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Juan Villa Diaz - Cronica de las Arenas: La Otra Cara de Doñana

Aquí puedes leer online Juan Villa Diaz - Cronica de las Arenas: La Otra Cara de Doñana texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Jose Manuel Lara, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Juan Villa Diaz Cronica de las Arenas: La Otra Cara de Doñana
  • Libro:
    Cronica de las Arenas: La Otra Cara de Doñana
  • Autor:
  • Editor:
    Jose Manuel Lara
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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Cronica de las Arenas: La Otra Cara de Doñana: resumen, descripción y anotación

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La guerra civil española ha terminado. En lo que hoy conocemos como Parque Nacional de Doñana, el recién nacido Patrimonio Forestal del Estado pone en marcha una colosal explotación de eucaliptos dirigida por el ingeniero de montes don Octavio Zamacola, visionario y ultramontano, hombre de pensamiento nutrido por los principios del Movimiento y del catolicismo más rancio. A los poblados creados expresamente para albergar a los «productores», irán recalando personajes de toda laya que huyen del hambre, la desesperación, la cárcel o incluso, en algún caso, del pelotón de fusilamiento. El miedo será el aglutinante y el motor de un mundo de miserias e imposturas que emergió de las arenas y que finalmente, en un bucle implacable, ellas mismas devorarían. El proyecto colonizador de don Octavio no sería más que una puesta en escena hipertrofiada e infantil, aunque no por ello menos terrible, de los años de la autarquía y, en última instancia, de la inviabilidad y el fracaso del régimen franquista.

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La guerra civil española ha terminado. En lo que hoy conocemos como Parque Nacional de Doñana, el recién nacido Patrimonio Forestal del Estado pone en marcha una colosal explotación de eucaliptos dirigida por el ingeniero de montes don Octavio Zamacola, visionario y ultramontano, hombre de pensamiento nutrido por los principios del Movimiento y del catolicismo más rancio. A los poblados creados expresamente para albergar a los «productores», irán recalando personajes de toda laya que huyen del hambre, la desesperación, la cárcel o incluso, en algún caso, del pelotón de fusilamiento. El miedo será el aglutinante y el motor de un mundo de miserias e imposturas que emergió de las arenas y que finalmente, en un bucle implacable, ellas mismas devorarían. El proyecto colonizador de don Octavio no sería más que una puesta en escena hipertrofiada e infantil, aunque no por ello menos terrible, de los años de la autarquía y, en última instancia, de la inviabilidad y el fracaso del régimen franquista.

Juan Villa Díaz Crónica de las arenas La otra cara de Doñana ePub r10 Batillo - photo 1

Juan Villa Díaz

Crónica de las arenas

La otra cara de Doñana

ePub r1.0

Batillo 16.03.16

Título original: Crónica de las arenas

Juan Villa Díaz, 2005

Editor digital: Batillo

ePub base r1.2

Para Rocío Pues valdrá por ejércitos el miedo QUEVEDO Pero al lado de - photo 2

Para Rocío

Pues valdrá por ejércitos el miedo QUEVEDO Pero al lado de las vegas de - photo 3

«Pues valdrá por ejércitos el miedo.».

QUEVEDO

«Pero al lado de las vegas de Valencia, Granada y Murcia,

en contraste horrible… la espantosa soledad

que se prolonga desde el Tinto hasta el Betis».

Informe de la Junta Facultativa de Ingenieros de Monte

1 de mayo de 1855

S ubirás acezante los escalones que remontan el cabezo en dos tramos paralelos. Almagres. De uno en uno de dos en dos de tres en tres. Saltas los rellanos como un gato, aunque te vengan a contrapié. Arriba, la «basílica» se te aparece nítida contra el cielo azul añil que ya hace rato cobija una luna casi redonda: las estrechas naves, la caprichosa fachada de un barroco enteco y esmirriado, la pretenciosa espadaña donde el Arcángel San Miguel humilla a la Bestia, retorciéndose bajo su pie poderoso: recién estrenada, con su aire frágil, como las iglesias de cartón piedra de los decorados de los teatros; falsa, sucinta, sin caché; iglesia misional para pobres y descreídos. A su izquierda, la casa grande es una pacífica masa de sombras arropada por las rechonchas palmeras y los eucaliptos. En la terraza que mira a la Algaida de la Osa alguien enciende una lámpara de gas. Te observa. Te pareció Gerundina, por las hechuras. Aún no sabes con certeza qué es lo que sabes, como el que hurga inconsciente en el nido de un alacrán barruntas más que probable la mordedura. Pero no te amilanas. Sigues, maquinal, acorchado. ¡Tonto!

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Medio siglo? ¿Más? Tú lo sabes bien: cincuenta años, sí, medio siglo justo. Ves. Sólo la iglesia resiste, con su consustancial soberbia al final siempre triunfa, ¡tanto te lo repitieron en el seminario! Mira, ahí, entre la magarza, restos de la escalinata, quebrados, descoloridos. A la casa grande la devoró la maleza. Y los doce eucaliptos ajenos, como si nada hubiera pasado, medrando implacables; los doce tótems, todos de diferentes especies como diferentes fueron las doce tribus de Israel o los doce apóstoles de los que cada uno tomaba el nombre. Tu padrino los quiso plantar con sus propias manos y los bautizó uno a uno. ¿Recuerdas? Los doce escoltas del gran «Coloso Blanco», como también él lo nominó, su quimera, y finalmente su sayón, traído en barco desde Australia y trasplantado allí se decía el día mismo que los holandeses tomaron posesión de El Majadal: blanco, enhiesto, sin mácula; alegoría del recto y limpio futuro que se abría para todos. Hizo que te aprendieras los nombres y sus porqués: tú, Jeremías, serás su cancerbero hasta que sean también unos colosos que a nadie necesiten, y eso será muy pronto; son mis hijos bienamados y en ellos tengo puestas todas mis esperanzas, y las de esta tierra.

Fíjate cómo ha crecido San Pedro en este medio siglo. Don Bernardo lo decía, ¡malas hierbas! Ni siquiera las palmeras, sucias y resecas, han podido sustraerse a su avaricia. Pero el olor sigue intacto, aún más puro, liberado ahora del tufo de la gasolina y los aceites de las máquinas y el fato persistente de la destilación de las esencias. Justo donde estás ahora estaban las naves de los talleres. Hombres ruidosos, tiznados de grasa, deslenguados. ¡Cómo te amilanaba aquella gente! La mayoría aprendió su oficio en el frente, hostigados por falangistas redentores y sargentos patateros a base de hostias; o en el otro bando, con los anarquistas y comunistas prometiéndoles paraísos que se fueron haciendo humo entre el terror y la gazuza. Aquí fue Troya, Jeremías. Ves. Alza la vista. Aún la colina no ha perdido su arrogancia, aunque ahora se vea todo tan grosero, tan humillado. Ahí tienes tu «basílica», como la llamaba irónico Fernando Ros para cabrearte, abriendo ampulosamente los brazos. Desde abajo surge ilesa, como rematando un rompimiento de gloria de jaramagos y zarzas enmarañadas y escombros. Qué poco queda de la doble escalinata que subías orgulloso los domingos por la mañana con flores para el altar. ¡La escala de Jacob! gritaba don Bernardo con la sotana arremangada cuando su nivel etílico superaba lo acostumbrado, ¡con tanta frecuencia!, y tú tirabas de aquel montón de arrobas grasientas y disparatadas escalón tras escalón hasta dejarlo en su catre, desplomado y resoplando como un cachalote. No, no fue Troya allá arriba, más Troya fue aquí abajo. Fíjate. Todo está desportillado: las viviendas de los productores, los talleres ya ni existen, la cantina, el economato… óxido… maraña… y una extravagante procesión de sombras que te asustan igual que antes te asustaron los vivos. Nadie. Aquí no queda nadie. Sólo esta inquietud intrusa que te exacerba como los pasos de un ladrón en la madrugada: el miedo, Jeremías, el miedo no se ha ido, ¿o lo traes tú encima todavía? El miedo que lo enguachinaba todo, los días y las noches, los campos y las casas, la escuela, la iglesia y la casa grande. Tranquilo. Contrólate, te arde el recuerdo, eh, se te desboca el corazón, como aquel día, y estás ya muy viejo. ¿A qué has venido? ¿A celebrar las bodas de oro de tu espantada? ¿En busca quizás de esa angustiosa fruición del superviviente en el campo de batalla? ¿Qué esperas encontrar exactamente después de tantos años? ¿Tus orígenes, como en las películas melodramáticas, si en este mundo fingido ni siquiera se han quedado los muertos? Vivir, todavía, pero ¿que me entierren aquí? ¡ni muerta! dijo iracunda Gerundina Sánchez el día que oyó a don Octavio hablando con el cura de la necesidad de hacer un cementerio: Ningún lugar es civilizado del todo, don Bernardo, hasta que no tenga su propio camposanto que lo haga eterno, Ciudad de Dios, que acoja los cuerpos por los siglos de los siglos hasta que sean llamados por el Altísimo el Día del Juicio Final. Aquí quiero que me entierren, rodeado de todos los que bajo mis órdenes están haciendo posible este milagro que día a día vemos substanciado. Tu padrino quería que estas tierras tuvieran su cementerio, un cementerio que las anclara a la Historia y que fuera a la vez su particular Valle de los Caídos. Él también columbraba, como el dictador, que sería en suelo sagrado donde únicamente podría sobrevivir su memoria, la temerosa necrolatría del pueblo hispano habría de defender su tumba; y en lo cierto estaba, caídas todas las estatuas del espadón ferrolano ahí siguen su mausoleo y su losa, y parece que seguirán. El pobre de tu padrino no lo consiguió. Aunque qué es lo que estás viendo si no un cementerio, quizás sea eso lo poco que finalmente logró, un cementerio.

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