Dostoievski afirmó en una de sus novelas que era inútil hacer viajes largos para conocer un país. Estaba convencido que en pocas horas uno podía tener una idea muy precisa de un lugar, porque todos los aspectos de una cultura, incluso la arquitectura, estaban impregnados por la fuerte idiosincrasia de cada pueblo.
Y si Dostoievski lo aseguraba con tanta firmeza, quién soy yo para sentirme culpable de juzgar a la gente dejándome llevar por clichés y prejuicios.
La verdad es que por mi condición de eterno extranjero, tengo cuatro nacionalidades y tres lenguas maternas (inglés, francés y italiano), he pasado mi vida comprobando la validez de esta reflexión, topándome continuamente con las idiosincrasias de los países que han jalonado mi existencia.
Acostumbrado a este esfuerzo de adaptación, extremadamente enriquecedor (si no mueres de soledad antes de ser enriquecido) me he puesto rápidamente en sintonía con el contenido de este libro, Marca España, escrito al alimón por Jordi Moltó y Juan Herrera.
Saltando de un tópico a otro, a lo largo del libro he encontrado muchos temas que, como guiri vocacional, me habían impactado desde mi llegada a España. Los bares, la comida, la vida en la calle, la teatralización de las relaciones humanas, incluso en la órbita política. Todo adobado con esta dimensión picaresca que nosotros los mediterráneos conocemos tan bien.
Este conjunto heterogéneo de elementos me hechizaron desde el primer instante y son la razón fundamental por la que, después de veinte años y con una mujer y un hijo españoles, todavía siga aquí. Quizás he encontrado en este país lo que fue la Italia de mi adolescencia y que hoy ha dejado de ser, debido a la lenta y melancólica decadencia, por obra y gracia de la Troika.
Una vitalidad ingenua que le permite a España ser ella y al mismo tiempo ser una caricatura de sí misma. Esta asombrosa capacidad de criticar lo cutre y a la vez complacerse en la cutrez.
España, como Italia, es una fuente inagotable de estereotipos. Es lo que más y mejor sabemos exportar y sería un error subestimar su importancia. Basta compararlos con la escasa cotización de un Portugal sumergido en su «perpetua dignidad herida» en la Bolsa mundial de los estereotipos.
Parece que al menos en esto Mariano Rajoy ha acertado y puede que su determinación en promover internacionalmente la MARCA ESPAÑA termine por ser uno de los grandes hitos de su mandato...
El único problema de este empeño marianista es que, como Dostoievski dejó astutamente escrito (o puede que otro autor ruso, igual de listo y de barbudo), los estereotipos tienen raíces muy profundas y tienden a permanecer con más tenacidad y resistencia de lo que parece.
Estoy convencido de que, aunque España invirtiera la mitad de su PIB en marketing, resultaría imposible cambiar la percepción que el extranjero tiene del país. Resulta enternecedor el esfuerzo desplegado para transformar la imagen tradicional de España en la de una tierra de innovaciones y proezas tecnológicas. Basta el desprendimiento de una sola baldosa de Calatrava para que en la prensa mundial vuelva a aparecer, para la diversión de todos, la imagen de España como el reino mítico de estafadores alegres y chapuceros. Para remachar este clavo, fijémonos en nuestra propia reacción ante la caída de un puente o el descarrilamiento de un tren en Alemania. Los estereotipos son tan resistentes que, ante semejantes desastres, nunca pensaremos que son el fruto de una chapuza, aunque lo sean. Nuestra primera sensación es que se trata de un incidente totalmente imprevisible y trágico.
Por mi propia experiencia personal, puedo afirmar que hay mucho más chapuzas en Alemania de lo que parece. Entre otras cosas, perdieron dos guerras mundiales por goleada, a pesar de lo cual han sabido forjarse un cliché de eficacia y precisión que no hay Dios que les quite.
Este deseo mariano de luchar contra la percepción que el Universo se hace de España, tiene esta mezcla de heroísmo y patetismo, características que Cervantes ya había plasmado (¡Plasma y Rajoy!) en su alegoría de don Quijote y los molinos.
La MARCA ESPAÑA, en su ingenuidad, es un empeño muy español. Pensar que se pueden cambiar las cosas solo porque uno lo diga parece propio de don Quijote. Nosotros en Italia somos más cínicos y tenemos nuestras razones. Cuando se ha perdido un Imperio que abarcaba todo el mundo conocido durante 500 años, aceptas con naturalidad la decadencia como parte intrínseca de las cosas inevitables, como un dulce reposo o una feliz jubilación.
Hay un último aspecto curioso en esta propuesta pepera de la MARCA ESPAÑA que me parece muy interesante. No deja de ser curioso que un partido conservador y franquista como el PP pretenda cambiar la imagen de su país cuando su ideología está basada precisamente en el mantenimiento de los estereotipos de esta España inmemorial. Con los toros, con su religión, con su orden social y familiar y, por supuesto, con su corrupción y su machismo, los valores conservadores se perciben desde fuera de las fronteras como typical spanish .
Los otros, los progresistas, la izquierda española, quizás por ser más individualistas o por su voluntad de ser dueños de su propia existencia, no son tan divertidos. No digo que no existan rasgos típicos de la gente de izquierdas que con su afán por romper con las tradiciones contribuyan a borrar valiosas identidades nacionales. Ya se sabe, cuando el proletariado del mundo se une, jode el turismo.
En resumen, a pesar de que Marca España es un libro escrito para hacernos reír, su línea argumental nos lleva inevitablemente a un terreno altamente político que toca la esencia misma del estado: su relato mitológico. Jordi Moltó y Juan Herrera lo hacen con un acierto y una claridad que por desgracia están ausentes en el discurso de los que tenían el deber de hacerlo, los políticos del estado Español.
Al final y más allá de un estudio sociológico, Marca España es una respuesta picaresca e hispánica al precepto socrático de «Conócete a ti mismo».
L EO B ASSI
A lo largo de la historia España ha sido muchas cosas. Por ejemplo, el nombre de una plaza de Barcelona, cerquita del Poble Sec. Para los romanos, España fue «tierra de conejos»; después, andando el tiempo, fuimos un imperio donde no se ponía el sol y, a partir de ahí, en América fuimos la madre patria. Para los católicos España es la tierra de María santísima. Para los franquistas «una unidad de destino en lo universal»; pero solo con Manuel Fraga España dio con la clave de su esencia: «España es diferente».
Pero ¿qué quiere decir eso de «diferente»? ¿Que somos diferentes de los conejos o que somos diferentes del resto de la humanidad? Para responder a esta pregunta, la España actual, la posmoderna, la globalizada, ha encontrado una respuesta: somos diferentes del resto de los países, porque el resto son solo países, pero nosotros somos una marca. Es decir, que a partir de Mariano Rajoy ya no somos ni un país, ni una nación, ni un conjunto de autonomías, ni siquiera un reino; España es una marca, como Hemoal o Danonino.
En el año 2012 el Gobierno inició una campaña para exportar esta nueva imagen de España al resto del mundo. Una nueva imagen que mostrara nuestras excelencias en el terreno cultural, social, científico y tecnológico. Fracasó. Tras arduos esfuerzos y no poco dinero, solo hemos conseguido exportar un nivel de corrupción muy por encima de nuestras posibilidades.