Juan Eslava Galán - Historia secreta del sexo en España
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- Libro:Historia secreta del sexo en España
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1991
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Historia secreta del sexo en España: resumen, descripción y anotación
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Historia secreta del sexo en España — leer online gratis el libro completo
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¿Sabía usted que, al parecer, el antecedente de la tradicional peineta es un moño en forma de pene erecto?
¿Imagina a teólogos y confesores recomendando la posición coital del misionero?
¿Le explicaron alguna vez que el reino godo se perdió por un pecado sexual y que Enrique IV mantenía una escolta de robustos sodomitas?
En este extraordinario libro, Juan Eslava Galán nos ofrece una versión rigurosa y a la vez divertida de la historia del sexo en España; una historia de braguetas, cuernos y corsés por la que desfilan, entre otros, alumbrados, concubinas y pecadores.
Juan Eslava Galán
ePub r1.1
Titivillus 25.03.15
Título original: Historia secreta del sexo en España
Juan Eslava Galán, 1991
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén en 1948). Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval. Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico.
Ha traducido la poesía de T. S. Eliot y escribe novelas de ficción histórica con el seudónimo Nicholas Wilcox. Entre sus obras destacan: En busca del unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo (Premio Ateneo de Sevilla 1994), Señorita (Premio Fernando Lara 1998 y Premio de la Crítica Andaluza 1998) o La mula. También ha publicado varios ensayos, como Los castillos de Jaén o Los templarios y otros enigmas de la historia.
En Cádiz existió un templo dedicado a Astarté, la diosa fenicia del amor y de la fecundidad. Al igual que en Oriente, este culto implicaría cierta forma de prostitución sagrada, probablemente ejercida a la manera asiática, sobre lechos rituales profusamente decorados con escenas eróticas. Las devotas que acudían al templo ofrecían sus favores a los forasteros a cambio de un donativo que pasaba a engrosar el tesoro sacerdotal. Probablemente el sacerdote de Astarté desfloraría a las niñas con un cuchillo de oro, como se hacía en la metrópolis Fenicia.
Roma la civilizadora.
La conquista de la península por los romanos alteró la conducta sexual de la población sometida. Apresurémonos a decir que los hábitos sexuales de los romanos no eran tan disolutos como aparecen en el cine americano, o por lo menos no siempre lo fueron. Los primeros romanos, en la época republicana, cuando se produjo la conquista de España, eran un pueblo de severas costumbres más parecidas a las de la España autárquica de nuestra sufrida mocedad posguerrera que a la disoluta, orgiástica y jaranera Roma que nos transmite el tecnicolor.
Al igual que otros pueblos de la antigüedad, los primeros romanos sacralizaron los órganos sexuales, especialmente el falo, al que incluso consagraban alegres romerías primaverales, las phalephoria. Éste es el sentido de esos sorprendentes vestigios arqueológicos denominados hermas, unos pilares de piedra con un falo de notables proporciones en relieve. Son propiciadores de la fecundidad. Lo mismo cabe decir de los Príapos, dioses frigios de los jardines, o los Phalés, personificaciones del falo. Convertido en amuleto protector (apotropaion), el falo adoptó las más variadas funciones: lámparas, medallas, pebeteros, etc. A los sátiros o silenos, figuras silvestres relacionadas con la fecundidad de la Naturaleza, los representaban en posición itifálica, es decir, con el pene erecto. Esta familiaridad acabó perdiéndose cuando la sacralidad del falo dio paso a significados más mundanos, ya en la época imperial. Las fiestas del sexo eran las lupercalia (en torno al 15 de febrero, sorprendente coincidencia con nuestro Día de los Enamorados) y más adelante los ludi florales (sobre el 28 de abril). Se trataba de fiestas campestres, de contenido orgiástico, que han perdurado en el cristianismo, en los aquelarres medievales y en las mayas.
Los romanos casaban a sus hijas apenas habían alcanzado la pubertad, sin noviazgo previo, ordinariamente por acuerdo entre los padres de los contrayentes. «No sabemos hasta después de la boda —se queja Séneca— si la mujer que nos han endosado es mala, estúpida, deforme o maloliente». La esposa llegaba virgen, intacta, al tálamo nupcial, y aun santificada por el sacramento evitaba que el marido la viera desnuda. Tanto recato daba lugar a desagradables sorpresas como comprobamos en Horacio:
¡Qué piernas, qué brazos! Pero no tiene culo, es nariguda y tiene poco talle y el pie grande.
De una señora, excepto la cara, nada puedes ver.
A pesar de esta gazmoñería institucional, ciertas parejas avanzadas llegaron a dominar una depurada técnica amatoria por procedimientos puramente empíricos, como viene a corroborar Plauto:
Ahora, nuestros amores, costumbres, relaciones,
bromas, juegos, conversaciones, dulcibesar,
estrechos apretones de cuerpos enamorados,
blandos mordisquillos en labios tiernos,
achuchoncillos de las teticas tiesicas
de todos estos placeres para mí y a la vez para ti.
Pero las personas de orden copulaban a oscuras y de noche. Como es natural se detecta un cierto inconformismo de la parte del marido. Propercio, poeta del siglo I, advierte a su amada:
Si te obcecas y te acuestas vestida
probarás mis manos, que te rasgarán el vestido.
Más aún, si la ira me lleva más lejos
enseñarás a tu madre los brazos lastimados.
Jugar no te prohíben las tetas que aún te cuelgan
mientras el destino lo permite, saciemos de amor los ojos.
Debido a la escasez de mujeres, la alta sociedad romana practicaba una especie de poligamia sucesiva, un poco al estilo de Hollywood. Séneca se quejaba porque muchas mujeres cambiaban de marido cada año y de que «hoy día se considera la castidad prueba de fealdad». Marcial viene a decir lo mismo: «Me pregunto si existe en la ciudad una mujer capaz de decir no. Las castas no dicen sí, pero tampoco dicen no». En los baños, donde antaño imperaba la rígida separación de sexos, se juntaban promiscuamente hombres desnudos y mujeres apenas vestidas con un sucinto taparrabos que apenas alcanzaba a cubrirles el cunnus. Si los hombres se emparejaban frecuentemente con sus esclavas, las mujeres no les iban a la zaga. Algunas damas de la alta sociedad senatorial llegaron a vivir en concubinato con libertos u hombres de condición inferior con los que la ley les impedía contraer matrimonio.
En general, el romano sólo conoció tres limitaciones al libre ejercicio de la sexualidad: el adulterio, el incesto y el escándalo público. Como toda sociedad machista, la romana observaba una doble moral: la mujer gozaba de escasa libertad, pero el hombre podía hacer lo que quisiera, desde mantener una querida (delicium) a frecuentar prostíbulos. Sólo se censuraba la incontinencia del obseso sexual (
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