Winfried Georg Sebald - Vértigo
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- Libro:Vértigo
- Autor:
- Editor:Debate
- Genre:
- Año:2001
- Índice:4 / 5
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Vértigo: resumen, descripción y anotación
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AMOR
Uno de los pocos participantes de esta travesía legendaria de los Alpes que no acabaron en el anonimato fue Henri Beyle. Por aquel entonces tenía diecisiete años, veía llegado el fin de su infancia y de su juventud que había odiado profundamente, y estaba a punto de comenzar su carrera al servicio del ejército con un cierto entusiasmo, carrera que, como sabemos, aún le habría de conducir por casi toda Europa. Las notas en las que Beyle, a la edad de cincuenta y tres años -en el momento de su redacción se hallaba en Civita Vecchia-, intenta recuperar las penurias de aquellos días del fondo de la memoria, demuestran con eficacia diversas dificultades de evocación. Unas veces su idea del pasado no consiste más que en campos grises, otras se vuelve a topar con imágenes de una precisión tan inusual que cree no poder darles crédito, por ejemplo aquella del general Marmont, a quien pretende haber visto en Martigny, a la izquierda del camino por el que avanzaba el convoy, con el atuendo azul celeste y azul real de los consejeros de Estado, cosa que, nos asegura, sigue viendo de la misma forma cuando, cerrando los ojos, evoca la escena, si bien Marmont en aquel entonces, como Beyle muy bien sabe, debía haber llevado su uniforme de general y no el traje azul de Estado.
Beyle, que por aquel tiempo, afirma con propias palabras, tenía la constitución de una niña de catorce años, a causa de una educación completamente errónea únicamente dirigida a la formación de habilidades burguesas, escribe que el elevado número de caballos muertos al borde del camino y demás cachivaches de guerra que el ejército, avanzando sinuosamente, iba dejando como una huella tras de sí, le había afectado de tal forma que, entretanto, no podía tener un entendimiento más preciso de aquello que en su día le había llenado de horror. Pensaba que la violencia de la impresión había acabado con la impresión misma. Por eso el dibujo expuesto a continuación no ha de comprenderse sino como un mero recurso mediante el que Beyle intenta representar cómo la unidad con la que avanzaba empezó a arder en las inmediaciones del pueblo y de la fortaleza de Bard.
B es Bard, el pueblo. Las tres C de la derecha, sobre la elevación, indican los cañones de la fortaleza que disparan los puntos L L L situados sobre el camino que discurre por la escarpada pendiente P. Donde pone la X, en el precipicio, yacen los caballos que, presos de un miedo febril, se habían precipitado irremediablemente desde el camino, y H representa a Henri, la propia posición del narrador. Por supuesto que Beyle no lo habrá visto así cuando se encontraba en este punto, pues la realidad, como sabemos, siempre es diferente a todo.
Por lo demás, Beyle advierte que hasta las escenas más cercanas a la realidad de los recuerdos de los que se dispone me-recen poca confianza. De una forma no diferente a la grandiosa aparición en Martigny del general Marmont antes de iniciar la subida, el descenso de la cumbre del puerto, inmediato a la superación del tramo más difícil del camino, y el valle de San Bernardo, que se abría frente al sol de la mañana, le habían causado, en su belleza, una impresión imborrable. Cuenta que no podía dejar de mirar y que constantemente le pasaban por la cabeza las primeras palabras italianas -quanti sono miglia di qua a Ivrea y donna cattiva- que el día anterior le había enseñado un cura en cuya casa se había hospedado. Beyle escribe que durante mucho tiempo había vivido confiando en poder recordar este trayecto a caballo en todos sus detalles, en particular la imagen en la que, a una distancia de unos tres cuartos de milla, se le ofrecía por primera vez la ciudad de Ivrea bajo una luz que se atenuaba a un ritmo lento. En el lugar en el que, paulatinamente, se abandona el valle cada vez más ancho hacia la llanura, se encontraba la ciudad más bien situada hacia la derecha, mientras que a la izquierda, adentrándose en las profundidades de la distancia, se alzaban las montañas, el Resegone di Lecco, que tanto habría de significar para él más adelante, y, al fondo del todo, el Monte Rosa.
En sus escritos, Beyle confiesa haber experimentado una gran desilusión cuando, hacía unos años, revisando papeles viejos, se tropezó de improviso con un grabado titulado Prospetto d'lvera y hubo de admitir que la imagen que había retenido en su memoria de la ciudad bañada por la luz del crepúsculo no era sino una copia de este mismo grabado. Por eso, aconseja Beyle, no se deberían comprar grabados de hermosos panoramas ni panorámicas que se ven cuando se está de viaje, porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no podía acordarse de la maravillosa Madonna de San Sisto que había visto en Dresde, ya que había quedado revestida por el grabado que Müller había hecho de ella; en cambio, los detestables cuadros al pastel de Mengs que estaban en la misma galería, de los que nunca y en ninguna parte había albergado una copia, los recordaba como si los tuviese delante de los ojos.
En Ivrea, donde todas las casas y plazas públicas estaban ocupadas por el ejército que había acampado en la ciudad, Beyle consiguió encontrar para sí y para el capitán Burelvillers, en cuya compañía había hecho su entrada en la ciudad a caballo, una habitación en la que penetraba un aire singularmente agrio y estaba situada en el almacén de mercancías de una tintorería, entre todo tipo de toneles y calderas de cobre, la cual, apenas hubo descabalgado, también tuvo que defender de una cuadrilla de merodeadores que quería arrancar las contraventanas y las puertas de sus pernios para echarlas al fuego que había atizado en el centro del patio. No sólo por este hecho, sino por todas las experiencias de los últimos días pasados, Beyle sentía haber alcanzado la mayoría de edad, y, en un asomo de espíritu emprendedor, haciendo caso omiso de su hambre y de su extremo cansancio así como de las objeciones del capitán, emprendió el camino hacia el Emporeum, donde, según había visto anunciado en varios carteles, aquella noche se representaba II matrimonio segreto de Cimarosa. La imaginación de Beyle, que a causa de las irregularidades imperantes por doquier ya acusaba una agitación febril, fue excitada aún más por la música de Cimarosa. Ya en aquella parte del primer acto, en la que Paolino y Caroline, desposados en secreto, unen sus voces en el dueto angustiado Clara, non dubitar: pietade troveremo, se il ciel bárbaro non é, creía no sólo ser él mismo quien estaba sobre las tablas del primitivo escenario, sino que de verdad se encontraba en casa del comerciante bolones, algo duro de oído, estrechando a su hija menor entre los brazos. Tanto se le encogió el corazón que, durante el resto de la representación, las lágrimas le asomaron varias veces a los ojos, y salió del Emporeum convencido de que la actriz que había hecho de Caroline y quien, como creía haber notado con toda seguridad, le había dirigido la mirada expresamente a él en más de una ocasión, le podría ofrecer la felicidad prometida por la música. En modo alguno le molestaba que el ojo izquierdo de la soprano se torciese un poco hacia fuera en la realización de los trinos más complicados, tampoco que le faltara el colmillo superior derecho; sus sentimientos exaltados se reafirmaban tanto más precisamente en estos defectos. Ahora sabía dónde tenía que buscar su suerte; no en París, donde la había supuesto cuando aún estaba en Grenoble, y tampoco en las montañas del Dauphiné, que alguna vez había rememorado con añoranza estando en París, sino aquí, en Italia, en esta música, en presencia de una actriz de estas características. No fueron capaces de mudar este convencimiento las bromas obscenas sobre las costumbres dudosas de las damas del teatro con las que el capitán le asedió a la mañana siguiente cuando, dejando atrás Ivrea, cabalgaban con rumbo a Milán y Beyle sentía que el desasosiego se desbordaba en su corazón hacia la amplitud del paisaje de comienzos de verano, desde el que, por todas partes, le saludaba un número inconmensurable de árboles de fresco verdor.
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