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Roberto Arlt - Secretos femeninos

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Roberto Arlt Secretos femeninos
  • Libro:
    Secretos femeninos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
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Secretos femeninos: resumen, descripción y anotación

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En la serie de aguafuertes que integran el presente volumen el blanco de la - photo 1

En la serie de aguafuertes que integran el presente volumen, el blanco de la sátira arltiana se constituye fundamentalmente en los rituales menores que rodean las relaciones entre hombres y mujeres; el noviazgo, el amor a primera vista, la castidad de las novias, el matrimonio, etc., forman parte de esos centros o «nudos» que su escritura tiende a desenmascarar.

Roberto Arlt, 1996

Editor digital: Un_Tal_Lucas

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Despedidas NOCHES PASADAS DESPIDIENDO a un amigo en la estación del Pacífico - photo 2

Despedidas

NOCHES PASADAS, DESPIDIENDO a un amigo en la estación del Pacífico, me tocó ser testigo de una escena singular que me ha hecho pensar que con ella y otra que recuerdo, puede hacerse una nota.

He aquí el asunto:

Un hombre y una mujer. La mujer treinta años; él catadura de viajante, o de vago, o quizá de algo peor. ¡Vaya a saber lo que sería! El caso es que discutían. Él, como decimos habitualmente, aguantaba la mecha, mirando los minutos que faltaban para salir el tren. La mujer lo recriminaba. Yo comprendí que lo recriminaba, porque todos los hombres tenemos una cierta sonrisa cínica cuando una mujer nos dice, con lágrimas en los ojos, que somos unos canallas o unos pilletes.

¿Por qué uno sonríe así? No me lo podría explicar. Pero basta que una mujer comience a tomar un asunto por el lado trágico, para que uno sienta enormes ganas de reírse; no de ella, sino de lo ridículo del papel que se está haciendo frente a gente que pasa que abre la boca y mira con ojos asombrados, como si fuera un crimen hacer llorar a una mujer.

Por fin…

Bueno; el caso es que la desconocida lloriqueaba, y el desconocido se limitaba a decir esas frases baladíes que son obligatorias, cuando uno consigue sacarse un cataplasma de encima. Sí; yo veía eso en la actitud del desconocido; esa satisfacción semioculta, y que la mujer adivinaba; y adivinaba tan bien, que de pronto comenzó a mover la mano, a decir cosas que me jugaría la cabeza, eran así:

—Vos sos un sinvergüenza. Vos me prometiste esto, y ahora te vas. Te vas y yo me mataré. Sí; yo me mataré. No volveré a querer más a nadie…

—Pero, querida; si te matas, ¿cómo podrás querer a otro…?

—Callate; sos un cínico… El hombre más despreciable que he conocido…

—Entonces, trataste a varios…

Como se comprende, un diálogo de esta naturaleza, no puede prolongarse mucho tiempo sin que una mujer no amenace con un desmayo o un escándalo. Y de allí que el desconocido sonriera. Sonriera con una sonrisa dolorosa, jovial, ciniquita, mientras que su mirada decía, más o menos:

—Ya ven ustedes; no tengo la culpa… Pero ¿qué se le va a hacer? Las mujeres son así.

Cuando, al fin, las últimas pitadas del guarda anunciaron que el tren salía, el hombre respiró. La mujer comenzó a llorar a lágrima viva, mientras que, aprovechando el paulatino movimiento de los coches, el hombre lanzaba unas definitivas mentiras de consuelo. Pero ella, sin responder, volvió la cabeza y yo alcancé todavía a ver el semblante del hombre cuando sonreía en él aliviador alejamiento.

Un beso

Una escena de la que no me olvidaré nunca, y eso que han pasado varios años, fue ésta:

Me encontraba en un vagón del convoy que va de Córdoba a Río Cuarto. Faltaban tres minutos para la salida del tren, cuando llegó una cupletista que había estado trabajando en un teatro de esa ciudad. La acompañaba el administrador del mismo, y de pronto, delante de todos los pasajeros, el hombre tomó la cabeza de la mujer y le dio un beso; pero uno de esos besos largos, desesperados; un beso donde se adivina el lanzamiento del alma en una caricia definitiva. Todos los pasajeros nos quedamos perplejos, bajo una impresión casi dolorosa.

Luego el tren partió…

Cuarenta y ocho horas después, en Río Cuarto, estando en un café, tomo un diario del día anterior. Leo y de pronto quedo inmóvil. A tres columnas, el periódico traía la noticia del suicidio del administrador del teatro donde había trabajado la cupletista. Dejé el diario, y me quedé pensando. Ahora se explicaba ese beso. El hombre, al concurrir a la estación, sabía que era la última, la última y definitiva vez en que miraba y besaba ese rostro que quizá por cuantas tierras más aún iría esparciendo su vida fácil y musical.

Y de pronto, ese espectáculo tomó tal vida en mi imaginación, que durante mucho tiempo no pude apartarlo de mis cavilaciones. Había asistido a los últimos momentos de un suicida, de un hombre que se mató sin dejar una línea escrita y que, sin embargo, no tenía aparentemente motivos para matarse.

Tristeza de las despedidas

Y es que no hay nada más triste que las despedidas. En ciertas estaciones y épocas del año, sobre todo.

El que se queda. El que se va.

El acompañamiento que trata de hacerle livianos los últimos momentos a un enfermo en la estación. La muchacha que sale para las sierras. Las amigas que la miran, entre consternadas y curiosas, los desconocidos que pasan y se detienen a observar un rostro bañado de lágrimas. Silbato de los trenes que entran y salen; tumulto de gente; escapes de vapor que son como un himno de vida fuerte, mientras el pobre ser humano arrinconado en su asiento comprende que la vida se escapa de sus esperanzas.

Tristezas de las despedidas entre grandes trazos de sombras y luces verdes y rojas; pañuelos que sacuden resignadamente brazos oblicuos; cabezas que se asoman por la ventanilla hasta que el convoy desaparece en las brillantes curvas del riel, que es lo único visible en las tinieblas de la noche; farolito que oscila un segundo y centellea. Y luego, sombra, más ruido, más luz, más estridencias. Y la vida que continúa su ritmo de siempre…

(El Mundo, 21 de marzo de 1929)

Hoy hablemos de las poetisas

UNA LECTORA, QUE FIRMA con el seudónimo de «E la de Buenos Aires», me escribe una carta preguntándome por qué no me he ocupado todavía de las «poetisas» que «tienen bastante con ornamentar la sala familiar y borronear las páginas de los álbumes de sus amigas».

Y a continuación me dice, muy sesudamente:

«Se nos señala un libro, y cuando acudimos a él, volvemos a encontrar las composiciones de sexto grado de la escuela primaria, o el idéntico voceo erótico y llorón que ya nos sabemos de memoria por haberlo leído desparramado en las revistas, no muy severas en lo que a selección se refiere.»

Y mi colaboradora se lamenta de que un nuevo Moliere no fustigue las ridiculeces de estas damiselas que son muy «laidas»…; aunque yo recuerdo, precisamente, que una poetisa ocupó un muy hermoso capítulo en el libro «Los pájaros de barro», de Santiago Rusiñol.

La poetisa en nuestro país

En nuestro país no se registra ningún caso de poetisa obesa o que llegue a los cien kilos. Todas son espiritadas o flacas. En otras épocas, debido a la escasez de periódicos, estas encantadoras rimadoras colaboraban exclusivamente en las postales, en los álbumes y en los abanicos, y la que se atrevía a lanzarse hasta el concurso de un juego floral, era, no la heroína de la familia, sino el escándalo de la tribu y pasaba a ocupar la categoría de incomprendida; y como incomprendida no leía la novela de «Oscar y Amanda», ni «Flor de un día», ni «Espina de una flor», sino, que lanzándose en el mar de las consonantes, se olvidaba de la realidad, pergeñaba cuartillas más cuartillas y, como la protagonista de «Pájaros de Barro» terminaba casándose con un honesto fideero.

La poetisa, hoy

La poetisa es hoy una especie de enfermedad nacional. No hay pueblo de campaña, diario de villorrio, periódico de parroquia que no cuente con una o dos colaboradoras que firman con nombres campanudos de tan poéticos, y más que campanudos, sonorosos.

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