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SINOPSIS
Este libro compendia la historia de España a través de sus cocinas y despensas, desde los caníbales y carroñeros de la cueva de Atapuerca hasta la increíble —y sin embargo cierta— invención de la tortilla de patatas sin patatas y sin huevos de nuestra más reciente posguerra. Entre esos dos hitos desfilan la salsa garum de los romanos, las albóndigas y la carne con miel de los musulmanes, el ajoblanco de los rebeldes muladíes, la adafina de los judíos, la enemistad entre don Carnal y doña Cuaresma, el teológico jamón de los cristianos viejos, la gula imperial, los pasteles de carne de ahorcado denunciados por Quevedo, la batalla entre el cocido de garbanzos y la cocina afrancesada y los aciertos y desmanes de las actuales cocinas autonómicas. Sobre el moviente y variado fondo de este retablo se va dibujando la constante del hambre de los desfavorecidos, pobres o hidalgos sin fortuna que aguzan el ingenio para sacar el vientre del mal año, las adulteraciones, los gorrones de las bodas, las especias que llegaron de América, los comedores de perro, los mesoneros del gato por liebre y otros muchos temas igualmente reveladores que el autor trata con la amenidad, ironía y rigor que lo caracterizan, hasta componer un fresco vivo del devenir de España a través de sus cocinas.
Juan Eslava Galán
Una historia de toma pan y moja
Los españoles comiendo (y ayunando)
a través de los tiempos
El destino de las naciones depende de su alimentación.
J EAN A NTHELME B RILLAT -S AVARIN ,
Fisiología del gusto, 1825
Bendito sea el señor que nos da el bien más grande de nuestro cuerpo: el hambre santísima.
B ENITO P ÉREZ G ALDÓS ,
Misericordia, 1897
CAPÍTULO 1
Dos hombres y un conejo
El tipo velludo y fornido se inclinó sobre la boca de la conejera con el aguijón del hambre punzándole en el estómago.
Aquel tipo tenía una larga historia a sus espaldas. Había comenzado de mono arborícola, comiendo frutos, retoños y hojas en lo más profundo e intrincado del bosque, pero desde que se mudó a la sabana había tenido que echar mano de cualquier posible alimento para obtener las proteínas, vitaminas y sales minerales que necesitaba para sobrevivir.
Terminó de ajustar la redecilla en la boca de la conejera y dio una voz:
—¡Omní!
—¿Qué? —le respondió otra voz gutural en la distancia.
—¡Dale caña!
El llamado Omní aplicó la leña verde encendida a la otra boca de la conejera. Cuando el humo invadió la galería, se escuchó un rebullir subterráneo.
—¡Va!
Unos minutos después, el conejo se debatía en la red. Un hermoso ejemplar de cuatro o cinco kilos. El resto fue rápido: un golpe certero con el canto de la mano detrás de las orejas. Luego, mientras Omní destripaba al animal con su cuchillo de pedernal, Voro excavó un hoyo poco profundo en el suelo. Dieron sepultura al conejo con algo de tierra y amontonaron ramas secas encima, pero no unas cualesquiera, sino ramas aromáticas: tomillo, jara, hinojo y otras así que le prestaran su aroma al asado.
El fuego ablandó la carne y la hizo comestible. Media hora después dispersaron la hoguera, rescataron el conejo entre asado y cocido en su propio jugo, lo despellejaron, lo descuartizaron y lo devoraron con mucho rechupeteo de huesos. Andaban escasos de modales.
—¡Qué ricos están los conejos! —dijo Voro apurando su medio costillar.
Omní asintió y, ya saciada el hambre, emitió un prolongado eructo y se quedó pensativo.
—Hay que ver lo que son las cosas —dijo—. Me estoy acordando de la época de nuestros abuelos, los de la Gran Dolina de Atapuerca, provincia de Burgos, cuando no tenían fuego y para ablandar los chuletones de rinoceronte y los filetes de bisonte cavernario tenían que dejar que medio se pudrieran. Lo que hubieran dado aquellos pobretes por un asado de éstos.
La familia de Atapuerca, el Homo antecessor, vivió hace unos cuarenta mil años en el conjunto de cuevas calizas conocido como Sima de los Huesos. el fuego, vivían de la recolección de plantas y frutos comestibles y, después de comer, se escarbaban los dientes con un palito o tal vez no lavaban las verduras (dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyentes, de las rayaduras que se observan en el esmalte de sus dientes).
Debieron arrastrar una vida bastante miserable. Vivían de las sobras de otros carroñeros más remilgados, es decir, de lo que despreciaban las hienas. Aunque en su vecindad no faltaban los ciervos y los caballos, el examen de sus restos revela «carencias alimenticias y problemas de desarrollo». Quizá este dato sirva de soporte científico a nuestra teoría del hambre secular que parece inscrita en el código genético del Homo hispanicus y lo lleva a atracarse como un saqueador en bautizos, comuniones, bodas, fiestas patronales, Semana Santa, Navidad y cualquier otra celebración o acontecimiento social.
—¿Rinocerontes en Burgos? —preguntó, incrédulo, Voro.
—Sí, hombre —dijo Omní—. Ten en cuenta que media España era un bosque de robles poco denso y que abundaba la caza: elefantes, rinocerontes, bisontes, ciervos, caballos.
—¿Y leones?
—Sí, leones también. Y tigres con unos colmillos de un palmo, eso es lo malo —concedió Omní—. Pero, así y todo, los de Atapuerca se buscaban la vida. Eran unos hombrones como armarios que no cabían por esa puerta.
—¿Qué es una puerta? —interrogó Voro.
Omní se encogió de hombros, que eran peludos y fornidos.
—Es un decir —repuso.
Voro guardó silencio. Por un instante se quedó mirando el cielo inmaculadamente azul mientras con un gesto automático se rascaba la panza prieta y saciada.
—¿Es verdad que eran caníbales? —preguntó.
—Eso parece —le llegó la voz distraída e indiferente de Omní.
—He oído decir que los neandertales también son caníbales —comentó Voro con cierta aprensión.
Voro y Omní eran sapiens sapiens, es decir, hombres como los actuales, pero durante unos miles de años coexistieron con una especie más antigua, los fornidos y chaparros neandertales. Como los sapiens eran más listos, lo cual no quiere decir que no practicaran también el canibalismo, terminaron exterminando a sus vecinos.
Los neandertales eran caníbales —según confirma el antropólogo Eduardo Arboleda, excavador de la cueva del Boquete de Zafarraya, también conocida poéticamente como «La Vulva de Europa», no lejos de Alcaucín (Málaga)— y posiblemente practicaban un «canibalismo ritual comparable a la ingestión de la Sagrada Forma entre los cristianos».
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