JACQUES BÉNIGNE BOSSUET
DISCURSO
SOBRE LA HISTORIA UNIVERSAL
TRADUCCIÓN DE ANDRÉS DE SALCEDO
BARCELONA 1852
AL SERENÍSIMO SEÑOR DELFÍN
DESIGNIO E INTENTO GENERAL DE LA OBRA.
Aun cuando fuese inútil la historia a los demás hombres, sería necesario hacerla leer a los príncipes; porque no hay mejor medio para descubrirles lo que pueden las desordenadas pasiones, los intereses, los tiempos y las coyunturas, los buenos y los malos consejos. Sólo están compuestas las historias de las acciones que ordinariamente les ocupan: cuanto hay en ellas, parece que está hecho para su uso. Y si la experiencia les es tan necesaria para adquirir aquella reflexionada prudencia que hace reinar bien, nada habrá más útil a su instrucción, que juntar con los ejemplos de los siglos pasados, las cotidianas experiencias que adquieren; y así, no aprenderán a juzgar, como ordinariamente sucede, a costa de sus vasallos y de su propia gloria, de los peligrosos accidentes que les ocurren. Con el socorro de la historia forman su juicio sobre los sucesos pasados, sin que nada aventuren; y cuando ven hasta los vicios más ocultos de los príncipes, expuestos a la vista de todos los hombres, desvanecidas las falsas alabanzas que les dan mientras viven; se avergüenzan de aquella vana complacencia que les causa la adulación, y conocen que sólo con el mérito puede concordar la verdadera gloria.
Fuera de que sería cosa torpe, no digo en un príncipe, sino generalmente en cualquier hombre de calidad, ignorar el ser del género humano, y las mudanzas memorables que ha producido en el mundo el curso de los tiempos. Si no se aprende de la historia a distinguirlos, se representarán los hombres debajo de la ley natural o de la escrita, como se hallan debajo de la evangélica; se hablará de los persas vencidos por Alejandro, como de los persas victoriosos, dominándolos Ciro; se hará a la Grecia tan libre en tiempo de Felipo, como en el de Temístocles, o Milcíades; al pueblo romano tan altivo en tiempo de los emperadores, como en el de los cónsules; a la Iglesia tan tranquila en el de Diocleciano, como en el de Constantino; y a la Francia agitada de guerras civiles en los de Carlos IX y Enrique III tan poderosa como en el de Luis XIV, en que reunida debajo de tan gran rey, triunfa ella sola del resto de la Europa.
Para evitar estos inconvenientes ha leído V. A. tantas historias antiguas y modernas. Fue necesario que primero leyese en la Escritura la historia del pueblo de Dios, que es el fundamento de la Religión. No se le ha dejado ignorar la historia griega, ni la romana; y como la más importante a V. A., se le ha hecho ver con cuidado la de este gran reino, cuya felicidad está afianzada en su obligación. Pero temiendo que estas y otras que aun debe V. A. saber, puedan confundirse en su memoria, nada me ha parecido más necesario que representarle con distinción, aunque en epílogo, toda la serie de los siglos.
Es este modo de historia universal respecto de las de cada país y cada pueblo, lo que un mapa general respeto de los particulares. En estos ve V. A. toda la descripción de un reino o provincia reducida a sí misma. En los universales aprende a situar estas partes de mundo dentro de su todo: conoce lo que es París, o la isla de Francia en el reino, lo que es el reino en Europa, y lo que es Europa en el universo.
Así las historias particulares representan la continuación de las cosas sucedidas a un pueblo en la descripción individual de todas ellas; pero es necesario, para entenderlo todo, saber la conexa relación que pueda hacer a las otras cada historia, lo cual se logra por medio de un compendio, en que en un instante examina la vista todo el orden de los tiempos.
Este compendio propone a V. A. un gran espectáculo. Ve en él V. A. desenvolverse todos los siglos (para decirlo así), en pocas horas delante de sus ojos; mira cómo se suceden los imperios unos a otros, y cómo se sostiene igualmente la Religión en sus diferentes estados, desde el principio del mundo hasta nuestro tiempo.
La continuación, pues, de estas dos cosas, quiero decir de la Religión y de los imperios, es la que debe V. A. imprimir en su memoria; y como la Religión y el gobierno político son los dos polos en que giran las cosas humanas, el ver todo lo que conduce a ellas reducido a epílogo breve, y descubrir por este medio todo su orden y continuación, es comprender todo lo grande que hay entre los hombres, y tener (para decirlo así), el hilo de todos los sucesos del universo.
A la manera, pues, que considerando un mapa universal, sale V. A. del país en que ha nacido, y del lugar que le contiene, para recorrer toda la tierra habitable, la cual con todos sus mares y países abraza V. A. con el pensamiento; así considerando el epítome cronológico sale V. A. de los estrechos límites de su edad, y se extiende por todos los siglos.
Pero, como para ayudará la memoria, se retienen en ella ciertas ciudades principales, en cayos contornos su sitúan otras, cada una según su distancia, es del mismo modo necesario en el orden de los siglos, tener ciertos tiempos señalados con algún suceso extraordinario a que haga relación todo lo restante.
Llámase esto época de una palabra griega que significa detenerse; porque allí se para a fin de considerar como desde un lugar de reposo, todo lo que antes o después ha sucedido, y evitar de esta suerte los anacronismos, que son aquel linaje de errores que hacen confundir los tiempos.
Es desde luego preciso aplicarse a poco número de épocas, como son en la ley antigua, Adán o la creación, Noé o el diluvio, la vocación de Abraham o el principio de la alianza de Dios con los hombres, Moisés o la ley escrita, la toma de Troya, Salomón o la fundación del Templo, Rómulo o Roma fundada, Ciro o el pueblo de Dios librado del cautiverio de Babilonia, Escipión o Cartago vencida, el nacimiento de Jesucristo, Constantino o la paz de la Iglesia, Carlomagno o el establecimiento del nuevo imperio.
Esta última propongo a V. A. como fin de la historia antigua, porque allí verá del todo fenecido el antiguo imperio romano, y por eso le detengo en un punto tan considerable de la Historia Universal. Su continuación ofrezco a V. A. en la segunda parte, la cual le conducirá hasta el siglo que vemos ilustrado con las acciones inmortales del Rey su padre, y a quien el constante ardimiento que muestra V. A. en imitar un ejemplo tan grande, hace esperar nuevos esplendores.
Después de haber explicado a V. A. en general el designio de esta obra, debo hacer tres cosas, para sacar de ella toda la utilidad que me prometo.
Es primeramente necesario, que yo recorra con V. A. todas las épocas que le he propuesto, y que señalándole en pocas palabras los principales sucesos que a cada una de ellas pertenecen, acostumbre su entendimiento a colocarlos en su lugar, sin atender en esto a otra cosa que al orden de los tiempos. Pero, como mi principal intención es hacer observar a V. A. en la sucesión de ellos la de la Religión, y la de los grandes imperios; después de haber hecho ir juntos, según el curso de los años, los hechos que miran a ambas cosas, repetiré particularmente, y con las reflexiones necesarias, primero los que nos manifiestan la duración perpetua de la Religión, y después los que nos descubren las causas de las grandes mutaciones sucedidas en los imperios.
No habrá después parte alguna de la historia antigua que lea V. A. que no ceda en su provecho; ni acaecimiento, de que no advierta las consecuencias. Admirará V. A. la continuación de los consejos de Dios en los sucesos de la Religión; verá también el encadenamiento de los negocios humanos, y conocerá de esto con cuánta reflexión y previsión deben gobernarse.