La llegada de las águilas romanas
La conquista de Hispania
LA PENÍNSULA IBÉRICA ANTES DE LA LLEGADA DE LOS ROMANOS
Si algo caracterizaba a la Península Ibérica en la época anterior a la conquista romana, era la gran diversidad de los pueblos que la habitaban. Aun así, podemos agrupar su territorio en el siglo III a. C. desde el punto de vista lingüístico en dos grandes zonas, una indoeuropea, que abarcaba las partes occidental y central de la península, y una no indoeuropea, que englobaba la franja más oriental y meridional. Hemos de tener en cuenta que a esta diversidad étnica y lingüística se sumaba el diferente nivel de desarrollo de estas comunidades. Si la historiografía anterior nos proponía una visión más primitivista, la investigación más reciente nos muestra un panorama de mayor complejidad social, política y económica, en el que algunos de estos pueblos, como es el caso de íberos y celtíberos, habrían alcanzado incluso una fase de organización estatal. Como el número de pueblos que ocupaban las tierras hispanas es muy elevado, nos centraremos en esta primera descripción, en aquellos que tuvieron un papel más importante en la resistencia ante la expansión romana.
La zona no indoeuropea abarcaba las costas orientales de la Península Ibérica, donde se desarrolló entre los siglos VI y I a. C. la cultura ibera, término que agrupa a un gran número de pueblos que, aunque no formaban una unidad política, compartían una cultura material identificable arqueológicamente, una lengua con varios dialectos, y fueron considerados por los romanos como un colectivo con entidad propia. Esta realidad social y política ibera sería el resultado de la interacción entre la evolución propia de las poblaciones indígenas y la influencia ejercida por los colonizadores orientales. Se diferencian tres grandes zonas dentro del panorama ibero, la de las costas meridionales, la franja de Levante y la zona catalana. La población estaba asentada en oppida o ciudades fortificadas, y había desarrollado una intensa explotación agropecuaria y minera de su territorio, con la que participaba activamente en el comercio mediterráneo.
Por otra parte, entre los pueblos de raíz indoeuropea se hallaban los lusitanos, que ocupaban el territorio más occidental de la península entre el Tajo y el Duero. Su economía estaba basada en la ganadería y la minería. Aun así, no era una zona muy desarrollada comercialmente, debido a la falta de vías y medios de comunicación eficaces. El poder político, social y económico estaba concentrado en manos de la aristocracia militar, hecho que obligaba a los individuos con menos recursos a servir como mercenarios o a organizar bandas de bandoleros, que realizaban campañas de saqueo a los territorios vecinos más ricos.
Al norte de los lusitanos se situaban los galaicos, que ocupaban el extremo noroeste. Su economía estaba basada en la agricultura y, en menor proporción, en la ganadería, el marisqueo y el comercio. Vivían en castros o asentamientos fortificados con escaso desarrollo urbano y poseían una lengua propia. Al este de los galaicos estaban los astures y cántabros, de los que hablaremos más adelante.
En la zona del Sistema Ibérico y el este de la Meseta estaban establecidos los celtíberos, que eran el pueblo celta más importante en el momento de la llegada de los romanos. Los celtíberos poseían una fuerte jerarquización social y un avanzado urbanismo, con oppida como Numancia, con un trazado ortogonal y grandes viviendas, que pueden considerarse verdaderas proto-ciudades y que controlaban un territorio estructurado bastante amplio. Además poseían moneda y una escritura propia.
Los vacceos y los vetones eran también pueblos importantes. Los primeros ocupaban el centro de la Meseta norte y tenían una agricultura ampliamente desarrollada. Sus asentamientos eran de gran tamaño y poseían también una destacada jerarquización social. Los vetones que ocupaban el suroeste de la Meseta eran un pueblo ganadero ya que estaban asentados en tierras poco aptas para la agricultura y su población vivía en oppida con murallas defensivas.
Finalmente, también localizamos en el suelo peninsular las colonias fundadas por fenicios y griegos, que se establecieron en la costa mediterránea en busca de materias primas, cobre y estaño, productos agrícolas y nuevos mercados con los que comerciar. Los primeros en llegar fueron los fenicios, que se establecieron en el sur, el levante peninsular y las islas Baleares, fundando ciudades como Gadir (Cádiz), Sexi (Almuñécar, en Granada), Abdera (Adra, en Almería) o Ebusus (Ibiza). Por su parte, los griegos ocuparon la zona costera septentrional, estableciéndose en colonias como Emporion (Empúries, Girona) o Rhode (Roses, Girona).
LOS VERRACOS VETONES
Una de las manifestaciones artísticas más características del mundo indígena peninsular, y más concretamente del pueblo vetón, la constituyen los verracos, esculturas de animales realizadas en piedra que han aparecido por todo su territorio. Estas esculturas son representaciones bastante esquemáticas de toros, cerdos y jabalís, en las que destacan la representación de algunas partes de su anatomía, como los ojos, las fauces, el hocico y los órganos sexuales.
Se ha asignado funciones muy variadas a estos verracos, desde haber sido concebidos como representaciones funerarias, tener un objetivo económico, señalizando buenas zonas de pasto, o incluso se los ha considerado monumentos conmemorativos de victorias romanas. En la actualidad se consideran esculturas vinculadas a ritos de protección y reproducción del ganado, un elemento muy importante en la economía y la sociedad vetona. Existen numerosos ejemplos de estas esculturas entre los que destacan los de Mesa de Miranda (Chamartín), Las Cogotas (Cardeñosa) o los famosos Toros de Guisando (El Tiemblo), todos ellos localizados en la provincia de Ávila.
Los cuatro Toros de Guisando (El Tiemblo, Ávila) es el conjunto escultórico vetón más conocido. Son piezas de más de 2,5 m de largo y están fechadas entre los siglos IV y I a. C.
LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA Y LA LLEGADA DE ROMA
No es posible entender la conquista romana de la Península Ibérica sin analizar, brevemente, la situación del Mediterráneo occidental en esta época, pues la arribada de cartagineses primero y romanos después se ha de entender como consecuencia de la lucha por el control político y económico de esta zona por ambas potencias.
Si la relación entre cartagineses y romanos se había desarrollado en torno a tratados comerciales, que delimitaban las zonas respectivas de poder, la creciente rivalidad entre ambos estados y sus aliados llevó al inicio de la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.), de la cual salió vencedora Roma, que estableció unas duras condiciones de paz a su oponente, obligándole a abandonar Sicilia y a pagar una indemnización de guerra de 3.200 talentos, a lo que se sumó, poco después, el dominio de la isla de Córcega. Cartago respondió a estas medidas con la conquista del sur de la Península Ibérica, utilizando sus riquezas como solución a la derrota militar y como forma de recuperación del Estado. De esta forma el general cartaginés Amílcar Barca desembarcó en el año 237 a. C. con un ejército en tierras hispanas. Su actividad fue continuada, después de su muerte en el año 229 a. C., por su yerno Asdrúbal, que fundó la ciudad de Cartago Nova (Cartagena) y firmó en el año 226 a. C. el famoso Tratado del Ebro, que delimitaba en este río el límite de la expansión cartaginesa en el norte. Aníbal, hijo de Amílcar, sucedió a Asdrúbal como jefe militar. Poco después, la toma de la ciudad de Sagunto por parte de Aníbal en el año 218 a. C. provocó el nuevo enfrentamiento con Roma. La conquista de esta ciudad y su relación con las cláusulas del Tratado del Ebro, es uno de los episodios que ha hecho verter más tinta, tanto a los autores antiguos como a los más modernos, al intentar esclarecer las causas del inicio de la Segunda Guerra Púnica. Aunque no es este el lugar donde clarificar este gran dilema, lo que sí que parece claro es la existencia de una gran rivalidad política y comercial entre ambos estados y sus aliados, que no hizo otra cosa que aumentar con el paso del tiempo, y que llevó al nuevo enfrentamiento entre las dos potencias por el control del Mediterráneo occidental, el resultado del cual afectaría al futuro de toda la zona.