente de corte fantástico, cuyo principal objetivo es provocar el escalofrío, la inquietud o el desasosiego en el lector, definición que no excluye en el autor otras pretensiones artísticas y literarias.

En la Edad Media las crónicas y anales oficiales y oficiosos aparecen salpicados de todo tipo de datos, supersticiones y consejas que versan sobre ogros, aparecidos, brujas, duendes, vampiros, hombres lobo y demonios.

En este Volumen II

El velo negro

Charles John Huffam Dickens (1812-1870)

El fantasma de Madam Crowl.

El gato blanco de Drumgunniol.
Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)

La cámara secreta.
Margaret Oliphant (1828-1897)

La cruz del diablo.
El gnomo.
Gustavo Adolfo Becquer (1836-1870)

La cosa maldita.
El guardián del muerto.
La ventana sellada.
Ambrose Bierce (1842-1913)

El huésped de Drácula
La casa del juez

Abraham Stoker (1847-1897)

Relatos que he intentado escribir.
Montague Rhodes James (1862 - 1936)
Advertencia a los curiosos.
La casa de muñecas.
Montague Rhodes James (1862 - 1936)
El huésped siniestro.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)


El velo negro

Charles John Huffam Dickens (1812-1870)


Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento, que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.
Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.
En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.
-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?
-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.
El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba con el cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.
-¡Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.
Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.
-Pase, por favor -dijo el cirujano.
La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.
-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y redondos habían permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la cortina y cierra la puerta.
El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la puerta, se retiró al gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la cerradura. El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro el cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua.
-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.
-Si -respondió ella con una voz baja y profunda.
-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de una persona que sufre.
-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!
Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.
-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un momento. ¿Por qué no consultó usted antes al médico?
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.
-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre, que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua- y luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.
La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado, y rompió en llanto.
-Se -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio fiebril. Ya me lo han dicho, aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.

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