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Roberto Arlt - El juguete rabioso

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Novela del narrador argentino Roberto Arlt

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El juguete rabioso Robert Arlt

—Verá tú qué parte ma linda cuando lleguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña —^y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

—Cuidarlo, niño, que dineroz cuesta —y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toe... toe... toe... toe...

Dicha literatura, que yo devoraba en las "entregas" numerosas, era la historia de José María, el Rayo de Andalucía, o las aventuras de don Jaime el Barbudo y otros perillanes más o menos auténticos y pintorescos en los cromos que los representaban de esta forma:

Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón. Por lo general ofrecían con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

Entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas.

Necesitaba un camarada en las aventuras de la primera edad, y éste fue Enrique Irzubeta.

Era el tal un pelafustán a quien siempre oí llamar por el edificante apodo de el Falsificador.

He aquí cómo se establece una reputación y cómo el prestigio secunda al principiante en el laudable arte de embaucar al profano.

Enrique tenía catorce años cuando engañó al fabricante de una fábrica de caramelos, lo que es una evidente prueba de que los dioses habían trazado cuál sería en el futuro el destino del amigo Enrique. Pero como los dioses son arteros de corazón, no me sorprende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y bribones.

La verdad es ésta:

Cierto fabricante, para estimular la venta de sus productos, inició un concurso con opción a premios destinados a aquellos que presentaran una colección de banderas de las cuales se encontraba un ejemplar en la envoltura interior de cada caramelo.

Estribaba la dificultad (dado que escaseaba sobremanera) hallar la bandera de Nicaragua.

Estos certámenes absurdos, como se sabe, apasionan a los muchachos, que cobijados por un interés común, computan todos los días el resultado de esos trabajos y la marcha de sus pacientes indagaciones.

Entonces Enrique prometió a sus compañeros de barrio, ciertos aprendices de una carpintería y los hijos del tambero, que él falsificaría la bandera de Nicaragua siempre que uno de ellos se la facilitara.

El muchacho dudaba... vacilaba conociendo la reputación de Irzubeta, mas Enrique magnánimamente ofreció en rehenes dos volúmenes de la Historia de Francia, escrita por M. Guizot, para que no se pusiera en tela de juicio su probidad.

Así quedó cerrado el trato en la vereda de la calle, una calle sin salida, con faroles pintados de verde en las esquinas, con pocas casas y largas tapias de ladrillo. En distantes bardales reposaba la celeste curva del cielo, y sólo entristecía la calleja el monótono rumor de una sierra sinfín o el mugido de las vacas en el tambo.

Más tarde supe que Enrique, usando tinta china y sangre, reprodujo la bandera de Nicaragua tan hábilmente, que el original no se distinguía de la copia.

Días después Irzubeta lucía un flamante fusil de aire comprimido que vendió a un ropavejero de la calle Reconquista. Esto sucedía por los tiempos en que el esforzado Bonnot y el valerosísimo Valet aterrorizaban a París.

Yo ya había leído los cuarenta y tantos tomos que el vizconde de Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo adoptivo de mamá Fipart, el admirable Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de la alta escuela.

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Bien: un día estival, en el sórdido almacén del barrio, conocí a Irzubeta.

La calurosa hora de la siesta pesaba en las calles, y yo sentado en una barrica de yerba, discutía con Hipólito, que aprovechaba los sueños de su padre para fabricar aeroplanos con armadura de bambú. Hipólito quería ser aviador, "pero debía resolver antes el problema de la estabilidad espontánea". En otros tiempos le preocupó la solución del movimiento continuo y solía consultarme acerca del resultado posible de sus cavilaciones.

Hipólito, de codos en un periódico manchado de tocino, entre una fiambrera con quesos y las varillas coloradas de "la caja", escuchaba atentísimamente mi tesis:

—El mecanismo de un "reló" no sirve para la hélice. Ponele un motorcito eléctrico y las pilas secas en el "fuselaje".

—Entonces, como los submarinos....

—¿Qué submarinos? El único peligro está en que la corriente te queme el motor, pero el aeroplano va a ir más sereno y antes de que se te descarguen las pilas va a pasar un buen rato.

—Che, ¿y con la telegrafía sin hilos no puede marchar el motor? Vos tendrías que estudiarte ese invento. ¿Sabes que sería lindo?

En aquel instante entró Enrique.

—Che, Hipólito, dice mamá si querés darme medio kilo de azúcar hasta más tarde. —No puedo, che; el viejo me dijo que hasta que no arreglen la libreta...

Enrique frunció ligeramente el ceño. —¡Me extraña, Hipólito!...

Hipólito agregó, conciliador:

—Si por mi fuera, ya sabes... pero es el viejo, che —y señalándome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversación, agregó, dirigiéndose a Enrique:

—Che, ¿no lo conoces a Silvio? Este es el del cañón.

El semblante de Irzubeta se iluminó deferente. —Ah, ¿es usted? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo que tiraba como un Krupp...

En tanto hablaba, le observé.

Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban señorilmente. Tenía los ojos color de tabaco, ligeramente oblicuos, y vestía traje marrón adaptado a su figura por manos pocos hábiles en labores sastreriles.

Se apoyó en la pestaña del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Parecía reflexionar.

Sonada aventura fue la de mi cañón y grato me es recordarla.

A ciertos peones de una compañía de electricidad les compré un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqué lo que yo llamaba una culebrina o "bombarda". Procedí de esta forma:

En un molde hexagonal de madera, tapizado interiormente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas caras interiores iba rellenado de plomo fundido. Después de romper la envoltura, desbasté el bloque con una lima gruesa, fijando al cañón por medio de sunchos de hojalata en una cureña fabricada con las tablas más gruesas de un cajón de kerosene.

Mi culebrina era hermosa. Cargaba proyectiles de dos pulgadas de diámetro, cuya carga colocaba en sacos de bramante llenos de pólvora

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Acariciando mi pequeño monstruo, yo pensaba: "Este cañón puede matar, este cañón puede destruir", y la convicción de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegría.

Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenció mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleció en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despoblados que estaban más allá del arroyo Maldonado en la parroquia de San José de Flores.

El día que ensayamos el cañón fue famoso. Entre un macizo de cina-cina que había en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un círculo de muchachos me rodeaba mientras yo, ficticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balísticas, dirigimos la puntería al depósito de zinc que sobre la muralla de una carpintería próxima la abastecía de agua.

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