Las estrategias fatales, que podría subtitularse «Confesiones de un intelectual del fin de siglo», es uno de los más sagaces libros de Jean Baudrillard, un autor al que se ha calificado como el sociólogo por antonomasia de la era posmarxista, como un profeta de la posmodernidad. En este libro, Baudrillard retoma, sistematizándolo y llevándolo al límite, su análisis de la sociedad en términos de simulacros: toda la realidad social ha llegado hoy día a su punto de «éxtasis», un vanishing point donde las cosas, privadas de su finalidad y de su referencia, «sobreactúan», por así decir, hasta convertirse en formas vacías, puros objetos fascinantes. Baudrillard nos propone una «apuesta»: puesto que la posición del sujeto productor de sentido es ya imposible de mantener, ¿por qué no aceptar el placer de la seducción muda del objeto, su ironía y su fatalidad? O sea: la apariencia contra la llamada profundidad, el juego y la regla contra la ley, el destino y la fatalidad contra la historia y la necesidad, el Mal, su ironía y su inmoralidad, contra el Bien y el principio de lo real. Frente a las teorías banales, en las que el sujeto se cree más astuto que el objeto, las teorías fatales, en las que el objeto, más astuto, cínico y genial que el sujeto, lo espera irónicamente en un recodo.
Jean Baudrillard
Las estrategias fatales
ePub r1.0
Ascheriit 20.11.15
Título original: Les stratégies fatales
Jean Baudrillard, 1983
Traducción: Joaquín Jordá
Ilustración de cubierta: «La demi-mondaine avec les ultra-corps » de Enrico Baj (del libro Enrico Baj, con un prólogo de Jean Baudrillard: «Bajo u la monstruosité mise à un par le peinture même»)
Editor digital: Ascheriit
ePub base r1.2
Notas
[1] Cf. Los trabajos de Paul Virilio.
[2] Pero la gestión «deficitaria» de lo social lleva, como sabemos, a todo tipo de callejones sin salida. Y lo explicaré con una alegoría: en todas las ciudades de los Estados Unidos se han dispuesto unas aceras para los inválidos. Pero los ciegos que se guiaban por esta desnivelación de las aceras se han desorientado y son atropellados con frecuencia. De ahí la idea de un raíl para ciegos a lo largo de las arterias. Pero entonces son los inválidos los que son atropellados en los raíles con sus pequeños coches…
[3] Es posible observar que la patología vinculada al cuerpo metafórico, con su división y su inhibición, ya no interviene en esta fase metastásica. Este cuerpo, el del obeso, el del ser clónico, es el cáncer, es una prótesis, una metástasis, una excrecencia, ya no es una escena, y la fantasía y el rechazo ya no le sirven. En cierta manera ya no hay inconsciente, y es el final del psicoanálisis. Pero sin duda el comienzo de otra patología: conocemos esta melancolía clónica (crónica) de los seres divisibles al infinito, la de los protozoos escisíparos asexuados, que actúan por extensión y por expulsión, y ya no por pulsión y por intensidad, que ya no actúan por crecimiento, sino por excrecencia, que ya no actúan por seducción, sino por transducción (la de los cuerpos convertidos en redes y que pasan por el hilo de las redes). Conocemos esta melancolía del ser y de la sociedad narcisista —narcisista por indivisión y por indefinición— en la cual el análisis es impotente. De todos modos, el psicoanálisis solo tiene algo que decir en el campo de la metáfora, que es el de un orden simbólico. No tiene nada que decir en un orden diferente, ni en el de la metamorfosis, ni, en el otro extremo, en el de la metástasis.
[4] La abstracción del control orbital no debe ocultarnos que este equilibrio del terror está presente al nivel infinitesimal e individual: nos hemos hecho responsables del orden que reina en nosotros. Si este orden fuera seriamente amenazado, nosotros estamos psicológicamente programados para destruirnos…
[5] Séguela: famoso publicitario francés, creador de la campaña electoral de Mitterrand. (N. del T.).
[6] Pero si tomamos la seducción en su acepción cristiana, todo cambia: la seducción comienza con el cristianismo, es el maleficio diabólico que resquebraja el orden divino, o bien es el propio Cristo, según Nietzsche, el Cristo venido para seducir a las gentes con su persona, venido para pervertirlas con la psicología y el amor. Inversamente, no hay seducción en Grecia, dónde el amor es homosexual y pedagógico, una virtud, no una pasión.
[7] Giorgio Agamden, Stances (Christian Bourgois éd.): «Él [Baudelaire] aprueba el nuevo carácter conferido al objeto por su transformación en mercancía; y se muestra consciente del poder de atracción que este carácter debía ejercer fatalmente sobre la obra de arte… La grandeza de Baudelaire delante de la invasión de la mercancía está en haber contestado a esta invasión transformando la propia obra de arte en mercancía y en fetiche… En otras palabras, ha separado hasta en la obra de arte el valor de uso del calor de cambio… de ahí la implacable polémica de Baudelaire contra toda interpretación utilitaria de la obra de arte… su insistencia acerca del carácter inaprehensible de la experiencia estética, y su teoría de lo bello como epifanía instantánea e impenetrable. El aura de fría intangibilidad que comienza a partir de entonces a rodear la obra de arte es el equivalente del carácter de fetiche conferido a la mercancía por el valor de cambio…
»Baudelaire no se ha contentado con reproducir en la obra de arte la escisión entre valor de cambio y valor de uso. Se ha propuesto crear una mercancía en cierto modo absoluta, en la cual el proceso de fetichización fuera llevado hasta el punto de anular la propia realidad de la mercancía como tal. Una mercancía en la que valor de uso y valor de cambio se abolieron mutuamente, cuyo valor consiste, por tanto, en su inutilidad y cuyo uso en su intangibilidad, ya no es una mercancía: la transformación de la obra de arte en mercancía absoluta también es la abolición más radical de la mercancía. De ahí la desenvoltura con la que Baudelaire sitúa la experiencia del «choque» en el centro de su trabajo artístico. El «choque» es el potencial de extrañeza de que se cargan los objetos cuando, para revestir la máscara enigmática de la mercancía, pierden la autoridad que les confiere el valor de uso… Baudelaire ha entendido que para asegurar la supervivencia del arte en la civilización industrial, el artista debía intentar reproducir en su obra esta destrucción del valor de uso y de la inteligibilidad tradicional… la autonegación del arte se convertía de ese modo en su única posibilidad de supervivencia.
»Es una suerte que el fundador de la poesía moderna haya sido fetichista. Sin su pasión por la ropa interior y la cabellera femeninas, por las alhajas y el maquillaje, difícilmente habría podido salir victorioso Baudelaire de su enfrentamiento con la mercancía.
[8] Dicho esto, Marx también había partido de la mercancía como anécdota y suprema extrañeza del mundo moderno. Parte de lo que es inexplicable, no para explicarlo realmente, sino para transformarlo en enigma, sobre lo cual viene a hundirse el dogma. Jeroglífico. Marx había dejado planear algo de enigmático y de fantástico sobre la mercancía, su inquietante extrañeza, su desafío al orden sensato de las cosas, a lo real, a la moral, a la utilidad, a todos los valores, ella que se pretendía el mismo valor. Esta fascinación ambigua es la que reencontramos en todos los fenómenos del capital, en la fantasía de este código universal, por lo menos en sus aspectos originales. El dogma marxista ha aplastado cuanto decimos (el propio Marx ha contribuido ampliamente a ello), Todo el enigma del capital, de la mercancía, ha sido masacrado en la moralidad revolucionaria, pero ¿dónde está, dónde estaría, la inmoralidad revolucionaria?