Juan Abreu
A la sombra del mar
Jornadas cubanas con Reinaldo Arenas
Editora: Marta Fonolleda
Director de la Colección: Iván de la Nuez
Diseño de la colección: Original i Cópia
Diseño de la portada: Pablo Martínez
Fotografía de la portada: © Marcia Morgado
Corrección: Paloma Cirujano y Celia Montolío
Primera Edición: Marzo, 1998
© Marta Fonolleda, Editorial Casiopea, 1998
Los textos originales de A la sombra del mar forman parte de la colección de manuscritos de Juan Abreu de la Universidad de Princeton, New Jersey.
Editado por Marta Fonolleda, Editorial Casiopea
ISBN 84-923649-0-4
Introducciones
1
Pequeño elogio de la escoria
Dios que salva el metal, salva la escoria.
BORGES
Bajo la tibia noche barcelonesa, regresó. Nada la presagiaba. Esa sensación de extrema soledad que te ramifica. Una exaltación que sólo acude muy de tarde en tarde. Mezcla de sosiego, tristeza y espacio sin tiempo ni muerte; mezcla de conminación y de imbatible e injustificada esperanza. Esa sensación, recuerdo, llegó en otras ocasiones de manos de mi madre. Pero esa noche a la que aludo, noche de mayo untada de amistad, calor, buena comida y grata conversación, me tomó por sorpresa. La convocó una palabra. Y eso fue diferente, inesperado. Otras veces, como he dicho, fue traída por mi madre. Ella, echada en la cama (la llama de la vela ante San Lázaro tiembla en el calor espeso del verano habanero) me mira y de repente un chorro de algo me inunda. Nunca he sabido qué, pero es algo poderoso que me toma, impone una paz, un espacio sin pérdida, sin separaciones ni distancias. Eso que se instala casi físicamente a mi alrededor está poblado de fantasmas. Fantasmas que sonríen, que hacen un gesto cómplice desde la nada y entonces no queda más remedio que sentarse y contar. O imaginar. Y seguir.
Un amigo catalán me invitó a cenar a la sombra de la Estación de Francia y charlamos, naturalmente, sobre Cuba, y sobre lo que había vivido allá la gente de mi generación durante los años setenta. Hablábamos del absurdo de la dictadura. Un joven cubano, recién exiliado, estaba entre los comensales; curiosamente, me resultaba el más extraño de los presentes. Sería difícil explicar por qué, pero era evidente que habíamos nadado en diferentes mares y habíamos habitado diferentes Habanas.
Es difícil encontrar aquí en Europa demócratas cuyos principios liberales incluyan a mi desdichado país. Quiero decir que conozco a muchos demócratas honestos que, inexplicablemente, son incapaces de simpatizar (no hablemos de defender) con el derecho de los cubanos a disfrutar de una democracia pluripartidista y respetuosa con los derechos del individuo. En cambio, no han dudado un segundo en condenar a Mobutu, a Pinochet y, por supuesto, a Franco. Pero éste no era el caso en la noche a la que me refiero. Estábamos de acuerdo en cuanto a las características del régimen cubano. No me veía en la necesidad, como en otras ocasiones, de aburrirme tratando de demostrar lo evidente: que en mi país no hay democracia, ni libertad de expresión, ni de asociación, prensa o movimiento. Ni libertad de nada. Excepto de aplaudir incansablemente al viejo caudillo.
Así que disfrutaba de la agradable compañía y de la acogida que me dispensaban aquellos amigos. Y entonces, alguien mencionó la palabra. Alguien asoció la fecha de mi salida de Cuba en 1980 con los acontecimientos que estremecieron el país aquel año, y que culminaron en el llamado Éxodo del Mariel: «Así que tú eras parte de la escoria.» La palabra fue pronunciada a la ligera, sin intención peyorativa. Todo lo contrario, sonó como una burla a la forma en que el régimen cubano calificó a los «marielitos». La conversación continuó entre risas y sorbos de un excelente vino, pero yo ya no estaba allí. Esa sensación mágica de la que hablaba al principio se acercó como el estruendo de los grandes aguaceros. Un golpe oloroso sobre el polvo del barrio. Esa antigua alegría que nos sube desde el estómago y se instala en los labios como la saliva del primer beso. Era escapar. Era volver.
Y estuve otra vez entre las hierbas húmedas, que me empapaban los pantalones. El chirriar de los tenis enchumbados. La neblina blanca y fría enroscada en los matorrales. El miedo. Y me aferró al cartucho que contiene la comida, la mochila con los libros. Estoy seguro de que los he burlado en alguno de los incontables cambios de guaguas. Aunque todavía miro a mi alrededor con la sospecha de que alguien me sigue. Nada.
El Parque Lenin está vacío y ni en los muros ya rajados de la represa se ve siquiera un pescador de los muchos que acuden a probar suerte, en busca de alguna biajaca con la que apuntalar la escasa dieta. Cuando llego a la tubería aparto los hierbajos y escudriño en la oscuridad llena de mosquitos. Llamo: «¡Rey!...¡Rey!» Nadie responde. Ya estoy a punto de marcharme al otro lugar de encuentro (acordado en la anterior visita) cuando algo se mueve en el extremo del cilindro. Es Reinaldo Arenas que emerge de un montón de cartones, trapos y periódicos. Una rata salta. Miro su rostro poseído, y flaco. Su rostro de escritor honesto, perseguido por diferente, por independiente, por homosexual, por libre. Veo todo eso desde mi sitio en la noche barcelonesa. Desde mi sobrevida, que se torna en ocasiones bochornosa, y me siento privilegiado de haber sido amigo de esa escoria cubana. Y me reconcilio con mi país, que lo dio a él, en una época llena de cobardes, delatores, oportunistas y canallas. Y derramo un poco de vino en su honor.
Mis compañeros de mesa piensan que he enloquecido. Pero no, simplemente viajo. El tiempo se abre como visceras frescas y veo a mi amigo Roberto Valero agonizando, devorado por el sida en un hospital de Washington. Muriéndose sin poder ver a su hija que se quedó. Sin poder volver a su Matanzas querida. Desconocido en su país, sin publicar una línea en su país, prohibido en su país. Y escucho desde Miami su voz cascada, de anciano de 37 años que trata de reír. Su voz de vencedor. Voz que no claudicó ni se vendió; intentando mantener la ecuanimidad, tratando de enfrentar la muerte con vergüenza. Hablaba de sus últimos poemas, ¿valía la pena hablar de otra cosa? Se burlaba de la muerte el poeta Valero. Y sólo pido para mí la misma fuerza al Dios del Estrecho, al Dios del Mariel, al Dios de las Escorias, cuando llegue mi momento.
Apenas un año antes fuimos a ver el otoño. Marcia, Roberto, su esposa María Badías y yo. Conducíamos entre todo el oro y todas las hojas incendiadas del mundo por la Interestatal 83 con rumbo norte hacia el país de los amis. Los cuatro cantábamos y a cada rato deteníamos el coche para ver los ríos crecidos y llenos ya de pedazos de hielo. Por ahí anda una foto. Estamos apoyados en la baranda metálica del puente. Uno de esos puentes repetidos, idénticos, de las carreteras norteamericanas. Reímos, mientras a nuestras espaldas el bosque es una iluminación. Un centelleo antiquísimo. Debajo, las aguas bullen escupiendo espuma en los colmillos carcomidos de las rocas, que asoman de la corriente. Continuamos riendo, gracias a la imagen que, por ahora, salva el instante de la infinita trivialidad, de la infinita desaparición. La muerte nos pisaba los talones y reíamos. María y Roberto se abrazaban con una felicidad arañada, delicadamente envenenada y única. A veces nos cruzábamos con camioneros (sin duda, personajes de Bukowski) y les gritábamos cosas en español, y fuimos marielitos felices —escorias felices— en aquel otoño antesala de la muerte.
Más tarde la voz de María en el teléfono y lo único que se me ocurre es sentarme al borde de la cama y pedirle a Borges que no nos falle, que tenga razón. Que Dios, si existe, se acuerde de salvar la escoria.
Entro, ese nefasto año de 1990 (aunque continúo conversando en Barcelona con los catalanes cercanos y el cubano lejano), en el Bass Museum, una noche copiosa y ardiente de Miami Beach. Recorro los salones llenos de muerte, llenos de poderosas telas y dibujos de otro marielito: mi amigo, el pintor Carlos Alfonzo. Carlos, acorralado también por la peste del sida, dejó a un lado los colores, la exuberancia festiva de sus telas enormes, y levantó en blanco y negro (y, claro, algunos tierras, y algunos verdes podridos) el más perfecto y lírico canto a la soledad, la fuga y la desolación del fin que ha producido la pintura cubana. Carlos pintaba máscaras y la muerte le dibujó una de sus propias máscaras, con sangre, en el rostro. Me detengo ante el cuadro titulado «
Página siguiente