Juan Eslava Galán
Cleopatra, la serpiente del Nilo
Planeta
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© Juan Eslava Galán, 1993
Derechos cedidos a través de Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria © Editorial Planeta, S. A., 2009
Avinguda Diagonal, 662, 6 a planta. 08034 Barcelona (España)
Diseño de la cubierta: Hans Geel
Ilustración de la cubierta: Muerte de Cleopatra 1874, Jean-André Rixens (Musée des Augustins, Toulouse, France), Bridgeman Art Library / Getty Images Ilustración y cronología al cuidado de Antonio Padilla Ilustraciones del interior: Archivo Editorial Planeta Fotografía del autor: © Teresa Armenteros
Primera edición en esta presentación en Colección Booket: noviembre de 2009
Depósito legal: B. 34.806-2009
ISBN: 978-84-08-08901-8
Impresión y encuademación: Litografía Rosés, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
Juan Eslava Galán (Arjona, Jaén, 1948) es doctor en Filosofía y Letras. Entre sus libros destacan las novelas En busca del unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo (Premio Ateneo de Sevilla 1991), Señorita (Premio Fernando Lara 1998), El mercenario de Granada (Booket, 2008), y los ensayos Historia de España contada para escépticos, El enigma de Colón y los descubrimientos de América, Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie, España insólita y misteriosa y El catolicismo explicado a las ovejas (del Señor), todos ellos publicados por Planeta. Con el seudónimo Nicholas Wilcox ha escrito novelas de intriga y el ensayo Los templarios y la Mesa de Salomón (Martínez Roca, 2004).
Más información en:www.juaneslavagalan.com
índice
09 Introducción/la mayor lagarta de todos los tiempos
14 Cleopatra Taylor
18 La esfinge que vino de Inglaterra
20 La nariz de Cleopatra
23 Capítulo primero/El culebrón de los Tolomeos
25 La herencia de Alejandro
28 Incestos reales
30 Las fuentes del Nilo
31 Los reyes malos
37 Capítulo segundo/Los jóvenes años de una reina
42 La aleccionadora historia de «el flautista»
46 Una consulta a los libros sibilinos
48 La joven reina
51 César en Egipto
54 Cleopatra sale de la alfombra
57 Alejandría, la ciudad
61 Capítulo tercero/cleopatra entra en escena
71 Capítulo cuarto/CLEOPATRA en Roma
72 El triunfo de César
79 El calendario juliano
85 Capítulo quinto/el asesinato de César
89 Una muerte anunciada
97 Capítulo sexto/OCTAVIO entra en escena
98 Antonio, el nuevo César 101 Vientos de guerra
103 Octavio, el heredero de César
108 Apoteosis en Éfeso
109 Capítulo séptimo/DÍAS de vino y rosas
119 Una boda imprevista
123 Capítulo octavo/las bodas de Antonio y Cleopatra
125 En el palacio de Herodes
128 La campaña contra los partos
135 Capítulo noveno/OCTAVIO mueve sus peones
139 Las donaciones de Alejandría
146 Octavio declara la guerra
149 Capítulo décimo/LA batalla de Accio
157 La huida
161 Capítulo undécimo/cleopatra mira a Oriente
163 Cesarión viste la toga viril
67 Capítulo duodécimo/el áspid de Cleopatra
176 ¿Serpiente o veneno?
183 Conclusión/cleopatra después de Cleopatra
186 Cleopatra, esa mujer
191 La mujer fatal
193 Cleopatra rehabilitada
197 Cronología
201 índice onomástico
Introducción
LA MAYOR LAGARTA DE TODOS LOS TIEMPOS
Aquella Europa de los años treinta, inmersa en los tremendos problemas sociales derivados del crack del año 29, con Hitler enseñando amenazadoramente los colmillos, Mussolini hinchándose como un pavo y España en llamas, estaba muy interesada por la historia de amor del rey Eduardo VIH de Inglaterra y la divorciada americana Wallis Warfield Simpson. La prensa de evasión, antecesora de las revistas del corazón, había encontrado un filón inagotable en la crónica de las peripecias sentimentales de la pareja.
Eduardo VIII, cuarenta y dos años de edad, bien parecido, cabeza de la casa real más prestigiosa del mundo y soberano del Imperio Británico, que todavía mantenía sus lustres de primera potencia mundial, se había prendado de la señora Simpson, una americana huesuda y francamente fea, varios años mayor que él, divorciada de un primer marido y casada con un segundo. Las relaciones notoriamente adúlteras de la pareja habían comenzado en 1931, cuando ella todavía estaba casada con su segundo marido y Eduardo solamente era príncipe de Gales, es decir, heredero de la corona inglesa. Después, los acontecimientos se precipitaron: en enero de 1936, el príncipe ascendió al trono; en octubre del mismo año la señora Simpson obtuvo el divorcio; quince días más tarde Eduardo convocó al primer ministro para comunicarle que iba a casarse con la americana y que estaba dispuesto a abdicar sí ello no era compatible con su oficio de rey. Como no era compatible, una semana más tarde abdicó. El nuevo rey de Inglaterra, su hermano Jorge VI, le concedió el ducado de Windsor.
En el verano del año siguiente, el duque de Windsor, y la señora Simpson contrajeron matrimonio, discretamente, en Francia el mismo día de los santos Perguentino y Laurentirio en que el general Mola se mataba en accidente de aviación en España (precisión que debo a Camilo José Cela). Una semana antes, el Gobierno inglés, cuando se percató de que la boda era inminente e inevitable, había decretado que la dignidad ducal no sería extensible a la futura esposa de Eduardo, una cicatera decisión que humilló profundamente al enamorado y que lo distanció de la familia real hasta su muerte.
Las amas de casa occidentales, y los perplejos parlamentarios que poblaban las Cámaras de los Lores y de los Comunes, nunca acabaron de entender qué había visto Eduardo en la señora Simpson. En el Reino Unido la opinión pública estaba conmocionada. ¿Cómo se ha podido enamorar de tal adefesio?
¿Cuál era el misterio de la fascinación de Eduardo por la esperpéntica americana? A poco se divulgó que el secreto de la divorciada era de índole sexual y radicaba en su maestría con el Cleopatra's grip. En inglés, grip es «asir con fuerza», «agarrar firmemente», «apretar», incluso «absorben). El apretón de Cleopatra, quizá sea más exacto denominarlo la presa de Cleopatra, tomando prestado un término de la lucha libre, consistía en el dominio por la señora Simpson del músculo de la vagina que podía contraer y aflojar a voluntad elevando hasta el séptimo cielo los goces sexuales de su pareja. Éste era el secreto de la fascinación del duque de Windsor, la prenda por la que, sin dudarlo un segundo, Eduardo VIII había renunciado al trono. Tal habilidad asociada al nombre de Cleopatra lo explicaba todo. Como diría un castizo, el duque de Windsor estaba encoñado. Una leve contracción de su poderosa vagina suministraba a aquella americana feílla el punto de apoyo en que, haciendo poderosa palanca, podía conmover los cimientos del Imperio Británico, casi tanto como decir mover el mundo.