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Pedro Salinas - Mitad monjes mitad soldados

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    Mitad monjes mitad soldados
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Mitad monjes mitad soldados: resumen, descripción y anotación

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Mitad monjes, mitad soldados. El Sodalitium Christianae Vitae por dentro

© 2015, Pedro Salinas

© 2009, Editorial Planeta Perú S.A.

Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú

© 2015, Editorial Planeta Perú S. A.

Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú.

www.planeta.es

Corrección: Juan Carlos Bondy

Diagramación: B-MAD

Diseño de cubierta:

Primera edición: 00000000

Tiraje: 0000 ejemplares

ISBN: 0000000000000000

Registro de Proyecto Editorial: 000000000000000

Hecho en el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 0000000000000

Impreso en:

A las víctimas del engaño.

«¿Cuándo habrá alguien que hable (oficialmente) de todo esto?»

B EN B RADLEE

Editor ejecutivo de The Washington Post , de 1968 a 1991

«Admitir el daño hecho y pedir perdón es esencial»

W IM D EETMAN

Director del equipo investigador de abusos sexuales cometidos en el
seno de la iglesia católica holandesa

«Si tratas de encubrir un fantasma, se vuelve grande»

P ROVERBIO GROENLANDÉS

Prefacio

Nada hacía presagiar, en diciembre del 2010, que una historia de consecuencias imprevisibles me reventaría en la cara.

Un amigo mío, a quien llamaré Francesco, de los tiempos en que formé parte del Sodalitium Christianae Vitae (SCV), una organización católica peruana creada por Luis Fernando Figari, me llamó por teléfono para contarme que el líder máximo del Sodalicio (como también se le conoce a esta institución) estaba renunciando al cargo de superior general, y que tal anuncio lo haría en diciembre de ese año, cerca del aniversario de este grupo católico. La noticia me extrañó, pero no le di mayor importancia, para ser sinceros. Como sea. La usamos de pretexto para tomarnos un café porque no nos veíamos desde hacía mucho.

Al poco, otro amigo que también había integrado las filas del SCV, me telefoneó para comentarme lo mismo, y quedamos en almorzar. «Parece que está enfermo», me dijo cuando nos vimos en Pescados Capitales, uno de mis restaurantes favoritos. El anuncio no dejaba de ser desconcertante y enigmático, pero no le dedicamos más tiempo del que merecía, nos tomamos unos piscos y luego nos despedimos. Curiosamente, por esas mismas fechas, un exsodálite colombiano iba a pasar por Lima, de turismo, y contactó conmigo porque había leído mi ópera prima, una novelita que narraba en clave de ficción mi tránsito por el SCV, y tenía curiosidad de conocerme. Acepté la reunión. «¿Será diciembre un mes particularmente nostálgico para los exsodálites?», pensé. Tres contactos en el lapso de una semana, no era moco de pavo, ¿no?

Sin embargo, lo más inaudito vino después. Francesco volvió a llamarme, ansioso, para retomar la promesa del café, antes de las Navidades, porque ahora tenía algo grave que contarme. Enfatizó la palabra grave . Y agregó que eso, lo «grave», involucraba a Germán Doig (quien había sido el número dos de la institución diez años atrás, cuando falleció de un infarto). Y lo «grave» tenía que ver también con la renuncia de Luis Fernando al cargo de superior general. Eso, no voy a negarlo, sí me intrigó. Quedamos para el día siguiente, en la mañana, en el Bar Olé, una discreta taberna que abre desde tempranas horas en el distrito de San Isidro.

Y bueno. Llegué puntual, nos saludamos y escogimos una mesa solitaria. No había gente, la verdad. Apenas un par de camareros que se dedicaban a limpiar y a ordenar el lugar. La conversación se inició con recuentos sucintos sobre nuestros trabajos, familias, y así. Las palabras caían de la boca de Francesco sin decir nada en particular, nada relevante, nada que justificara la premura de reunirnos. Al punto que ya estaba empezando a retorcerme en la silla. Francesco se pidió otra cerveza. Y luego otra. Y apenas eran las diez y treinta de la mañana. Finalmente, se decidió a entrarle al cuento, o al bulto, y la historia que estaba esperando en la oscuridad comenzó a cobrar forma.

Me comentó que la causa de la beatificación de Germán Doig, que recién se iniciaba —pese a que la maquinaria se puso en marcha una década atrás— y en algún momento debía elevarse a Roma, se detuvo de súbito hacía un par de meses. Que las razones oficiales vertidas hacia el interior de la comunidad sodálite señalaban que no había alcanzado el grado de «virtudes heroicas». Que las razones verdaderas eran otras. Más truculentas. Más escabrosas. Más sórdidas. Que tenían que ver con casos de abusos sexuales.

—¡¿Germán involucrado en casos de abusos sexuales?! —dije en voz alta, interrumpiéndolo.

Simplemente, no lo podía creer. No me parecía plausible. Doig, a quien pensaba haber conocido bien, nunca fue mi director espiritual, pero se me hacía inconcebible digerir lo que estaba expresando Francesco. Poco tiempo antes que falleciera, incluso recuerdo haberlo entrevistado en la radio sobre su libro El desafío de la tecnología . Más allá de Ícaro y Dédalo , y el trato con él mantuvo la afabilidad y calidez de toda la vida. Pero Francesco volvió a anclarme a lo que me estaba diciendo.

—Créelo, Pedro. Créelo. Créelo..., porque yo fui una de sus víctimas —dijo.

Y yo, de pronto, caí en un mutismo sepulcral, absoluto, sin saber qué hacer o qué decir. Me costaba dar crédito a lo que estaba escuchando. Pero el dolor en la mirada de Francesco era real. Como sus lágrimas. Como sus frases, ahora entrecortadas.

—Eres la segunda persona a quien se lo cuento. La otra, la primera a quien se lo conté, porque me preguntó directamente si alguna vez Germán se había mostrado extraño conmigo, fue quien hizo la investigación al interior del Sodalitium —señaló mientras se secaba algunas lágrimas.

Esta persona, cuyo nombre reveló esa mañana, y por lo que me contó Francesco, no solo hizo el hallazgo de los casos, desde el año 2008, sino que le pidió al propio Figari que, además de detener la causa de la santificación de Germán Doig, dejara el cargo de superior general. Como así ocurrió, posteriormente.

Luego, sin que fuera necesario preguntarle, vino lo más crudo: el testimonio desgarrador del propio Francesco, quien me contó de los encuentros sexuales a los que lo indujo Germán, aprovechando su condición de director espiritual, utilizando en su beneficio la confianza que Francesco había depositado en él, enseñándole «ejercicios de transferencia de energía» a través del yoga, para luego emboscarlo y abrazarlo y besarlo, diciéndole que no se preocupara porque lo amaba en Cristo, como amigo, y que eso era natural y puro. Hasta que le pidió que lo penetrara, como una manera de «experimentar para ayudar a otros aconsejados». Lo cual sucedió en más de una oportunidad.

No sé cómo describir una situación como la que me tocó vivir aquel día. Por un instante, mientras que Francesco hablaba, sentí que el tiempo se había detenido, que todo transcurría en cámara lenta. Pero no. El tiempo no se había detenido. Ni lo que estaba viviendo era un mal sueño. Francesco seguía delante de mí, hablando sin parar, desmesuradamente. Como un volcán en erupción. En cambio, yo estaba paralizado como una esfinge, sin saber qué decir. Con la aguda sensación nerviosa del tonto de capirote que es incapaz de expresar siquiera un «lo siento mucho, Francesco, no sabía nada de esto». Ni siquiera eso. Solo atiné a escucharlo, sin poder escapar de mi asombro.

En un punto de su monólogo, si mal no recuerdo, le pedí que se detuviera. Que no era necesario que me cuente todos los detalles. Pero no me hizo caso. O no me oyó. Quería contarlo todo. Sacarlo fuera de sí. A borbotones. Como quien no quiere quedarse con nada adentro.

Se lo había guardado por años. Por décadas. Y ahora, de pronto, al evocar nuevamente esa pesadilla, era como pararse en el medio del ojo de un tornado. Algunos de los pormenores que me reveló Francesco aquella mañana de diciembre, en esa oscura pero elegante tasca sanisidrina, aparecen más adelante, en las páginas de este libro, que, ahora estoy seguro, se gatillaron ese día, sin desearlo.

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