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Georg Wilhelm Friedrich Hegel - Hegel II

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Georg Wilhelm Friedrich Hegel Hegel II

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PRÓLOGO

El motivo inmediato para la edición de este compendio es la necesidad de poner en manos de mis oyentes un hilo conductor para las lecciones que debido a mi cargo imparto sobre la Filosofía del derecho. Este manual es un desarrollo ulterior y sobre todo más sistemático de los mismos conceptos fundamentales que sobre esta parte de la filosofía ya están contenidos en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Heidelberg, 1817), y que entonces fueron destinados por mí a mis cursos.

Pero para que este compendio pudiera aparecer impreso y consiguientemente llegara también al gran público, hubo que tener en cuenta las observaciones, que ante todo debían aclarar en breve mención las representaciones afines o divergentes, las consecuencias ulteriores y otras semejantes, todo lo cual recibiría en las lecciones su correspondiente ampliación. A veces aquí fue preciso desarrollarlas más, con el fin de aclarar, en su caso, el contenido más abstracto del texto y tomar en consideración más extensamente representaciones fácilmente comprensibles y corrientes de nuestra época. Así ha surgido una serie de observaciones más extensas que las que trae consigo la finalidad y el estilo de un compendio. Con todo, un compendio propiamente dicho tiene por objeto el ámbito de una ciencia considerado como ya acabado y lo propio de él es, quizás a excepción de un pequeño añadido aquí o allá, especialmente la composición y ordenación de los momentos esenciales de un contenido que está dado y es conocido desde hace tiempo, ya que desde hace tiempo esa forma tiene sus reglas y sus maneras constituidas. De un compendio filosófico no se espera ya esta hechura, a no ser porque uno se imagine que lo que la filosofía aporta es una obra tan nocturna como la tela de Penélope, que cada día se empieza de nuevo.

Ciertamente, este compendio diverge del resumen habitual ante todo por el método, que por eso constituye el elemento que lo guía. Pero aquí se presupone que el modo filosófico de progresar de una materia a otra y de probar científicamente, es decir, los modos del conocimiento especulativo en general, se distinguen esencialmente de otros modos de conocimiento. La intelección de la necesidad de tal diferencia puede ser lo único que sea capaz de sacar a la filosofía de la vergonzosa decadencia en que se ha hundido en nuestra época. Se ha reconocido, desde luego, la insuficiencia para la ciencia especulativa de las formas y reglas de la lógica anterior, de la definición y del silogismo, que contienen las reglas del conocimiento del entendimiento, o, más que reconocido, sólo se ha sentido esta insuficiencia, y entonces se ha desechado a estas reglas pero sólo como cadenas, con el fin de hablar arbitrariamente desde el corazón, desde la fantasía y la intuición contingente; y puesto que a pesar de todo tienen que intervenir la reflexión y las relaciones del pensamiento, se procede inconscientemente según el despreciado método de la deducción y del razonamiento completamente habituales. He desarrollado extensamente la naturaleza del saber especulativo en mi Ciencia de la lógica; por ello en este compendio sólo se ha incluido ocasionalmente una elucidación sobre el procedimiento y el método. Dada la constitución concreta y en sí tan variada del objeto, se ha obviado ciertamente poner de manifiesto y destacar la progresión lógica con todos sus detalles; por una parte, esto se podría considerar superfluo debido a la presupuesta familiaridad con el método científico; pero por otra parte, de suyo se comprende que tanto el todo como el desarrollo de sus miembros descansan en el espíritu lógico. Desde este aspecto, también, es como yo ante todo quisiera que este tratado fuera entendido y juzgado. Pues aquello con lo que tiene que ver es la ciencia, y en la ciencia el contenido está unido esencialmente a la forma.

Precisamente de aquellos que parecen quedarse con lo más profundo se puede oír que la forma es algo extrínseco e indiferente para la cosa, que sólo se le añade a ella; se puede decir además que la ocupación del escritor, en particular del escritor filosófico consiste en descubrir verdades, en decir verdades, en difundir verdades y conceptos correctos. Si ahora se considera cómo llega a cumplirse realmente tal ocupación, se ve por una parte el mismo viejo potaje una y otra vez recalentado y expendido por todos los rincones, una ocupación que por supuesto tendrá su mérito para la formación y el despertar del ánimo, aunque igualmente podría ser considerada más bien como una sobreabundancia muy trabajosa: «pues tienen a Moisés y a los profetas, ¡que los escuchen!». Sobre todo, uno tiene múltiples ocasiones de asombrarse por el tono y la pretensión que se da a conocer en esto, como si no le hubieran faltado al mundo más que estos fervientes propagadores de verdades y como si el potaje recalentado trajera nuevas e inauditas verdades y hubiera que tomarlas en serio siempre especialmente «en la época actual». Pero, por otra parte, se ve que por un lado lo que surge de tales verdades es desplazado y arrastrado precisamente por verdades semejantes dispensadas desde otros lados. Ahora bien, lo que en este cúmulo de verdades no es ni viejo ni nuevo, sino permanente, ¿cómo debe destacarse de estas consideraciones informes que vienen de aquí y de allá?; ¿cómo distinguirlo y acreditarlo de otro modo, si no es mediante la ciencia?

Por lo demás, con respecto al derecho, la eticidad, el Estado, la verdad es tan antigua precisamente por cuanto es abiertamente expuesta y conocida en las leyes públicas, en la moral y en la religión públicas. ¿Qué más necesita esta verdad, en la medida en que el espíritu pensante no se satisface con poseerla en esta forma más próxima, sino también con concebirla, y adquirir para el contenido que ya es en sí (an sich) mismo racional, también la forma racional, de modo que parezca justificada ante el pensamiento libre, el cual no permanece aferrado a lo dado, ya sea dado por la autoridad externa y positiva del Estado, por el acuerdo entre los hombres, o por la autoridad del sentimiento interno, del corazón y del testimonio inmediato de aprobación del espíritu, sino que [el pensamiento libre] parte de sí mismo y precisamente por eso exige saberse íntimamente unido a la verdad?

El comportamiento sencillo del ánimo ingenuo consiste en atenerse con convicción plenamente confiada a la verdad conocida públicamente y construir sobre este sólido fundamento su modo de actuar y su firme posición en la vida. Contra este comportamiento sencillo se erige la dificultad ya mencionada de cómo se puede distinguir y averiguar lo que es universalmente reconocido y válido en las infinitas opiniones diversas; y esta perplejidad puede tomarse fácilmente como algo justa y verdaderamente grave para el asunto. Pero de hecho aquellos que hacen alarde de esta perplejidad están en el caso de no ver el bosque a causa de los árboles, y la perplejidad y dificultad que se presentan son sólo las que ellos mismos provocan; así que esta perplejidad y dificultad suya es más bien la prueba de que quieren algo distinto de lo que es universalmente reconocido y vigente como sustancia del derecho y de lo ético. Pues si verdaderamente se trata de esto, y no de la vanidad y de la particularidad del opinar y del ser, se atendrían al derecho sustancial, esto es, a los mandamientos de la eticidad y del Estado y encauzarían su vida consecuentemente. La dificultad siguiente, sin embargo, proviene del hecho de que el hombre piensa y busca en el pensar su libertad y el fundamento de la eticidad. Este derecho, siendo tan alto, tan divino, se trastoca sin embargo en injusticia cuando sólo vale para el pensamiento y si el pensamiento sólo se sabe libre en la medida en que discrepa de lo que es universalmente reconocido y válido

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