No sólo este ensayo se convierte en imprescindible por ser el primer texto largo y enjundioso que publicara Roberto Arlt, sino porque su temática y las cuestiones, cuando no, pulsiones anímicas, que desvela y denuncia el gran novelista bonaerense siguen, a pesar de los noventa años transcurridos desde su publicación, en el tapete de nuestro día a día. Más aun cuando esta edición, profusamente anotada, permite, frente a todas las anteriores, una mejor comprensión de la inmensa engañifa y confusión que late bajo eso que se entiende como esoterismo y espiritualidad, y que un joven Arlt, con una perspicacia fuera de lo común, captó de un golpe en estas breves, cuanto agudas, páginas. Por todo ello, Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires es un manifiesto de una actualidad indudable para cualquier buen lector en lengua española.
Roberto Arlt
Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires
ePub r1.0
Titivillus 12.11.16
Roberto Arlt, 1920
Edición: Marcos Fernández & Gastón Segura
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Prólogo de los editores
(La terca vigencia de un texto)
UN DOCTRINO DEMASIADO AVISPADO
Tras una primera lectura, resulta pasmoso pensar que no había aún cumplido ni los veinte años, cuando Arlt publica, en el semanario Tribuna Libre, dirigido entonces por Ernesto León Odena, este texto. Pero a poco que, como prologuistas en ejercicio, revolvimos y ordenamos los datos, caímos enseguida en la cuenta de que aquel jovencito, con ansias de poeta lóbrego de Montparnasse y que se calificaba contumazmente de inútil, era ya el Roberto Artl que estamparía en sus páginas a Buenos Aires y a su turbamulta de emigrantes y de logreros, de rufianes y de vendedores de humo, de amores de vuelta amarga y de añoranzas fanáticas.
En efecto, a poco que repasamos su biografía, dejada a jirones semiocultos en sus artículos y en los inicios de sus novelas, nos dimos cuenta de que ese tipo intuitivo y de mirada quirúrgica ya estaba formado y de una pieza, aunque fuese por los golpes bajos de la vida, ganados a pulso por la irreductibilidad de su carácter.
De otro modo, es decir, sin esa madurez ácida del alma descarriada, resulta imposible la certera mirada con que Arlt escarba en la amazacotada costra de erudición y embuste con que se envuelve —entonces y ahora— la Teosofía, hasta dejarla corita en toda su impudibundez. Porque esa mirada taladrante exige no tanto de un profundo escepticismo como de una índole demasiado humana o demasiado curtida en lo humano, para atinar con el revés del embeleco y con las artimañas del timador a las primeras de cambio, y Arlt atina.
Y no obstante, estábamos ante un joven desarreglado y prófugo del hogar, que recorre los cenáculos de poetas bonaerenses, en compañía de Conrado Nalé Roxlo, con el único afán de colocar un poema o un cuento en una revista de enorme porvenir y sin futuro alguno, que ya ha publicado una novela pequeña y hoy extraviada —quizá porque el propio Arlt no tuvo nunca demasiado interés en recuperarla—, Diario de un morfinómano, y que se presentaba, tarde tras tarde, en la redacción de Crítica en busca de un hueco donde plantar unas líneas, amenazando, de paso, al grupo de resabiados redactores con leerles su gran novela, El juguete rabioso, que por aquellas fechas le acompañaba siempre encima, aunque bajo otro título.
Este es el Arlt que ya nunca dejaría de ser; un vagabundo de sí mismo, un huérfano de esquina, un mendigo de la ternura. Pero un Arlt joven que, también y contra todo pronóstico de sus desesperados maestros de escuela y de lo que su apariencia hacía presumir, había leído, y mucho.
Él mismo afirma que para entonces había agotado los cuarenta y tantos volúmenes del Rocambole de Ponson du Terrail y, no contento con eso, asegura, al inicio de este ensayo, que «entre los múltiples momentos críticos que he pasado, el más amargo fue encontrarme a los dieciséis años sin hogar. Había motivado tal aventura la influencia literaria de Baudelaire y Verlaine, Carrere y Murger…» y, a renglón seguido, nos habla de su empleo ocasional como mozo en la librería Pellerano, de la calle Rivadavia, aviso sutil de que desarmado de conocimientos no iba al encuentro de la Teosofía.
Otras cosa es la perspicacia; esa —la agudeza para percibir el revés de la trama— la había mamado en el hambre y en el desconsuelo, en el vagabundeo y en la mangancia; en su contumaz inutilidad para cualquier oficio de provecho, de la que, más que quejarse, casi alardea y alardeará para siempre.
Pero volvamos a aquel chiscón de libros viejos de la calle Rivadavia. Allí Arlt había de conocer al estragado y melancólico cicerone que lo llevó, casi catequizado de alma y fantasía, a ingresar en la logia teosófica ViDharma. De lo que en aquel cenáculo de la «verdad oculta» le sucedió durante el par de años que anduvo frecuentándolo como neófito y del chasco consiguiente que sufrió, es notable y agudo desquite este texto que, aun sin entrar en pormenores —y es lástima—, deja una estampa chinesca pero efectiva de la junta de embusteros, ingenuos y desamparados que se congregaban para mixtificar arcanos que lograsen, de una vez por todas, enderezar sus desbaratadas existencias.
Este sentimiento de orfandad que descubre el, aunque adolescente, avispado y curtido Arlt en sus correligionarios funcionaba entonces tanto como ahora, quizá porque siempre ha estado en el meollo de cualquier creencia desde que el hombre comenzó a sujetar con dioses y conjuros todos cuantos fenómenos le superaban y sobrecogían.
Por tanto, aquel Arlt, de apenas dieciséis años, primero impresionado y ávido de saber, y dos años después desengañado de la charlatanería fantasiosa con que se ha topado en la trastienda de aquel «altar del sumo conocimiento», va a escribir este texto que, por vueltas que se le dé y por atropelladas que se nos antojen algunas de sus páginas, a cuenta de amontonar dioses por aquí y arcanos por allá, sigue vigente por la tozudez irredenta de algunos hombres, empeñados en encontrarle los cinco pies al gato, cuando a la vista está que presenta sólo cuatro; eso sí, ágiles y escurridizos, veloces y confundidores.
LA ESTRUCTURA DE UN TEXTO ATROPELLADO
El texto presenta tres partes bien definidas; la primera y más hilvanada es la propia peripecia personal del catecúmeno Arlt, cuando es conducido «con religiosa unción [y añade:] mi espíritu ansioso de una superior idealidad que lo elevara sobre las terrenas miserias» hasta el seno de la logia, en medio ya de perturbaciones y delirios, bien por el hambre con que se batía de corriente, bien por otras necesidades acuciosas de su edad, como es comprensible. Y aunque Arlt, muy púdico, nos las escamotea, estarían tan presentes en su intrigada imaginación que al final acaba delatándose, precisamente por lo contrario: por su indignada pacatería cuando nombra la presencia tentadora de las mujeres en aquel cenáculo de supuesto recogimiento y preclara austeridad. Además, con un remilgo veloz y casi tembloroso que dista mucho del resto de sus descripciones, a veces, demasiado prolijas para una lectura certera del texto; algo que sólo indica cuánto le perturbaba encontrarse con las faldas en mitad de aquellos «sapientísimos» cónclaves.
De seguido, Arlt aborda lo que podría tildarse como segunda parte del texto: el origen y sustancia de la trama; es decir, ¿por qué, tras la apariencia y la retórica encomiable de un templo de la «sabiduría más veraz», no se reúnen sino una junta de hipócritas ensoberbecidos, alguna que otra alma cándida o descarriada como es su caso y un puñado de damas de vida truncada y en busca de enderezarla? Pues, muy sencillo, porque sus cimientos, es decir, su evangelio,